martes, 26 de mayo de 2009

'Nocturna', la novela de Guillermo del Toro y Chuck Hogan


Una estirpe maldita se propaga por el mundo. Y tú tienes bajo la piel algo que les vuelve locos.

De la mano de la editorial Suma de Letras llega a las librerías españolas Nocturna (The Strain), una novela de vampiros escrita a cuatro manos por el genial cineasta Guillermo del Toro y el escritor Chuck Hogan, autor del best seller The Standoff y cuya última novela, Prince of Thieves, ganó el premio Hammet de novela negra y está siendo llevada al cine.

Según cuenta hoy Uruloki, haciéndose eco de una fantástica entrevista concedida por Del Toro a Wired, esta novela iba a ser en principio una serie para la Fox. Sin embargo, discrepancias con la productora -qué raro- dieron al traste con la colaboración y Nocturna se comvirtió en una novela, inicio de una trilogía vampírica llamada Trilogía de la Oscuridad.

Este es el video introductorio:





No soy yo muy amigo de las injerencias, es decir, ni de literatos que se meten a directores de cine (Crichton, Barker) ni de lo contrario, sin embargo, para escribir Nocturna Del Toro ha sabido acompañarse por un eficiente escritor de lo que los americanos llaman thrillers, y eso, unido a su retorcida e hilarante imaginación, me da cierta confianza.

Del Toro es un fanático del mundo vampírico, no hay más que recordar su Cronos o su participación en la saga Blade, y con Nocturna, La Trilogía de la Oscuridad, pretende estallar una revolución definitiva en la literatura de vampiros. Aterradora, brutal, despiadada.

Todo comienza con el aterrizaje en Nueva York de un vuelo proveniente de Berlín. Cuando ya se estaba dirigiendo hacia la puerta para permitir el descenso de los pasajeros, todo se oscurece. ¿Qué ha ocurrido? El avión permanece oscuro y silencioso mientras un equipo de emergencias lo observa, impotente y desconcertado. Hasta que, lentamente, la puerta comienza a abrirse. Y he aquí el principio del fin. La propagación de una estirpe se extiende sin control y nadie estará a salvo.

Los vampiros toman Manhattan. A partir de ahí...

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lunes, 25 de mayo de 2009

Corazones Perdidos, de M. R. James


Me ha dado por los cuentos de fantasmas, eso parece.

Montague Rhodes James es considerado el padre del ghost story. Espíritus, aparecidos y fantasmas pueblan su literatura, referente de los mejores escritores de Terror, desde Lovecraft a Poe.

Sus cuentos de terror, enmarcados en ambientes cotidianos de finales del XIX, tienen la extraña virtud de horrorizar y conmover al tiempo. Tenía ganas de mostrar una perla de este genial antepasado de los Cuentacuentos de lo Oscuro, es un poco largo, pero a la vez es aterrador. De verdad merece la pena.




Fue en septiembre de 1811, según he comprobado, cuando se detuvo un coche de alquiler en la puerta de Aswarby Hall, en el corazón de Lincolnshire. Un niño, que era el único pasajero, saltó abajo en cuanto paró y se puso a mirar en torno suyo con viva curiosidad durante el breve intervalo que trans­currió desde que sonó la campanilla hasta que se abrió la puerta. Vio una casa alta, cuadrada, de ladrillo rojo, de los tiempos de la reina Ana; se le había aña­dido una portalada con pilares de piedra del más puro estilo clásico de 1790; sus ventanas eran numerosas, altas, estrechas, con cristales pequeños y gruesa carpintería blanca. Un frontón perforado por una ventana redonda coronaba la fachada. Dos alas, a derecha e izquierda, comunicaban con el cuerpo central mediante curiosas galerías acristaladas sostenidas por columnatas. En estas alas se hallaban claramente las cuadras y los servicios de la casa. Cada una tenía una cúpula ornamental rematada por una veleta dorada.

La luz del ocaso daba en el edificio haciendo brillar los cristales como si estu­viesen en llamas. Frente a la mansión se extendía un parque llano salpicado de robles y bordeado de abetos que se recortaban contra el cielo. El reloj de la torre de la iglesia -oculta tras la franja de árboles, y cuya veleta dorada era lo único de ella que recibía la luz- estaba dando las seis, y sus tañidos llegaban blandamente arrastrados por el viento. Todo contribuía a transmitir al espíritu del niño una impresión agradable, aunque teñida de esa especie de melancolía propia de un atardecer de principios de otoño, mientras esperaba a que le abriesen.

El coche le traía de Warwickshire, donde unos seis meses antes se había que­dado huérfano. Gracias al generoso ofrecimiento de su viejo pariente el señor Abney llegaba ahora a Aswarby para quedarse. Fue un ofrecimiento inesperado, porque los que conocían algo al señor Abney le consideraban una especie de aus­tero recluso para el que la llegada de un niño supondría un elemento nuevo y previsiblemente incompatible con la rutina de la casa. La verdad es que se sabía muy poco de las actividades y el carácter del señor Abney. Habían oído decir al profesor de Griego de Cambridge que el hombre que más sabía sobre creencias religiosas de los últimos paganos era el dueño de Aswarby. Desde luego, su biblioteca contenía todo lo publicado hasta entonces sobre los Misterios, los poemas órficos, el culto a Mitra y los neoplatónicos. En el vestíbulo enlosado de mármol se alzaba un hermoso grupo de Mitra matando al toro, importado de levante a un coste considerable por el dueño. Éste había publicado una descrip­ción de dicho grupo en la Gentleman's Magazine, y había escrito una notable serie de artículos en la revista Critical Museum sobre supersticiones de los roma­nos durante el Bajo Imperio. En resumen, se le tenía por una persona sumergida en los libros; por lo que causó una sorpresa enorme entre sus vecinos que se hubiese enterado siquiera de la existencia de Stephen Elliott, su pariente huér­fano, y más aún que se hubiera ofrecido a acogerle en Aswarby Hall.

Pensara lo que pensase la vecindad, lo cierto es que el señor Abney -el alto, flaco y austero señor Abney- parecía dispuesto a brindar a su jovencísimo primo una cálida acogida. En el instante en que abrían la puerta de la entrada salió él precipitadamente de su despacho frotándose las manos de satisfacción.

-¿Qué tal, muchacho, cómo estás? -dijo-. ¿Cuántos años tienes...? Quiero decir, espero que no estés demasiado cansado del viaje como para no cenar, ¿verdad?

-No; gracias, señor -dijo el señorito Elliott-. Estoy bien.

-Buen chico -dijo el señor Abney-. ¿Y cuántos años tienes?

Parecía un poco raro que le hiciera dos veces la misma pregunta en los pri­meros dos minutos de conocerse.

-Voy para los doce, señor -dijo Stephen.

-¿Y cuándo los cumplirás, pequeño? El doce de septiembre, ¿eh? Eso está bien; eso está muy bien. Dentro de un año, casi, ¿no? Me gusta... ¡je, je!... me gusta anotar estas cosas en mi libro. ¿Seguro que el doce? ¿Seguro?

-Sí; completamente seguro, señor.

-¡Bien, bien! Parkes, llévele a la habitación de la señora Bunch y que tome su té, cena o lo que sea.

-Sí, señor -contestó el circunspecto señor Parkes; y condujo a Stephen a las regiones inferiores.

La señora Bunch era la persona más amable y humana de cuantas Stephen había tenido ocasión de conocer hasta ahora en Aswarby. Le hizo sentirse com­pletamente a gusto; al cuarto de hora habían hecho ya gran amistad; amistad que siguieron conservando. La señora Bunch había nacido cerca de la residen­cia unos cincuenta años antes de la llegada de Stephen, y llevaba veinte viviendo en ella. Así que si alguien estaba al corriente de cuanto ocurría en la casa y en el contorno era ella; y no le desagradaba ni mucho menos hacerse eco de cualquier novedad.

Naturalmente, había multitud de cosas en la residencia y en sus jardines que Stephen, que era de inclinación aventurera y curiosa, estaba deseoso de que le explicasen. «¿Quién construyó el templo del final del paseo de laureles? ¿Quién es el anciano del cuadro de la escalera, sentado junto a una mesa con una cala­vera debajo de la mano?» Éstas y otras preguntas por el estilo le quedaron acla­radas gracias a la poderosa fuente de información que era la señora Bunch. Había otras, en cambio, cuya explicación encontró menos satisfactoria.

Un atardecer de noviembre, Stephen se hallaba sentado ante la chimenea del cuarto del ama de llaves pensando en todo lo que le rodeaba.

-¿Es bueno el señor Abney, e irá al cielo? -preguntó de repente, con esa confianza tan típica de los niños en la capacidad de los mayores para resolver estas cuestiones, cuya decisión se considera reservada a otros tribunales.

-¿Bueno? ¡Dios le bendiga! -dijo la señora Bunch-. ¡El señor es la persona más bondadosa que he conocido en mi vida! ¿No te he hablado nunca del niño que recogió, puede decirse que de la calle, hará siete años? ¿O de la niña, a los dos años de entrar yo a trabajar?

-No. ¡Ande, cuéntemelo, señora Bunch!... ¡Cuéntemelo ahora!

-Bueno -dijo la señora Bunch-; de la niña no me acuerdo muy bien. Sé que el señor la trajo un día al volver de su paseo, y dio orden a la señora Ellis, que era el ama de llaves entonces, de que la atendiese en todo. La pobre cria­tura no tenía a nadie (ella misma me lo dijo), y vivió aquí con nosotros como unas tres semanas. Después, sea porque tenía algo de sangre gitana o por lo que fuera, saltó de la cama una madrugada antes de que los demás hubiéramos abierto los ojos, y desde entonces no hemos vuelto a saber de ella. El señor movilizó a toda la comarca y mandó dragar todas las charcas; pero yo estoy convencida de que se fue con los gitanos. Porque la noche en que desapareció estuvieron cantando alrededor de la casa lo menos una hora; y Parkes asegura que les oyó dar voces toda esa tarde en el bosque. ¡Pobrecilla!, era una niña rarí­sima, y muy reservada; aunque yo me entendía con ella a las mil maravillas, porque era muy casera. Curioso, ¿verdad?

-¿Y qué pasó con el niño? -dijo Stephen.

-¡Ah, pobre chico! -suspiró la señora Bunch-. Era extranjero; se llamaba Jevanny, y apareció por el camino tocando su zanfoña un día de invierno. El señor le hizo entrar en seguida, le preguntó de dónde venía, cuántos años tenía, cómo había llegado, y dónde estaban sus parientes, todo con una amabi­lidad que no podía pedirse más. Pero pasó lo mismo. Me parece que esos extranjeros son gente ingobernable; y una madrugada cogió y se fue, igual que la niña. Estuvimos preguntándonos lo menos un año por qué lo haría, y qué haría; porque no se llevó la zanfoña, que aún sigue en ese anaquel.

Stephen se pasó el resto de la velada haciéndole preguntas a la señora Bunch y tratando de sacarle unas notas a la zanfoña.

Esa noche tuvo un sueño extraño. Al final del pasillo de arriba, donde estaba su dormitorio, había un cuarto de baño que no se utilizaba. Estaba cerrado con llave; pero la mitad superior de la puerta era de cristal, y dado que había desaparecido hacía tiempo la cortina de muselina que lo había ocultado del pasillo, podía verse desde fuera la bañera de plomo pegada a la pared de la derecha, de cara a la ventana. La noche a la que me refiero, Stephen Elliott se descubrió a sí mismo mirando a través del cristal de esa puerta. La luna entraba por la ventana, y Stephen observaba fijamente una figura que había en la bañera.

Su descripción de lo que vio me recuerda lo que vi una vez en la famosa cripta de la iglesia de St. Michan, en Dublín, que tiene la horrible propiedad de preservar los cadáveres de la descomposición durante siglos. Era una figura indeciblemente delgada y conmovedora, de un color ceniciento, envuelta en una prenda parecida a un sudario, con sus finos labios contraídos en una leve y horrible sonrisa, y las manos fuertemente apretadas en la región del corazón.

Y mientras la miraba, pareció brotar de ella un gemido lejano, casi inaudi­ble, y empezó a mover los brazos. El terror de la escena hizo retroceder a Stephen, y despertar al hecho de que, efectivamente, se hallaba de pie en el frío entarimado del corredor, a plena luz de la luna. Con un valor que no creo que sea corriente en los chicos de su edad, se acercó a la puerta del cuarto de baño a comprobar si estaba allí realmente la figura del sueño. No estaba; así que regresó a la cama.

A la señora Bunch le causó honda impresión, a la mañana siguiente, lo que le contó Stephen; al extremo de que volvió a poner una cortina en la puerta de cristal del cuarto de baño. El señor Abney, por su parte, al que contó también su experiencia en el desayuno, se mostró enormemente interesado, y tomó notas al respecto en lo que llamaba «su libro».

Se aproximaba el equinoccio de primavera, y el señor Abney se lo recordaba a menudo a su joven pariente, añadiendo que los antiguos lo consideraron siempre una época difícil para los jóvenes, que haría bien en cuidarse, cerrando la ventana durante la noche, y que Censorinus hacía estimables comentarios sobre el particular.

Dos incidentes ocurrieron por entonces que impresionaron a Stephen. El primero fue después de pasar una noche con sensación de opresión y desasosiego... aunque no consiguió recordar qué había soñado. Ya por la tarde, la señora Bunch estaba ocupada en coser el camisón de Stephen.

-¡Válgame Dios, señorito Stephen! -exclamó de repente con cierta irrita­ción-, ¿qué ha hecho para dejar el camisón como unos zorros? ¡Mire el trabajo que da a las pobres criadas que tienen que zurcir y remendar!

Efectivamente, la prenda tenía una serie de desgarrones de lo más deplorables cuyo zurcido requería una aguja hábil. Estaban todos en el lado izquierdo del pecho: unos surcos largos, paralelos, de unas seis pulgadas; algunos no llega­ban a rasgar el tejido. Stephen sólo pudo manifestar que ignoraba por com­pleto su origen; estaba seguro de el camisón no los tenía la noche anterior.

-Pero, señora Bunch -dijo-, son iguales que los arañazos que tiene por fuera la puerta de mi cuarto; y le aseguró que no los he hecho yo.

La señora Bunch le miró boquiabierta; acto seguido cogió una vela, salió apresuradamente de la habitación, y la oyó subir. Unos minutos después bajó.

-No sé, señorito Stephen -dijo-; es muy extraño cómo han podido apare­cer esos arañazos ahí: están demasiado altos para ser de un perro o de un gato, y menos aún de una rata. Parecen hechos por las uñas de un chino, como nos contaba un tío mío que estuvo en el negocio del té cuando éramos chicas. Yo que usted no le diría nada al señor; pero cierre la puerta con llave cuando se vaya a acostar.

-Siempre lo hago, señora Bunch, después de rezar.

-¡Ah, buen chico! No se olvide nunca de rezar, y no le ocurrirá nada malo.

Dicho esto la señora Bunch se aplicó en coser los desgarrones del camisón, quedándose pensativa de cuando en cuando, hasta que se hizo hora de acos­tarse. Esto ocurrió un viernes por la noche, en marzo de 1812.

Durante la velada siguiente, el dúo habitual formado por Stephen y la señora Bunch se vio aumentado con la llegada repentina del mayordomo, el señor Parkes, que por regla general no salía de sus dominios. No se dio cuenta de que estaba Stephen; además, entró más nervioso y menos circunspecto que de costumbre.

-Si el señor quiere vino por la noche que vaya él a buscarlo -fue su primer comentario-. O lo subo de día, o no lo subo, señora Bunch. No sé qué puede ser: lo más probable es que sean las ratas o el viento que se cuela en las bodegas; pero yo ya tengo muchos años, y ya no lo soporto como cuando era joven.

-Vaya, señor Parkes; sería muy raro que hubiera ratas en esta casa, y usted lo sabe.

-No lo voy a negar, señora Bunch; y aunque he oído contar muchas veces a los hombres del astillero lo de la rata que hablaba, jamás me lo he creído; pero esta noche, si llegó a pegar la oreja a la puerta de la cueva del fondo, seguro que me habría enterado de lo que decían.

-¡Vamos, señor Parkes, no consiento que diga esas fantasías! ¡Ratas hablando en la bodega! ¿Habráse visto?

-Bueno, señora Bunch, no quiero discutir con usted; lo único que digo es que si va a la cueva del fondo y pega la oreja a la puerta, puede comprobar ahora mismo lo que digo.

-¡Señor Parkes, está diciendo tonterías... que no está bien que oiga un niño! Va a asustar al señorito Stephen.

-¡Cómo! ¿El señorito Stephen? -dijo Parkes reparando en la presencia del niño-. El señorito Stephen, señora Bunch, comprende que le estoy gastando una broma.

La verdad es que el señorito Stephen comprendía demasiado para suponer que el señor Parkes quisiera gastar ninguna broma. Mostró interés -un interés no del todo grato- por el caso. Pero ninguna de sus preguntas consiguió sacarle al mayordomo más detalles sobre su experiencia en la bodega.

Llegamos ahora al 24 de marzo de 1812. Fue un día de experiencias singulares para Stephen; un día de viento y ruidos que llenaron la casa y el parque de un vago desasosiego. Estando en la valla del jardín contemplando el parque, sintió como si desfilara ante él un cortejo interminable de seres invisibles arrastrados por el viento,irresistiblemente, sin objeto, mientras pugnaban en vano por detenerse, por sujetarse a lo que fuera para poner fin a su vuelo y volver a entrar en contacto con el mundo de los vivos del que habían formado parte.

Ese día, después de comer, dijo el señor Abney:

-Stephen, muchacho, ¿te importaría venir esta noche a mi despacho, a eso de las once?; hasta esa hora estaré ocupado. Quiero enseñarte algo que tiene que ver con tu vida futura, y es de suma importancia que conozcas. No se lo digas a la señora Bunch ni a nadie de la casa; y es mejor que subas a tu habita­ción a la hora de siempre.

He aquí una nueva emoción que añadir a la vida. Stephen aprovechó con avidez la ocasión que se le brindaba de permanecer levantado hasta las once. Esa noche, al subir, se asomó a la puerta de la biblioteca y observó que el bra­sero que había visto a menudo en un rincón de la estancia estaba delante de la chimenea; sobre la mesa había una antigua copa plateada llena de vino tinto, y al lado unas hojas escritas. En el momento de pasar Stephen el señor Abney estaba cogiendo pellizcos de incienso de una cajita redonda y espolvoreándolo en el brasero; pero no oyó sus pasos.

El viento había cesado. La noche era tranquila y había luna llena. Hacia las diez, Stephen estaba de pie junto a la ventana abierta de su dormitorio con­templando el campo. Pese a la quietud general, aún no se habían acallado los misteriosos habitantes del bosque lejano bajo la luna. De cuando en cuando le llegaban del otro lado del estanque gritos extraños como de seres errantes, per­didos, desesperados. Quizá eran chillidos de lechuzas o gaviotas, aunque no sonaban exactamente igual que el graznido de estas aves. ¿No se estaban acer­cando? Unos momentos después provenían de la orilla más próxima. Y ahora parecían flotar en la zona de los arbustos. Cesaron a continuación. Pero justo cuando Stephen se disponía a cerrar la ventana y volver a su lectura de Robin­son Crusoe advirtió dos figuras detenidas en el paseo de grava que se extendía junto a la residencia: las figuras de un niño y una niña, parecían; estaban el uno al lado del otro y miraban hacia las ventanas. La de la niña le recordaba de manera irresistible a la de la bañera que había visto en sueños. El chico le inspi­raba un miedo más intenso.

Mientras la niña permanecía inmóvil, medio sonriendo, con las manos apretadas sobre el corazón, el chico, de figura delgadísima, cabello negro y ropa andrajosa, alzó los brazos como en un gesto de amenaza y hambre y ansia insaciable. La luna iluminó sus manos traslúcidas, y Stephen vio que tenía las uñas terriblemente largas y que las atravesaba la luz. Y al alzar los brazos reveló un detalle espantoso: en el costado izquierdo del pecho tenía abierto un negro., agujero. Y entonces le llegó a Stephen -más al cerebro que al oído- uno de esos gritos hambrientos y desolados que habían estado resonando en el bosque de Aswarby. Acto seguido la horrible pareja se desplazó veloz y silenciosa por la grava, y dejó de verla.

Aunque indeciblemente asustado, decidió coger una vela y bajar al despa­cho del señor Abney, porque casi era la hora a la que le había citado. El despa­cho o biblioteca daba a un lado del vestíbulo; y Stephen, acuciado por sus terrores, llegó en un abrir y cerrar de ojos. No le fue tan fácil entrar. La puerta no estaba cerrada con llave, desde luego, ya que la llave estaba puesta por fuera como de costumbre. Sus repetidas llamadas no obtuvieron respuesta. El señor Abney estaba ocupado: le oía hablar. ¿Qué ocurría? ¿Por qué trataba de gritar? ¿Y por qué se le ahogaba un grito en la garganta? ¿Había visto también a los misteriosos niños? Pero ahora quedó todo en silencio, y la puerta cedió al for­cejeo aterrado y frenético de Stephen.
Sobre la mesa de escritorio del señor Abney se descubrieron ciertos papeles que explicaron a Stephen Elliott lo ocurrido cuando tuvo edad suficiente para entenderlos. He aquí los pasajes más relevantes:
«Era creencia firme y general entre los antiguos (de cuyo saber en esta materia he tenido experiencias que me inducen a fiar en sus afirmaciones) que merced a determinados procesos que para nosotros los modernos tienen algo de bárbaros, el hombre puede alcanzar una muy notable expansión de las facultades espirituales; que, por ejemplo, absorbiendo la personalidad de cierto número de individuos, se puede lograr un total dominio sobre esos órdenes de seres espirituales que controlan las fuerzas elementales de nuestro universo.
»Hay constancia de que Simón el Mago podía desplazarse por el aire, hacerse invisible o adoptar las formas que quisiera en virtud del alma de un niño al que -para utilizar el término calumnioso que emplea el autor de Cle­mentine Recognitions- había "asesinado". Además, en los escritos de Hermes Trimegisto encuentro consignado con considerable detalle que pueden obte­nerse idénticos resultados absorbiendo los corazones de al menos tres seres humanos menores de veintiún años. A comprobar la veracidad de esta fórmula he dedicado la mayor parte de los últimos veinte años, escogiendo como ‘cor­pora vilia’ de mi experimento a sujetos a los que podía suprimir oportuna­mente sin que ocasionasen vacío alguno en la sociedad. La primera fase la llevé a efecto eliminando a una tal Phoebe Stanley, niña de extracción gitana, el 24 de marzo de1792. La segunda, mediante la supresión de un italiano vaga­bundo llamado Giovanni Paoli, la noche del 23 de marzo de1805. La "víctima final" (por emplear un término que repugna sobremanera a mi sensibilidad) va a ser mi primo Stephen Elliott. Su día será este24 de marzo de1812.
»La mejor manera de lograr la requerida absorción es extraer el corazón in vivo, reducirlo a cenizas, y mezclarlas con medio litro de vino tinto, preferen­temente oporto. Conviene guardar ocultos al menos los restos de los dos pri­meros sujetos; un cuarto de baño en desuso o una bodega sirven perfecta­mente a este propósito. Puede que el componente psíquico de los sujetos -que la terminología popular dignifica con el nombre de espectros- ocasione alguna molestia. Pero un hombre de talante filosófico -el único para el que es apropiado el experimento- concederá muy poca importancia a los débiles esfuerzos de esas naturalezas por descargar su venganza sobre él. Pienso con la más viva satisfacción en la existencia prolongada e independiente que el expe­rimento me conferirá si tiene éxito, no sólo poniéndome fuera del alcance de la pretendida justicia humana, sino eliminando prácticamente la perspectiva misma de la muerte».

El señor Abney fue encontrado en su silla, con la cabeza hacia atrás, el rostro contraído en una expresión de rabia, miedo y dolor insoportable. En el cos­tado izquierdo tenía abierta una herida terrible que le dejaba el corazón al des­cubierto. No tenía sangre en las manos, y el largo cuchillo que había sobre la mesa estaba intacto. Seguramente le infligió esa herida un gato montés: la ven­tana del despacho estaba abierta, y el dictamen del forense fue que el señor Abney había muerto víctima de alguna alimaña. Pero la lectura de los papeles que acabo de citar llevaron a Stephen Elliott a muy otra conclusión.

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miércoles, 20 de mayo de 2009

La Monja Sangrienta, de Charles Nodier


Charles Nodier fue un escritor y bibliotecario francés que vivió a caballo entre el siglo XVII y XVIII, que dejó escrita una larga colección de relatos cortos especialmente fantásticos y de Terror, y que aunque no sea demasiado conocido en España ha influído en muchos autores posteriores de lo oscuro, como el propio Lovecraft

La obra de Charles Nodier que es principalmente narrativa y sobrenatural, relatos de vampiros, demonios, brujas, aparecidos: El vampiro Arnold-Paul, El espectro de Olivier, Las aventuras de Thibaud de la Jacquière, El tesoro del diablo, El aparecido rojo...

O ésta que os traigo hoy, un aterrador cuento de fantasmas:


La monja sangrienta.
Un aparecido frecuentaba el castillo de Lindemberg, de manera que lo hacía inhabitable. Apaciguado después por un santo hombre, se limitó a ocupar sólo una habitación, que estaba siempre cerrada. Pero cada cinco años, el cinco de mayo, a una hora exacta de la mañana, el fantasma salía de su asilo.

Era una religiosa cubierta con un velo y vestida con un hábito manchado de sangre. En una mano sostenía un puñal, y en la otra una lámpara encendida. Descendía así la escalera principal, atravesaba los patios, salía por la puerta principal, que se preocupaban de dejar abierta, y desaparecía.

La llegada de esta fecha misteriosa estaba próxima, cuando el enamorado Raymond recibió la orden de renunciar a la mano de la joven Agnès, a quien amaba locamente. Raymond le pidió una cita, la obtuvo, y le propuso un rapto. Agnès conocía de sobra la pureza del corazón de su amante para vacilar en seguirle:

—Dentro de cinco días —le dijo ella— la monja sangrienta debe dar su paseo. Abrirán las puertas y nadie se atreverá a interponerse en su camino. Yo sabré procurarme vestidos apropiados y salir sin ser reconocida. Estad preparado a cierta distancia... —Alguien entró en ese momento y les obligó a separarse.

El cinco de mayo, a medianoche, Raymond se encontraba a las puertas del castillo. Un coche y dos caballos le esperaban en una cueva cercana. Las luces se apagan, cesa el ruido, suena el reloj; el portero, siguiendo la antigua costumbre, abre la puerta principal. Una luz aparece en la torre del este, recorre una parte del castillo, desciende... Raymond divisa a Agnès, reconoce el vestido, la lámpara, la sangre y el puñal. Se acerca; ella se arroja en sus brazos. La lleva casi desvanecida en el coche; parte con ella, al galope de los caballos.

Agnès no decía ni una palabra.

Los caballos corrían hasta perder el aliento; dos postillones que trataron vanamente de retenerlos fueron derribados. En ese momento, una tormenta espantosa se levanta, los vientos soplan desencadenados; el trueno ruge en medio de miles de relámpagos; el coche desbocado se rompe... Raymond cae sin sentido.

A la mañana siguiente se ve rodeado de campesinos que le llaman a la vida. Él les habla de Agnès, del coche, de la tormenta. Nada han visto, nada saben, y está a más de diez leguas del castillo de Lindemberg. Le llevan a Ratisbonne; un médico cura sus heridas y le recomienda reposo. El joven amante ordena mil búsquedas inútiles y hace cien preguntas a las que nadie puede responder. Todos creen que ha perdido la razón.

Sin embargo, el día va pasando; el cansancio y el agotamiento le procuran el sueño. Dormía bastante apaciblemente, cuando el reloj de un convento cercano le despierta, al dar la hora. Un secreto horror se apodera de él, se le erizan los cabellos, se le hiela la sangre. La puerta se abre con violencia; bajo el resplandor de una lámpara que está sobre la chimenea, ve avanzar a alguien: es la monja sangrienta. El espectro se acerca, le mira fijamente y se sienta en la cama durante toda una hora. El reloj da las dos. El fantasma entonces se levanta, coge la mano de Raymond con sus dedos helados y le dice:

—Raymond, yo soy tuya; y tú eres mío para toda la vida —salió enseguida, y la puerta se cerró tras ella.

Una vez libre, grita, llama; se persuaden cada vez más de que no está en su sano juicio; su mal aumenta y los auxilios de la medicina son vanos.

La noche siguiente, la monja volvió, y sus visitas se repitieron durante varias semanas. El espectro, sólo visible para él, no era percibido por ninguno de los que hacía acostar en su habitación.

Entretanto, Raymond averiguó que Agnès había salido demasiado tarde y le había buscado inútilmente por los alrededores del castillo; de donde concluyó que a quien había raptado era a la monja sangrienta. Los padres de Agnès, que no aprobaban su amor, aprovecharon la impresión que produjo esta aventura en su espíritu para determinarla a que tomase los hábitos.

Finalmente, Raymond fue liberado de su espantosa compañía. Llevaron a su presencia a un personaje misterioso que pasaba por Ratisbonne; le introdujeron en la habitación a la hora en que debía aparecer la monja sangrienta. Ésta tembló al verle y, tras una orden de aquél, explicó el motivo de sus inoportunas apariciones: religiosa española, había abandonado el convento para vivir en el desorden con el señor del castillo de Lindemberg; infiel a su amante, al igual que a su Dios, le había apuñalado; asesinada ella misma por su cómplice, con el que quería casarse, su cuerpo había permanecido sin sepultura y su alma sin asilo erraba desde hacía un siglo. Pedía un poco de tierra para su cuerpo y oraciones para su alma. Raymond se las prometió y no la volvió a ver.

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jueves, 14 de mayo de 2009

Hollywood ha pensado: Jekyll y Hyde está de moda


Siguiendo la curiosa tendencia de algunos productores de Hollywood de repetirse y hasta de pisarse proyectos los unos a los otros, en esta misma semana se han conocido las puestas en marcha de dos películas iguales pero distintas, dos adaptaciones de la novela de R.L. Stevenson El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde que empezaran a rodarse y que llegaran a las pantallas de manera casi simultánea.

La primera estará protagonizada por Keanu Reeves y su título será 'Jekyll', a secas. En ella el antiguo filón del cine de acción, ahora bastante venido a menos, encarnará a los dos papeles antagonistas, pero todavía se sabe bien poco del guión o del argumento, si será una adptación fiel a la novela o si situará la acción en un tiempo más contemporáneo.


De ello se está encargando Justin Haythe, guionista de Revolutionary Road, mientras el estudio esta negociando con Nicolas Winding Refn para que la dirija.


Como todos conocemos, El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, publicada en 1886, narra el caso de un científico que descubre una poción que le permite desdoblar su personalidad, desarrollando un personaje que es lo opuesto a él, el lado más malvado de su naturaleza.

Lo cierto es que aunque el mito de Jekyll y Hyde está manido y sobado por la industria palomitera hasta desvirtuar por completo el espíritu de la novela, son muy pocas las adaptaciones 'reales' que se han hecho de ella. Porque películas basadas en la obra de Stevenson hay miles, pero verdaderas adaptaciones... muy pocas.

Y ver al bueno de Keanu implicado en semejante proyecto no parece garantía de que ésta lo sea.

Sin embargo el golazo lo marca la segunda adaptación de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde anunciada esta semana. Se llamará Jekyll y Hyde y la mezcla no puede ser más explosiva: a los mandos nada menos que Abel Ferrara, como Jekyll Forest Whitaker y 50 cent como Mr. Hyde. Toma del frasco.


Esta versión sí que parece que intentará reactualizar el mito y estará localizada en nuestros días.

La verdad es que uno ya no sabe qué esperar de las mentes pensantes de Hollywood. Cuando algo se les mete en la cabeza es que no hay quien les pare. Porque para colmo se sabe desde hace tiempo que Universal prepara una versión más oscura del personaje, puesta en manos de Guillermo del Toro, que sí estará basada en la novela, lindando el Terror Gótico y que es la única que me interesa ver.

En todo caso, nunca está mal que las productoras inviertan en cine de género y además basado en obras cumbre de la literatura fantástica. Así, si las pelis salen bodrios patateros, por lo menos queda la posibilidad de que animen a la gente a buscar su fuente, y leerla.

Desde luego mucho mejor que cualquier intento de adaptación.

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viernes, 1 de mayo de 2009

Noticias sobre la adaptación de 'La Torre Oscura’, de Stephen King


'El hombre de negro huía a través del desierto y el pistolero iba en pos de él'

He de confesar que aunque no soy un gran fan del ciclo de novelas de Stephen King sobre 'La Torre Oscura', leer que J.J. Abrams pestá preparando su adaptación a la gran pantalla me ha despertado de golpe.

Las aventuras de Roland, el pistolero, constituyen todo un universo de fantasía épica compuesto por siete volúmenes de los que, quitando el primero, ninguno deja de pesar lo que un saco de papas.


Muy al estilo de Stephen King, un torrente personajes, de lugares y de subtramas se entremezclan en un mundo irreal, una especie de realidad paralela que se parece a la nuestra pero que desde luego no lo es. Lo que no termina de engancharme es que King abandona su estilo característico, cercano y preciso, para transfigurarse en un literato agostado y empezar a escribir como un gilipollas pedante, lleno de adjetivos, descripciones y metáforas confusas. He leído el primero y ya veré qué hago con los demás.

En La Torre Oscura Roland de Gilead es el pistolero solitario que persigue al misterioso hombre negro a través de siete novelas y de los treinta y tres años que al señor King le ha costado terminar éste que según él es el sueño que tenía desde la infancia: escribir una gigantesca saga épica que entremezcle El Señor de Los Anillos con la profunda cultura americana.

J.J. Abrams es el productor y la mente responsable de la magnífica serie Perdidos, de la que Stephen King siempre se ha reconocido un gran admirador. Por eso sin duda no le fue difícil que el escritor, curado de espanto ante los destrozos que suelen hacer con sus obras a la hora de adaptarlas al cine, le vendiera los derechos.


Los conversaciones para ver a este Frodo del Oeste en pantalla están bastante avanzadas, pero el propio Abrams nos advierte que será imposible ponerse manos a la obra hasta que termine de rodar las últimas temporadasde Perdidos:

Damon Lindelof y yo ya hemos hablado con King, tenemos los derechos para hacerla, aunque hasta ahora Damon ha estado inmerso en ‘Perdidos’ y hemos estado trabajando juntos en ‘Star Trek’. Eso sí, en cuanto termine ‘Perdidos’ en Mayo del año que viene, comenzaremos con ‘La Torre Oscura’

Vamos, que tendremos que esperar un poco. Ahora bien, a ver quién se atreve a comprometerse y planificar siete películas con la que está cayendo. Veremos, veremos.

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