La lluvia, el mar, la bala.
El cañón de la pistola estaba cálido y sabía a metal. Lo acarició con los dientes antes de que su lengua lo notara y se estremeciera por la sensación amarga y acre. El olor de la pólvora le picó la nariz desde el interior del tubo de acero así que se contuvo para no estornudar. Estaba llorando, pero su dedo no dudó a la hora de abrazar el gatillo.
Diecisiete horas antes estaba teniendo una tarde de perros, y la maldita lluvia lo empeoraba todo. Víctor se aflojó de un tirón el nudo de la corbata y, una vez Estefi se hubo acomodado a su lado, salió al tráfico pasado por agua musitando una maldición. Sólo tenía ganas de llegar a casa, arrancarse de cuajo ese traje y tirarse en el sofá a ver cualquier mierda en la tele. Necesitaba una copa, una copa y un bocadillo grasiento para digerir ese día.
Había tenido una bronca en la oficina, otra más. Números, balances, objetivos y resultados. Si él no les daba problemas no entendía por qué tenían que dárselos ellos. Encima el niñato cabrón que acaban de nombrar subdirector, su jefe. ¿Qué demonios se creía?
La carretera que serpenteaba desde el colegio de Estefi hasta la zona residencial en que vivían se internaba por un terreno boscoso y perfilaba la costa en su ascensión por la ladera. A menudo era un paraje de ensoñación y vistas preciosas pero esa tarde la lluvia lo había convertido en un páramo oscuro, tupido y fantasmal. Llovía de tal manera que la cortina de agua conformaba un muro de negrura que impedía ver más allá de la luz de los faros, mientras el repiqueteo de las gotas sobre la carrocería y los cristales semejaba un tropel de caballos que fuera a pisotear el coche.
Así que Víctor estaba conduciendo casi a ciegas, mascullando su prisa por salir de aquella catarata de lluvia y barro y llegar de una maldita vez a casa. No conseguía comprender cómo Estefi había podido dormirse. La miró un instante, tendida contra la ventanilla, todavía con las mallas rosas y las zapatillas de ballet de su última clase. Su pequeña princesa, pronto cumpliría los nueve.
De pronto las luces rojas del coche que le precedía le sacaron de sus recuerdos al reflejarse por todo el parabrisas como brillos de neón multiplicados por la lluvia. El camión que tenía delante no iba lento, iba lentísimo, una enorme furgoneta gris que ocupaba todo el carril. La maldita lluvia y la estrecha carretera impedían adelantarle. Víctor maldijo su suerte y apretó el claxon dos veces pero su único resultado fue un quejido apagado entre sueños de su hija. Asomó el coche apenas un poco hacia el carril contrario y comprobó que ningún otro vehículo frenaba el paso de la furgoneta, sólo la mala leche de su conductor y sus ganas de tocar las narices. Se repitió a sí mismo que la carretera oscura, aún más confusa por la lluvia y retorcida por las curvas no era propicia para los adelantamientos.
El coche de Víctor zigzagueaba tras la estela acuosa del camión tan nervioso como su conductor, histérico con los nudillos blancos agarrotados en el volante. Necesitaba llegar a casa, ¡lo necesitaba! Bajó la ventanilla y aún a riesgo de empaparse le gritó al furgón que se apartara, pero apenas le llegó el rumor de una emisora antigua y agostada sintonizada demasiado alta.
En un arranque de estúpida valentía Victor pegó un volantazo y rebasó al camión entre un estruendo de claxon e insultos por la ventana, miró hacia atrás enseñándole un dedo y de regreso a su carril lo dejó atrás deslizándose por la carretera empapada hasta perder sus faros de vista.
El camino provincial continuó su ascensión dibujando la línea de acantilados que esa tarde, noche cerrada ya, quedaba oculta por la tormenta. Víctor todavía gruñía recordando la silueta fornida y obtusa del conductor del camión, aunque más que eso se acordaba de sus antepasados. Subió el volumen de la radio y trató de recuperar la calma con la perspectiva de una inminente cerveza fría y un buen baño para Estefi. La volvió a mirar y no pudo evitar el recuerdo de su esposa. La niña era la viva imagen de su madre. A Víctor se le encharcaron los ojos tanto o más que aquel cristal en el que de repente volvieron a fijarse unos faros gigantescos.
No le cupo duda de que se trataba del mismo camión, a pesar de la oscuridad en que lo sumía la lluvia. Era el mismo camión pero corría cuatro veces más, vadeaba las curvas como un bólido de fórmula uno, despejando el agua de los charcos igual que haría una lancha fueraborda y se acercaba a su coche como si quisiera aplastarlo, pasarlo por encima. La bocina de la enorme furgoneta tronó dos veces espantando los bramidos de la tormenta, los faros parpadearon antes de volver a llenar de luz el espejo retrovisor de Víctor, que luchaba con toda su pericia por acelerar sin perder el control en aquella vereda traicionera.
El camión se le pegó detrás y le apremiaba a ir más deprisa, cada vez más deprisa.
La noche disfrazaba las curvas y la cortina de lluvia escondía los perfiles de la carretera, Víctor comprobó con alivio que Estefi se había abrochado el cinturón antes de quedarse dormida y volvió a fijar la mirada en los haces de luz que sus faros a duras penas dibujaban en el asfalto. La camioneta les pisaba los talones y no parecía tener intención de adelantar, sino que seguía acelerando, rozando su parachoques trasero a punto de golpearles. Y tras girar un recodo cerrado en el que Víctor se vio obligado a frenar para no salirse de la curva el gigantesco camión embistió contra su maletero proyectando el coche hacia delante.
El modesto utilitario de Víctor parecía de juguete al lado de la furgoneta. Ésta lo empujó por segunda vez, y pocos metros después una tercera, Víctor estaba tan aterrado que no era capaz de reaccionar. Le costaba horrores recuperar el control del vehículo después de cada embestida y aunque consiguiera alejarse, el pánico ante la falta de referencias en la carretera le impedía coger distancia y era alcanzado al instante. Tenía ganas de llorar y de chillar al mismo tiempo, Estefi empezó a chillar histérica, buscando cualquier asidero donde agarrarse. El pánico se apoderó de padre e hija mientras un golpe tras otro sus cuerpos se sacudían violentamente contra el parabrisas. Víctor hubiera querido bajar la ventanilla, asomarse e increpar a ese hijo de puta, quería gritarle que dejara de jugar con la vida de su hija, quería encontrar un desvío, quería dejar de sudar, quería volver a gobernar su propio coche, que tras otra embestida dejó de sentir el asfalto bajo sus ruedas.
Un centenar de ramas y hojas arañaron la lluvia del parabrisas de Víctor y golpearon la carrocería como un pasillo de dedos inertes. Conductor y copiloto zozobraron en sus asientos apenas sujetos por el cinturón de seguridad mientras ventanas, salpicadero y techo parecían echárseles encima. Estefi agarró el brazo de su padre con la expresión desencajada, incapaz de gritar de puro miedo. El coche atravesó la barrera boscosa del borde del acantilado y de repente fue como si quedara suspendido en el aire. Un horror interminable de caída hasta el lecho de rocas y mar les miraba desde abajo mientras los neumáticos seguían girando, estúpidos, en desesperada búsqueda de sustento.
El golpe contra las olas fue terrible. El velo negro que era el mar se les echó encima con tal fuerza que sacudió los cristales y agrietó el parabrisas, ambas cabezas rozaron el salpicadero, retenidas en el último momento por el jalón abrasador del cinturón de seguridad que las rebotó en el respaldo.
El agua venció la resistencia del parabrisas y empezó a invadir el habitáculo del coche tan deprisa como si el mar se vaciara sobre ellos. Estefi no sabía cómo dejar de gritar mientras su padre luchaba por deshacerse del cinturón de seguridad y liberarla a ella del suyo. La radio se apagó, fundida, las luces del salpicadero también, los sistemas eléctricos que controlaban las ventanillas delanteras fallaron y entre el miedo y el aturdimiento Víctor no era capaz de hallar fuerzas para abrir la puerta.
Se estaban quedando sin aire, con el nivel del agua subiendo cada vez más cerca de sus cabezas y el coche descendiendo deprisa hacia el fondo del acantilado. Víctor rogó a su hija que dejara de gritar, iban a necesitar todo el aire de sus pulmones para nadar hacia arriba… si salían del coche.
Pero las puertas no se abrían y las ventanillas eléctricas estaban muertas. El agua había empujado el cristal del parabrisas pero sin desprenderlo del todo, y con el habitáculo inundado Víctor no fue capaz de arrancarlo por más que tirara para un lado y para otro. Y por el hueco que quedaba no podían salir.
El agua estaba a punto de dejarles sin aire, no había tiempo para forcejear con un cristal encallado. Estefi, de rodillas sobre su asiento, apenas conseguía asomar la boca por fuera del agua en el espacio entre ésta y el techo del coche, Víctor se atrevió a dejarla sola, se sumergió y pasó a los asientos traseros donde las ventanillas no eran eléctricas sino de manivela, se alegró de no haberse comprado aquel coche nuevo cuando cobró la paga extra.
Consiguió bajar del todo una de las ventanillas pero el tiempo apremiaba más que nunca, asomó la boca por encima del agua para llenarse de oxígeno por última vez y le gritó a su hija que tomara todo el aire que pudiera. No estaba seguro de que le hubiera oído, ya no podía verla y no sabía si aún conservaba las vías respiratorias fuera del agua. En todo caso se sumergió, tiró de los brazos de Estefi y la sacó del coche por la ventanilla. La niña no se movía, así que tuvo que bucear hacia la superficie con un solo brazo mientras con el otro sujetaba el cuerpo inerte de su hija.
Los segundos corrían en su contra y para colmo la condenada tormenta que ennegrecía el cielo le impedía calcular la distancia que le quedaba hasta reencontrarse con el aire, oxígeno frío y cortante que les salvara la vida, Sí, estaba convencido de que si llegaba a tiempo Estefi…
¡Más! ¡Un poco más! Víctor estaba buceando a ciegas y por eso le sorprendió sentir la brisa helada estremeciendo sus mejillas cuando sacó la cabeza del agua antes de lo que esperaba. Sus fauces y sus pulmones se abrieron de golpe para devorar la bocanada de aire más urgente de toda su vida. Sintió una punzada de dolor en los oídos y unas terribles náuseas que le obligaron a vomitar, pero no se permitió el lujo de desfallecer y se apresuró a sacar la cabeza de Estefi del agua para nadar hacia la pared rocosa sujetándola por el cuello, como había visto hacer en las películas.
El mar estaba negro como la noche misma, Víctor era incapaz de adivinar cuántos metros más, cuánta tortura de corrientes y olas heladas le quedaban antes de poner a salvo a su hija.
Una vez esquivada la asfixia su mayor amenaza era partirse el cráneo contra las rocas traicioneras que se escondían medio sumergidas al pie del acantilado, así que nadó en paralelo a la costa hasta encontrar un espacio despejado por el que acercarse a la orilla. No sentía respiración en el cuerpo de Estefi e ignoraba cuánto tiempo llevaba la niña inconsciente, la sacó del agua a trompicones y tambaleante, y se dejó caer junto a ella en la arena negra de una pequeña cala que había conseguido distinguir con suerte bajo el manto de lluvia. Tumbó a su hija boca arriba y acercó el oído a los pequeños labios lívidos y azulados. Había salvado su propia vida pero ahora tenía que salvar la de ella.
Se arrodilló a su lado, colocó las manos una sobre otra y buscó el esternón de la niña, estiró los brazos y se dejó caer sobre ella cinco veces. Taponándole la nariz y arqueándole la nuca le sopló tres veces con fuerza en la boca, después repitió el masaje cardiaco y otra serie más de insuflaciones. No había respuesta. Lo cierto era que Víctor no tenía ni idea de la manera correcta de realizar toda aquella maniobra, no sabía más que lo visto en la tele y no estaba seguro de que su esfuerzo sirviera para algo. Las lágrimas corrían por su piel empapada y goteaban sobre el tutú rosado de su hija, pero luchó por no entregarse a la desesperación antes de intentarlo todo por devolverla a la vida.
Regresó al masaje cardiaco, seis veces, no, diez, ¿no eran doce? Después de cada serie soplaba en la boca de Estefi el poco aire que era capaz de reunir entrecortado por el llanto. Pero la niña no reaccionaba, así que volvió a empujar sobre su pecho cada vez con más fuerza, con más no, con toda su fuerza. ¡Vive! ¡Vuelve, niña! ¡Te digo que vivas!
Casi una hora después Víctor se sentó sobre una roca incapaz de mirar el cadáver de su hija. Hacía rato que la pequeña había empezado a sangrar por la comisura de los labios y por los agujeros de la nariz, su piel estaba fría y sus ojos, incomprensiblemente abiertos, parecían querer saltar de las órbitas. Víctor no recordaba en qué momento la niña había separado los párpados, pero estaba seguro de que los tenía cerrados cuando la había sacado del agua. Ahora su mueca, todo su gesto, era de un insoportable dolor. Víctor no entendía por qué.
Al alba le despertó el zumbido de una sirena. Desde lo alto del acantilado le llegaron también las voces de un grupo de bomberos, dos de ellos bajaron para colocar arneses de escalada alrededor de su cintura y de la de su hija. Del cadáver de su hija.
Había dejado de llover y siempre, después de una tormenta así, los guardacostas realizaban una ronda buscando algún incidente. Afirmaron haber dado con la pareja por casualidad, apenas se les veía.
En el camino en ambulancia hasta el hospital los técnicos sanitarios hicieron todo lo posible por convencerle de que se bebiera el contenido de una taza caliente y se recostara en su asiento. Les había contado que había pasado la noche temblando, acurrucado contra la pared del acantilado y congelado por el frío y la humedad. Apenas había dormido, y ahora ellos querían obligarle a descansar. Pero cómo iba a hacerlo teniendo frente a él a su pequeña, a todo cuanto le quedaba en el mundo, yaciendo inmóvil y sin vida debajo de una sábana blanca.
No pasó mucho rato ingresado en el hospital. El doctor de Urgencias no le encontró más lesiones que algunos hematomas y dejó en sus manos la decisión de irse a casa. Prefirió marcharse, pero antes esperó a recibir las primeras impresiones del médico forense. Llegaron a media mañana, tras una espera que se le hizo eterna. Ahora, a solas ya en su salón, repasaba en su mente lo que le había dicho el doctor, recordaba cada palabra, mientras su índice derecho acariciaba el metal del gatillo.
Estefi no tenía agua en los pulmones. No había muerto ahogada. Las lesiones mortales las habían causado una serie de fracturas en las costillas que habían desgarrado, por no decir destrozado, el corazón y los pulmones. ¿Intentó usted reanimarla, caballero?
Siempre había pensado que el metal del revólver estaría frío, eso decían en las películas y en las novelas de baratillo. Ni siquiera sabía si eso era un revólver. Lo compró hacía mucho tiempo, más bien, lo sacó de extranjis en una tienda de empeños y ni siquiera sabía si funcionaría. La mirada desencajada de Estefi le robó el aire cuando cerró los párpados y apretó los dientes entorno al cañón. Su cuerpecito quebrado, su flequillo enmarañado y pegado a la cara. La sangre que empapaba su barbilla y mojaba su pecho amoratado era oscura como ese mar que había sido su tumba.
No, había muerto en la arena.
Víctor constató que estaba llorando de nuevo, había matado a su hija. Frunció los ojos, desesperado, e hizo ademán de gritar. Fue la primera vez que disparaba un arma de fuego.
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