Terror de Antaño.
Cuando amanece llega el miedo. Las bestias duermen durante la noche.
Mi nombre es Nanuk, pertenezco al clan de las Tierras Altas, pero no sé cuánto más conseguiré sobrevivir. Mi clan y yo solíamos vivir en las montañas, habitábamos juntos, no menos de cincuenta entre hombres y mujeres, establecidos en un complejo de cuevas, algunas naturales y otras que nosotros mismos excavamos en la roca con nuestras propias manos y las pocas herramientas que podíamos fabricar con palos, huesos y piedras.
Durante generaciones vivimos con cierta calma, sin faltarnos alimento y protegidos de los vientos y el frío de las estaciones más duras. Allí teníamos suficientes frutas, vegetales y animales a los que cazar además de los que hemos aprendido a domesticar. Los ríos nos daban pescado, y las lluvias la suficiente agua para sobrevivir a salvo del hambre, la sed y las enfermedades.
Pero todo cambió con la llegada del último invierno. Después del terrible temblor el cielo se oscureció y quedó instalada esta pesada masa gris de nubes oscuras que nos impide ver el Sol, que nos quita el calor, que trae consigo la desgracia. Los ancianos dijeron que era cosa de los dioses, que Gaia, la Madre Tierra, se había enojado con nosotros, sin duda por no ser merecedores de seguir recibiendo sus favores. Todos se pusieron muy nerviosos, sacrificamos bueyes en la piedra ritual, intentando honrar a Gaia, las mujeres danzaron con las pinturas ancestrales y muchos de nosotros emprendimos el peligroso viaje a la cima del Gran Monte, todo con la intención de agradar a la Diosa. Pero nada. La nube gris siguió instalada sobre nosotros y así ha continuado cada día.
Las temperaturas descendieron como nunca antes, los más ancianos no recordaban estaciones tan frías, las frutas y los vegetales se congelaron, los ríos bajaban arrastrando bancadas de peces muertos de frío y los animales terrestres, que no encontraban qué comer, abandonaron estas tierras. No teníamos comida, pero sí mucho frío. Esta nueva estación que no termina trajo consigo vientos terribles, temperaturas que no sabíamos soportar, pues las pieles conque nos abrigamos ya no eran suficientes. Nuestras cuevas dejaron de protegernos, nuestras tierras se volvieron inhabitables.
Una noche el Gran Anciano nos reunió a todos entorno a la piedra ritual, donde el afanoso fuego de la hoguera luchaba por combatir al granizo. Llegamos junto a él tiritando, algunos tan enfermos que sabíamos que no llegarían a completar el viaje que el Gran Anciano iba a proponernos. Nos dijo que había estado observando a los animales terrestres, viendo cómo emigraban hacia el sur en busca de prados más verdes con temperaturas más amables, y tras consultarlo con la Diosa tenía una solución que presentarnos. Nos convenció de abandonar nuestra montaña, el hogar de nuestro pueblo desde tan antiguo como llega la memoria, y de que siguiésemos a los animales terrestres hacia los valles del sur.
Han pasado doce lunas desde que emprendimos aquel viaje. Y de los cuarenta y siete que partimos, sólo quedamos trece. No encontramos valles verdes al sur de nuestra montaña, o bien el Gran Jefe, o si no los Sabios del clan o quizá la Gran Diosa Gaia, la Madre Tierra, alguien debió estar equivocado, pero ya nos da igual. Viajamos hacia al sur durante muchas estaciones, combatiendo el hambre y el frío y viendo morir uno a uno a nuestros enfermos y a otros muchos que eran pasto de fieras terrestres que hasta entonces no conocíamos, pero jamás encontramos los prados fértiles y las temperaturas amables que nos habían anunciado.
No. En todas partes hace el mismo frío que en nuestra montaña, la nube gris sigue encima de nosotros y no hay mucha más comida. Aquí lo que hay son bestias.
Hemos llegado a un lugar que el Gran Anciano, antes de morir devorado por una de esas fieras que llaman Diente de Sable, nos presentó como Selva. Hay árboles altos que nos rodean, matorrales del tamaño de un hombre y grandes lagunas sembradas de arbustos y trampas de arena. Los animales que encontramos aquí no son fáciles de cazar, más bien nosotros somos sus presas. Tenemos armas, algunas que aprendimos a hacer con filos de piedra y hueso, pero casi nunca son suficientes. Y aquí abajo no hay cuevas. Debemos vivir en chozas que malamente sabemos construir con ramas, algunos troncos y barro seco y que intentamos proteger del frío con pieles, pero que demasiado a menudo el viento y las lluvias torrenciales propias de esta región se encargan de tirarnos abajo. Aquí tenemos miedo, aquí cada vez somos menos.
Lo peor es cuando amanece. Durante el día lo único que podemos hacer es escondernos. Al llegar la mañana intentamos reparar los daños que las chozas hayan sufrido por la noche, siempre unidos, trabajamos en silencio mientras algunos de nosotros hacen guardia por si llegaran las fieras. A veces nuestra única esperanza es oírlas llegar, porque los matorrales son tan altos que lo normal es que las veamos aparecer cuando ya están encima de nosotros. Los dientes de sable se llevan uno o dos cada vez que atacan, aunque a veces conseguimos ahuyentarlos si los vemos a tiempo. Pero las otras fieras, esas tan grandes que los ancianos llamaban Mamuts, entran en nuestro poblado con una fuerza terrible y lo destrozan todo. Chozas, personas, les da lo mismo.
Todavía no hemos aprendido a combatir ni a unos ni a otros, por eso nuestra única oportunidad es oír sus pisadas y escondernos, casi siempre subiéndonos a los árboles. Esa es la razón por la que aquellos más débiles, los menos ágiles o los enfermos, han ido cayendo en el poco tiempo que llevamos aquí.
Por la noche intentamos salir de caza. Las bestias duermen y si somos sigilosos podemos acercarnos a animales terrestres más pequeños y conseguir comida con la que volver a casa. Hace algunas estaciones, mucho antes de emprender nuestro camino. Recibimos en nuestras cuevas la visita inesperada de una tribu nómada del este. Nos enseñaron cosas que nosotros desconocíamos. Aprendimos a mejorar nuestras armas con nuevos materiales más cortantes de mayor dureza que las piedras que solíamos utilizar. Lo llaman hierro, pero no es fácil de encontrar en nuestra tierra. También nos enseñaron a utilizar de diferentes maneras el fuego. Hasta entonces sólo lo utilizábamos para calentarnos, pero ahora sabemos cocinar la carne e incluso transportarlo haciendo arder un trozo de piel de buey atado al extremo de un hueso. Gracias a eso podemos buscar nuestras presas de noche. Así las cazamos.
Ese fue nuestro primer error. Acostumbrados a cazar de día, los hombres marchábamos por la mañana en busca de antílopes o jabalíes y dejábamos desprotegidas las chozas. Cuando regresábamos, encontrábamos el campamento arrasado por las grandes pisadas de los mamuts o por la fiereza de los dientes de sable, sus huellas demostraban el cruento ataque y nos llevaban hasta los restos a medio devorar de nuestros familiares y compañeros. Perdimos demasiados de esa manera y ahora, aunque hemos aprendido y cambiado nuestros hábitos, el miedo se apodera de hasta el más bravo de nosotros al llegar cada mañana. Amanece. Y cuando amanece y resucitan las fieras.
Nunca sabemos cuándo será el siguiente ataque. Quedamos trece, los últimos de nuestro clan y a la vez los más fuertes, los que han demostrado mayor capacidad de supervivencia. Entre nosotros no hay mujeres, así que sabemos que nuestro clan no sobrevivirá a nuestra muerte, y hace tiempo que perdimos la esperanza de encontrar otra tribu en estos horribles valles, a los que llegamos en busca de salvación y que se han convertido en nuestra tumba. Estamos a merced del capricho del frío, del hambre y de las fieras implacables. Estamos enfermos, cansados y desesperados. Sólo rezamos a Gaia para que el frío remita, o si no para que las heladas que nos echaron de nuestro hogar en la montaña se ceben con esta selva y terminen de una vez con todas las fieras, aunque muramos nosotros con ellas. Rezamos porque la desaparición de nuestro clan no caiga en el olvido.
Amanece y oímos pasos desde algún lugar que la maleza no nos permite distinguir. Amanece y empuñamos una vez más las armas. Madre Tierra protégenos de las fieras.
Mi nombre es Nanuk, pertenezco al clan de las Tierras Altas, pero no sé cuánto más conseguiré sobrevivir. Mi clan y yo solíamos vivir en las montañas, habitábamos juntos, no menos de cincuenta entre hombres y mujeres, establecidos en un complejo de cuevas, algunas naturales y otras que nosotros mismos excavamos en la roca con nuestras propias manos y las pocas herramientas que podíamos fabricar con palos, huesos y piedras.
Durante generaciones vivimos con cierta calma, sin faltarnos alimento y protegidos de los vientos y el frío de las estaciones más duras. Allí teníamos suficientes frutas, vegetales y animales a los que cazar además de los que hemos aprendido a domesticar. Los ríos nos daban pescado, y las lluvias la suficiente agua para sobrevivir a salvo del hambre, la sed y las enfermedades.
Pero todo cambió con la llegada del último invierno. Después del terrible temblor el cielo se oscureció y quedó instalada esta pesada masa gris de nubes oscuras que nos impide ver el Sol, que nos quita el calor, que trae consigo la desgracia. Los ancianos dijeron que era cosa de los dioses, que Gaia, la Madre Tierra, se había enojado con nosotros, sin duda por no ser merecedores de seguir recibiendo sus favores. Todos se pusieron muy nerviosos, sacrificamos bueyes en la piedra ritual, intentando honrar a Gaia, las mujeres danzaron con las pinturas ancestrales y muchos de nosotros emprendimos el peligroso viaje a la cima del Gran Monte, todo con la intención de agradar a la Diosa. Pero nada. La nube gris siguió instalada sobre nosotros y así ha continuado cada día.
Las temperaturas descendieron como nunca antes, los más ancianos no recordaban estaciones tan frías, las frutas y los vegetales se congelaron, los ríos bajaban arrastrando bancadas de peces muertos de frío y los animales terrestres, que no encontraban qué comer, abandonaron estas tierras. No teníamos comida, pero sí mucho frío. Esta nueva estación que no termina trajo consigo vientos terribles, temperaturas que no sabíamos soportar, pues las pieles conque nos abrigamos ya no eran suficientes. Nuestras cuevas dejaron de protegernos, nuestras tierras se volvieron inhabitables.
Una noche el Gran Anciano nos reunió a todos entorno a la piedra ritual, donde el afanoso fuego de la hoguera luchaba por combatir al granizo. Llegamos junto a él tiritando, algunos tan enfermos que sabíamos que no llegarían a completar el viaje que el Gran Anciano iba a proponernos. Nos dijo que había estado observando a los animales terrestres, viendo cómo emigraban hacia el sur en busca de prados más verdes con temperaturas más amables, y tras consultarlo con la Diosa tenía una solución que presentarnos. Nos convenció de abandonar nuestra montaña, el hogar de nuestro pueblo desde tan antiguo como llega la memoria, y de que siguiésemos a los animales terrestres hacia los valles del sur.
Han pasado doce lunas desde que emprendimos aquel viaje. Y de los cuarenta y siete que partimos, sólo quedamos trece. No encontramos valles verdes al sur de nuestra montaña, o bien el Gran Jefe, o si no los Sabios del clan o quizá la Gran Diosa Gaia, la Madre Tierra, alguien debió estar equivocado, pero ya nos da igual. Viajamos hacia al sur durante muchas estaciones, combatiendo el hambre y el frío y viendo morir uno a uno a nuestros enfermos y a otros muchos que eran pasto de fieras terrestres que hasta entonces no conocíamos, pero jamás encontramos los prados fértiles y las temperaturas amables que nos habían anunciado.
No. En todas partes hace el mismo frío que en nuestra montaña, la nube gris sigue encima de nosotros y no hay mucha más comida. Aquí lo que hay son bestias.
Hemos llegado a un lugar que el Gran Anciano, antes de morir devorado por una de esas fieras que llaman Diente de Sable, nos presentó como Selva. Hay árboles altos que nos rodean, matorrales del tamaño de un hombre y grandes lagunas sembradas de arbustos y trampas de arena. Los animales que encontramos aquí no son fáciles de cazar, más bien nosotros somos sus presas. Tenemos armas, algunas que aprendimos a hacer con filos de piedra y hueso, pero casi nunca son suficientes. Y aquí abajo no hay cuevas. Debemos vivir en chozas que malamente sabemos construir con ramas, algunos troncos y barro seco y que intentamos proteger del frío con pieles, pero que demasiado a menudo el viento y las lluvias torrenciales propias de esta región se encargan de tirarnos abajo. Aquí tenemos miedo, aquí cada vez somos menos.
Lo peor es cuando amanece. Durante el día lo único que podemos hacer es escondernos. Al llegar la mañana intentamos reparar los daños que las chozas hayan sufrido por la noche, siempre unidos, trabajamos en silencio mientras algunos de nosotros hacen guardia por si llegaran las fieras. A veces nuestra única esperanza es oírlas llegar, porque los matorrales son tan altos que lo normal es que las veamos aparecer cuando ya están encima de nosotros. Los dientes de sable se llevan uno o dos cada vez que atacan, aunque a veces conseguimos ahuyentarlos si los vemos a tiempo. Pero las otras fieras, esas tan grandes que los ancianos llamaban Mamuts, entran en nuestro poblado con una fuerza terrible y lo destrozan todo. Chozas, personas, les da lo mismo.
Todavía no hemos aprendido a combatir ni a unos ni a otros, por eso nuestra única oportunidad es oír sus pisadas y escondernos, casi siempre subiéndonos a los árboles. Esa es la razón por la que aquellos más débiles, los menos ágiles o los enfermos, han ido cayendo en el poco tiempo que llevamos aquí.
Por la noche intentamos salir de caza. Las bestias duermen y si somos sigilosos podemos acercarnos a animales terrestres más pequeños y conseguir comida con la que volver a casa. Hace algunas estaciones, mucho antes de emprender nuestro camino. Recibimos en nuestras cuevas la visita inesperada de una tribu nómada del este. Nos enseñaron cosas que nosotros desconocíamos. Aprendimos a mejorar nuestras armas con nuevos materiales más cortantes de mayor dureza que las piedras que solíamos utilizar. Lo llaman hierro, pero no es fácil de encontrar en nuestra tierra. También nos enseñaron a utilizar de diferentes maneras el fuego. Hasta entonces sólo lo utilizábamos para calentarnos, pero ahora sabemos cocinar la carne e incluso transportarlo haciendo arder un trozo de piel de buey atado al extremo de un hueso. Gracias a eso podemos buscar nuestras presas de noche. Así las cazamos.
Ese fue nuestro primer error. Acostumbrados a cazar de día, los hombres marchábamos por la mañana en busca de antílopes o jabalíes y dejábamos desprotegidas las chozas. Cuando regresábamos, encontrábamos el campamento arrasado por las grandes pisadas de los mamuts o por la fiereza de los dientes de sable, sus huellas demostraban el cruento ataque y nos llevaban hasta los restos a medio devorar de nuestros familiares y compañeros. Perdimos demasiados de esa manera y ahora, aunque hemos aprendido y cambiado nuestros hábitos, el miedo se apodera de hasta el más bravo de nosotros al llegar cada mañana. Amanece. Y cuando amanece y resucitan las fieras.
Nunca sabemos cuándo será el siguiente ataque. Quedamos trece, los últimos de nuestro clan y a la vez los más fuertes, los que han demostrado mayor capacidad de supervivencia. Entre nosotros no hay mujeres, así que sabemos que nuestro clan no sobrevivirá a nuestra muerte, y hace tiempo que perdimos la esperanza de encontrar otra tribu en estos horribles valles, a los que llegamos en busca de salvación y que se han convertido en nuestra tumba. Estamos a merced del capricho del frío, del hambre y de las fieras implacables. Estamos enfermos, cansados y desesperados. Sólo rezamos a Gaia para que el frío remita, o si no para que las heladas que nos echaron de nuestro hogar en la montaña se ceben con esta selva y terminen de una vez con todas las fieras, aunque muramos nosotros con ellas. Rezamos porque la desaparición de nuestro clan no caiga en el olvido.
Amanece y oímos pasos desde algún lugar que la maleza no nos permite distinguir. Amanece y empuñamos una vez más las armas. Madre Tierra protégenos de las fieras.
Publicado el 22-jul-08 en
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