lunes, 25 de agosto de 2008

Disculpen que me despida.


Estaba desencantado de las mujeres, las últimas que habían pasado por mi vida me habían causado más dolor que placer. Dolor del corazón, se entiende, no me va lo masoquista, y placer, bueno, el placer en cualquier parte del cuerpo siempre es aceptable. Pero yo nunca había tenido suerte con las mujeres, no, si por suerte entendemos algo que dure más de un par de meses y que no te deje cicatrices. El caso es que no quería saber nada de mujeres, como le dije a un amigo, a menos que una vigilante de la playa llame una tarde a mi puerta y diga hola soy la supervisora del contador de la luz y vengo a echar un vistazo y acostarme contigo. No, a menos que pasase algo así, yo prefería mantenerme al margen.
La conocí como siempre se conoce a las mujeres especiales, por casualidad. Me dijo que se llamaba Amanda, la que merece ser amada, le comenté, me gusta la etimología. Pues tú te llamas Ricardo, me contestó, no es demasiado alentador. Dejamos la etimología a un lado y nos sentamos en la barra. Yo venía de una tarde horrible en la oficina, una de esas que es mejor diluir en la bebida, y tal vez por eso terminé en ese bar. Ella no me dijo cómo había llegado allí, en verdad, prácticamente jamás me contó nada, al menos nada que fuera real.
Intimar con ella fue sencillo y relativamente fácil, no era una vigilante de la playa con ganas de analizar mis conexiones pero casi, la conversación era fluida y las miradas ágiles. Ella tenía los ojos muy oscuros, profundos y redondos como bocas de pozo, su pelo era de un rubio casi blanco, reflejándose en azul dependiendo de qué luz la iluminara, su sonrisa era infernal, no por malévola, sino porque la utilizaba de una manera muy alejada de ser inocente y pura. Escuchó mi llantina sobre los por menores de mi sufrido trabajo de telefonista y después me sacó a bailar. Dios, qué cuerpo y qué manera de moverlo. No acabé con ella en la cama en la primera noche, pero acabé en todas las demás posibilidades de mi modesto estudio junto a la calle Mayor. En el sofá, sobre la alfombra, medio cuerpo en la mesita y el otro encima de la butaca, y antes de entregar las armas, la revancha en la bañera. Pensé que dejábamos la cama para el día siguiente, aunque después descubrí que eso iba a ser muy, muy difícil.
Le gusté tanto que ansiaba presentarme a sus amigos, eso me dijo la muy puta. Y para qué esperar, mejor al día siguiente.
El sábado por la noche me reuní con ella en la entrada de la estación de Sol, y me guió por una red de túneles y trasbordos tan enrevesados que yo, que me precio de conocer el suburbano madrileño como la palma de mi mano, me sentí perdido como un turista despistado. Mis alarmas empezaron a dispararse cuando nos bajamos en una parada estrecha y oscura que no tenía nombre. No sabía que existiera un sitio así, le dije. Me contestó que no fuera tonto y miedoso, que la siguiera y no me preocupara por tonterías. Así lo hice, aunque sólo a medias, no me quité de la cabeza esa parada sin luz ni nombre hasta que los acontecimientos posteriores casi me la quitan, la cabeza.
Iba a decir que salimos a la luz pero realmente no fue así. Cuando me sacó del metro ya era de noche, tanto había perdido la noción del tiempo. Atravesamos una plaza desierta y llena de humo de cloaca en la que la única claridad procedía de la luna, que caía como una cascada azul sobre los coches aparcados, la mayoría tan sucios que parecían parados desde hacía años. Me llamó la atención que muchas ventanas estaban rotas, pero no le eché mucha cuenta mientras cruzábamos la calle y nos introducíamos en un callejón lúgubre y pestilente. Me sorprendió el silencio y lo “muerto” que parecía estar aquel barrio. En el callejón abundaban los desperdicios y las bolsas de basura hasta desembocar en una escalera descendente. Los escalones de metal se sumergían en la tierra y terminaban en una puerta que por lo robusta parecía de acero forjado, Amanda la golpeó tres veces, no me pareció ninguna contraseña ni señal, al instante nos abrieron y accedimos a un pasillo estrecho y húmedo iluminado sólo por una línea de fluorescentes de neón en el techo.
No pude ver a nuestro portero, todo estaba demasiado oscuro lejos de los fluorescentes, y a la vez yo empezaba a sentir un cosquilleo incómodo en la boca del estómago. Ese paseo, esa cita con los amigos de mi nueva amiga, estaba dejando de ser algo divertido. Amanda me ordenó acompañarla por el pasillo, nuestros pasos resonaban en las planchas de metal del suelo como el pico de un minero. A veces oía los chapoteos de las goteras, otras, pasos diminutos que me recordaban a ratas. Pero lo que más me marcó y me punzó los sentidos durante el recorrido por ese laberinto de pasadizos era el olor, un olor rancio, pútrido, el olor que sólo había conocido el fin de semana que tuve el frigorífico estropeado en espera de un técnico. Seguimos avanzando y cada vez hacía más calor, eso me hizo pensar que la temperatura podría ser la responsable de aquel olor, y es que estaba claro que si tenían comida fuera de la nevera ese calor tenía que estarla estropeando. No me detuve mucho a pensar en ello, me preocupaba más que cada vez que Amanda se giraba para mirarme encontraba su mirada más sombría, más fría. Al principio pensé que me miraba para comprobar que seguía tras ella, qué estupidez, a dónde iba a ir. Con el tiempo he llegado a estar seguro de ello, me miraba preocupada por si daba media vuelta y echaba a correr. Le preocupaba que me escapara.
Por fin llegamos a la desembocadura del pasillo y pude conocer a sus amigos. Un salón gigantesco iluminado por una lámpara de araña en el techo, una sala tan grande que la luz de las doce velas de la araña no llegaba a mostrarme las paredes que la limitaban. No supe calcular el número de personas que había ahí dentro, sin música, sin televisión, sin hablarse. Se sentaban en unos sillones desvencijados colocados sin ningún orden ni disposición coherente, en algunos llegaba a haber hasta tres personas subidas unos encima de otros. Vestían ropas de cuero negro, la mayoría, y otros no vestían nada, algunos de los primeros sostenían a los desnudos amarrados con cadenas, grilletes que se les aferraban al cuello y les obligaban a comportarse como perros, como mascotas. Casi todos tenían manchas de sangre en la barbilla, en los labios y en el pecho, y permanecían inmóviles, muy quietos, como maniquíes que esperasen el paso del tiempo. Amanda me condujo a través del salón y me presentó al que parecía el líder del grupo. Se sentaba en un sillón mayor, solo, tenía los ojos muy oscuros, tanto como ella, y los sostenía fijos en un punto indefinible del suelo. Cuando llegamos levantó la cara pero no me saludó, me miró un instante y luego se dirigió a mi amiga. No se dijeron nada pero juro que hubo comunicación entre ellos, no sé a qué nivel, no creía en esas paparruchas hasta entonces, pero durante ese minuto que permanecieron conectados por sus miradas estoy seguro de que se comunicaron. Amanda me hizo una señal entonces y la acompañé a un sillón que uno de los tipos de negro nos trajo como sacado de la nada. Nos sentamos los dos solos, ella subida en mis rodillas, y empezó a besarme con tanta pasión como habíamos follado la noche anterior. No entendí a qué se debía todo aquello, a qué se debía la oscuridad, a qué se debía el silencio. No entendí por qué nadie hablaba hasta mucho después e incluso atendiendo a sus rasgos feroces, a sus facciones casi animales y a su manera sincopada de moverse, llegué a pensar que tal vez no supieran hacerlo. Tampoco tuve tiempo de preguntarme a qué tipo extraño de tribu urbana me había llevado a conocer Amanda porque sus labios y sus manos se sabían mover tan bien que nublaron todas mis demás preocupaciones.
Un hombre vestido con algo parecido a un esmoquin apareció de la nada y se acercó al centro del círculo con un pedazo de carne sanguinolenta en la mano. Hubiera jurado que se trataba de una pierna humana pero una vez más los besos de Amanda me impedían fijarme mejor. El tipo tiró el pedazo de carne al suelo y casi antes de que tuviera tiempo de apartarse los hombres y mujeres encadenados se abalanzaron sobre la pieza como verdaderas fieras hambrientas, empezaron a arrancarle trozos con los dientes y con las manos, gruñendo, llenándose de sangre la piel del pecho y de la cara. Lo que más me llamó la atención fue que los bocados que arrancaban no eran para ellos sino que se los llevaban gateando al que hacía las veces de su amo al otro lado de la cadena. Al Líder le trajeron un pedazo especial, esta vez sí que lo vi bien, era la cabeza de un hombre con barba.
A dónde me has traído, quise gritar retirándome de Amanda, pero en cambio cuatro de esos hombres, por llamarlos de algún modo, me agarraron de brazos y piernas y me levantaron en volandas para sacarme del círculo de luz. Mis ojos estaban cegados por la oscuridad y el miedo pero sé que me llevaron a través de un pasillo caluroso y asfixiante. Sus gruñidos resonaban en las paredes con el eco de una bandada de buitres y al poco me dejaron caer de espaldas sobre un suelo mullido, creo que de paja. Un cuadrado de luz se filtraba por una ventanita muchos metros por encima de mi cabeza y tuve la sensación de encontrarme en el fondo de un pozo o de una torre. Uno de ellos se acercó entonces a mi cara, juro que no le encontré nariz, ni mejillas, ni orejas, sólo ojos negros y dientes como estacas. Se acercó a mí, como digo, y sentí el dolor de un mordisco en mi garganta. Luego otro hizo lo mismo, aferrado a mi brazo derecho, el tercero me mordió en un pliegue del costado, y el último no recuerdo dónde, aunque estoy seguro de que no me dejó de lado, porque caí profundamente inconsciente.
Desperté encadenado a la pared, como un antiguo preso de una prisión medieval, un Don Mendo moderno, un Conde de Montecristo, un Segismundo. Los grilletes que me apretaban los tobillos y las muñecas no tenían cerradura, ni modo alguno por dónde aflojarlos, cómo consiguieron meterme en ellos sigue siendo para mi un misterio. Por el rectángulo de luz veía el cielo convertirse en naranja, en lila, en azul, ese primer amanecer lo recuerdo, el resto… No sé cuántos días pasé en aquella prisión. Durante las horas de luz me traían cada poco una cazuela de puchero, un asado infernal que sabía a papas rancias y olía a pescado quemado, al principio me negaba a probarlo pero después lo llegué a aceptar y hasta a devorarlo con fruición. El hambre me mataba en aquellas horas de aburrimiento y pérdida continua de sangre. Porque eso era lo que hacían durante las noches. Recuerdo, cómo olvidarlo jamás, el tañido de la campana que anunciaba la entrada en mi calabozo del tipo del esmoquin, el ser que llegó a convertirse casi en mi única visita. Se acercaba a mí con un cuchillo y una fuente de cristal, me punzaba en algún lugar distinto cada vez, a menudo un muslo, otras veces los brazos, y recogía mi sangre en la fuente para llevársela a Ellos. Al principio entraban también algunos de esos seres, nunca demasiado de seguido, jamás en grupos de más de dos, me mordían en el cuello o en los huecos entre los dedos de las manos y bebían durante unos segundos mi sangre. Supongo que si se alargaban o permitían que su gula les poseyera corrían el riesgo de quedarse sin fiesta. Si yo moría se les acababa el pastel, como solía decir mi madre. A la que no volví a ver fue a mi amiga Amanda. Bueno, hasta hoy.
Como he dicho antes desconozco cuántos días pasé en la torre, llegado a un punto la luz se me confundía con la noche y mi debilidad y la falta de aire me mantenían más tiempo dormido que despierto. Supongo que mi constitución fuerte o mi tamaño, ligeramente superior a la media, ayudó a que conservara la vida más tiempo del que Ellos esperaban. Hasta tres veces me desperté y me encontré al Líder y al del esmoquin mirándome, una suerte de Señor y Mayordomo decidiendo de qué manera servir la cena. Creo que discutían sin palabras, como yo ya les había visto hacer antes, si acabar conmigo de una vez o seguir sacándome la sangre. Si terminaban mi calvario me despiezarían como al pobre infeliz que había pasado por allí antes que yo, y aunque puede parecer un final horrible era exactamente lo que yo estaba deseando. Si no me equivocaba por mucho, el momento más doloroso sería el primer hachazo, el golpe fatal. Después el shock y el colapso de los órganos harían mucho más llevadera la muerte que permanecer allí una sola noche más. Por eso le sonreí de esa manera la última vez que vino el Líder a visitarme. Je, le sonreí y se enfureció tanto que se abalanzó sobre mi cabeza y me mordió con rabia la mejilla, todavía me falta ese pedazo.
Igual que no sé cuánto tiempo llevaba allí dentro, cuánto tiempo sin que mi familia o mis compañeros de la oficina tuvieran noticias mías, tampoco sé cuántas horas más pasaron hasta que desperté tumbado en el potro de la habitación de las velas, un cuarto que todavía no conocía y que, de haber llegado allí antes, tal vez hubiera acortado mi cautiverio. Aunque supongo que en mi huida hubo mucha más carga de suerte que de destino.
Contar una historia de terror en primera persona y además en pasado conlleva la carga de que salvo que el autor de repente se saque de la manga un final sobrenatural, partimos de la base de que el protagonista no puede morir. Y es cierto, sí, escapé, y espero que con la excitación y la falta de riego no haya olvidado lo suficiente para que mi relato mantenga la consistencia.
Desperté en la habitación de las velas, decía, un cubículo rectangular, no más grande que el ascensor de un buen hotel, desnudo y amarrado a una mesa de madera con forma de cruz mediante unas correas de cuero, gracias a Dios no eran grilletes de hierro. Antes de abrir los ojos escuchaba el raspar de las hojas de acero afilándose contra la piedra, me atreví a mirar, aunque me esforzaba todavía por respirar como si siguiera dormido, y descubrí al Mayordomo poniendo a punto su colección de cuchillos de espaldas a mi sobre otra mesa. Las correas de las muñecas me apretaban en la carne y las que me sujetaban los tobillos me cortaban la circulación hasta el pie. No veía cómo iba a poder salir de allí sin que aquel carnicero me arrancara primero tres cuartos de pierna y medio kilo de abdomen para dar de cenar a sus amigos. Me sentí perdido, roto, desamparado, y eso no era nada. Cómo empecé a gritar cuando el monstruo se giró hacia mí y me clavó el primer cuchillo en la cadera. No se molestó en callarme la boca, rasgó hacia abajo como si laminara un jamón y les llevó a sus comensales un filete de nalga que me dejó el culo en carne viva. Me quedé mirando mi herida abierta, horrorizado ante las pulsaciones del músculo y la sangre que chorreaba, escasa ya, hasta el suelo, y antes de que pudiera reaccionar el tipo del cuchillo regresó y me cortó el mismo pedazo del otro lado. Me estiré y me sacudí al límite de mis ataduras pero no conseguí hacerlas ceder ni un milímetro, durante los minutos siguientes perdí medio muslo, mi bíceps derecho y los dedos de los pies, esto especialmente sangró en abundancia pero, me cago en diez, no me moría. El Mayordomo volvió más veces, cambió de cuchillo para rebañar las partes más difíciles y se me llevó un pecho como si rebanara una loncha de queso. Las correas no se aflojaban por más que yo las forzara y cada vez me quedaban menos fuerzas para tirar. Mátame, cabrón, mátame y comedme luego.
El Mayordomo regresó del salón una última vez, si bien él no sabía que iba a ser la última, se acercó a mi cabeza con toda la confianza que le daban sus dos cuchillos y empezó a recortarme una oreja. Le mordí, giré mi cabeza y clavé los dientes en la frágil piel de su moflete. Empezó a sangrar como un cerdo pero en lugar de gritar emitía una especie de gruñido seco y ahogado, me asusté porque pudiera comunicarse desde allí con su Líder o con cualquier otro con ese poder extraño de su mente, pero, si podía, no lo hizo. Mordí hasta el límite de mis mandíbulas, me rompí un diente masticando su piel, fría y pálida como un lienzo, y para mi sorpresa resultaba ser él el que mostraba más debilidad que yo pese a la sangre perdida. Tanta porquería para comer no podía mantenerles muy sanos y saludables, y si bien habían aprendido a comunicarse sin hablar, el tema de volar y tener fuerza sobrehumana parecía más bien destinado a la fantasía del cine y la literatura. Tal vez por eso no salían a cazar y necesitaban que zorras como Amanda hicieran el trabajo sucio, porque alimentándose a base de sangre tenían menos fuerza que un junco batiéndose contra el viento.
El chupasangre se retorcía atrapado entre mis fauces y en una de ésas pude arrebatarle el cuchillo sin demasiado esfuerzo. Se limitaba a intentar zafarse y lloriquear en lugar de forcejear conmigo, si lo hubiera intentado yo no hubiera tenido ninguna posibilidad, por Dios, yo seguía inmovilizado, y en uno de sus gestos bruscos conseguí que se clavara él solo la hoja del cuchillo en la sien. El metal atravesó su carne como si fuera pergamino, y vi el brillo de sus ojos negros apagarse con un hilillo de sangre. Me lo quité de encima empujándole con la cabeza, esforzándome porque no se me escapara el cuchillo. Estaba débil como si me acabaran de parir, y con una mezcla de pánico y autocontrol, no hace falta que diga quién ganaba en la proporción, introduje la hoja entre la correa y mi muñeca y conseguí cortar hacia el lado correcto. Tenía que darme prisa en liberarme antes de que alguien echara de menos al Mayordomo, jefe de intendencia. Le desvestí y me puse su ropa, no me quedaba bien pero me había puesto cosas peores en mi vida, me armé con dos de sus cuchillos, le corté un pedazo de carne de un muslo fláccido y reseco y me dispuse a entrar en el salón en su lugar.
Mil preguntas asolaban mi mente: mi piel estaba translucida y seca por la pérdida de sangre y había perdido más de diez kilos, pero a parte de eso ahí terminaba mi parecido con el difunto; sería capaz de correr en caso de que me reconocieran, sabía el dichoso Líder cómo leer mi mente… Decidí ponerla en blanco, una de las decisiones más absurdas y difíciles de cumplir de toda mi vida, y empecé a caminar. El esmoquin se me pegaba al cuerpo en las zonas en que no me quedaba carne, las piernas me flaqueaban y mi mano temblaba con un trozo de muslo sanguinolento colgando de las puntas de mis dedos. Solté el pedazo de carne en el centro del círculo igual que le había visto hacer al Mayordomo aquella noche, las fieras enfermas de sangre se abalanzaron sobre él y se lo llevaron con los dientes a sus respectivos amos. El Líder miraba fijamente al suelo, ensimismado, como un aparato humanoide que tuviera pulsado el botón de pausa, ni siquiera levantó la mirada hacia mí. Me deslicé entre las bestias y atravesé el pasillo de neón, siguiendo el olor del aire fresco por el oscuro laberinto hasta la puerta de la calle, y no me fue sencillo dar con ella. Al llegar pensé que no había portero, estaba tan oscuro… Pero me equivoqué. Una manaza fría y enorme me detuvo agarrando mi hombro a pocos metros de la entrada, le clavé un cuchillo entre los dedos y cuando el gorila se echó hacia mí le clavé otro en la frente, escuché el crujido de la hoja contra el hueso y me dieron ganas de vomitar. Salí al encuentro de la calle con mi esmoquin ensangrentado y la piel pálida como la cera, azul bajo la luz de la luna llena. Hubiera corrido de haber tenido fuerzas pero como no era así me escondí entre las sombras de la plaza brumosa y dejé que las bestias que salían a buscarme creyeran que me había metido en el metro. Me alejé con todo el sigilo que pude y me colé en uno de los coches que tenía la ventanilla rota para tirarme en la oscuridad del suelo de los asientos traseros. Permanecí allí hasta que me encontró la luz del sol y sólo entonces me atreví a volver a mostrarme. Como esperaba, la plaza ya estaba desierta.
He dicho al principio que estaba desencantado con las mujeres, hasta entonces sólo me habían dejado, abandonado y olvidado con el corazón roto, qué tipo de sentimientos puedo albergar ahora. Mi bíceps izquierdo nunca se ha recuperado y desde entonces tengo dos antojos en las caderas que hacen que al sentarme parezca uno de esos juguetes infantiles que no se mantienen tiesos. Lo de los dedos de los pies ha sido lo menos traumático, ahora me puedo comprar zapatos dos números más pequeños, pero si sumamos mi oreja de menos con todas las cicatrices de aquellos días en que fui despensa viviente de chupasangres, mi aspecto es sencillamente grotesco, no me será sencillo volver a relacionarme. Por eso sólo salgo por las noches, cómo hoy, lo que me lleva a poner fin a esta carta, disculpen que me despida tan de prisa, tendrán preguntas, supongo, y yo muchas ganas de responderlas, pero mi amada Amanda acaba de entrar en el bar. Llámenme romántico y tal vez acierten, pero he decidido volver al bar donde nos conocimos, esta vez armado con una Uzi preciosa que compré en el mercado negro. Viene acompañada por otro muchacho, un pardillo como yo lo era, pero no soy celoso. Este parece más pequeño, no aguantará tanto como yo si nadie le pone sobre aviso. Tal vez el tiroteo lo haga.
Disculpen que me despida, digo. Tengo una cita.
Publicado el 27-ago-08 en
Publicado el 20-ago-08 en
Publicado el 18-ago-08 en

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domingo, 24 de agosto de 2008

Alicia



PRONTO EN http://www.cazadorderatas.com/

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Próxima parada: La Casa de Muñecas


Los jóvenes siguen desapareciendo desde hace ocho años, pero el ritmo parece estar creciendo.
El detective Matt el Rojo ya no sabe cómo seguirles la pista.


Los informes de desapariciones se acumulan sobre su mesa, rastros, indicios, pistas que no le conducen a nada. Encontrar un coche abadonado en una cuneta podría significar el principio del camino, un descenso terrorífico y gélido a las profundidades de la crueldad humana.


Linda tenía nueve años el día que empezó todo, pronto cumpliría los dieciocho, si siguiera viva. Su padre quiere hacerle un regalo especial, el más bonito, el que más le guste. Y lo que más le gusta a Linda son las muñecas. Las muñecas que sólo su padre sabe fabricarle.


El día de entregar el regalo se acerca. Hoy, un hombre solitario despierta confuso en lo alto de una loma perdida. Sabe que estaba cerca, antes de que le dejaran sin sentido. Cerca de salvarle la vida a su hija.


Porque su hija es ahora la que ha desaparecido.

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Noctámbulo


Hace muchos años que Paula Montero y su hermano Javier no tienen noticias de Diego, su viejo amigo de la infancia. Eso resulta particularmente doloroso para Paula, que siente por él una atracción especial.

Hoy Paula es forense criminalista en Las Palmas y está enfrascada en uno de los casos más complicados de su reputada carrera: las víctimas aparecen brutalmente asesinadas en las condiciones más insólitas y sin una gota de sangre en sus cuerpos.

Ahora Diego aparece de nuevo en su vida. Pero ahora Diego es un asesino a sueldo. Y ahora Diego está muerto.

Esta es la historia de Sable, el Noctámbulo.


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Laberinto


Un fotógrafo que se está quedando ciego y que tiene el corazón roto.

Una niña perdida, en busca de su novio perdido.

Un viaje temerario, un error tras otro.

Un destino cruel.

Una jauría de lobos.

Un pueblo con su propia leyenda negra.


Muerte. Miedo. Secretos. Las horas contadas para salir de allí con vida.

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Claro de Luna


Buenas noches a todos. Bienvenidos a vuestro “Claro de Luna”, donde cada palabra tiene respuesta.

Así comenzaba cada noche Luna Ortega su programa de radio.La vida no ha resultado fácil para Luna, monotonía y frustración entre medias de un fracaso amoroso tras otro. Sabe que ha llegado la hora de un cambio.

Presenta un programa radiofónico nocturno, cada madrugada presta oídos a las voces anónimas que buscan en ella consuelo y compañía.Hasta que una de esas llamadas resulta ser diferente a todas las demás, a medio camino entre un crimen horrible y una broma macabra.

Luna no sabe qué pensar, pero desde ese momento se sentirá acosada, vigilada, perseguida, con su vida sumida en una espiral de miedo y confusión en la que sólo tendrá la ayuda de un joven del que sabe tan poco como de ella misma.

Ahora Luna debe luchar por sobrevivir, ése no era el cambio que su vida necesitaba.

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La Venganza del Rey Demonio


No hace mucho alguien me contó una historia, no era mejor ni peor que otras, sino simplemente una historia. Aunque todos sabíamos que ésta era especial.Se trataba de un cuento de príncipes y princesas, de dragones, de espadas y de brujería, pero sobre todo de amor y de aventura. Era la historia de alguien cuyas hazañas sobrepasaron su tiempo y rompieron las barreras de la eternidad.


Quien la contaba era un gran orador, sabía dar vida a los relatos y hacer que su audiencia vibrara con cada palabra, algo rara vez posible y que sólo consiguen los verdaderos cuentacuentos. Hablaba con gran emoción y empleaba el énfasis exagerado de quienes pretenden que sus historias sean ciertas, aunque sepan muy bien que no lo son.


Sin embargo este cuentacuentos sabía bien poco de la verdad, aunque eso no le importara mucho a la hora de divertir a la multitud en la plaza del mercado cada domingo, y desde luego tampoco sabía que yo ya conocía su historia. Y es que yo estuve allí.


Mi nombre es Zûl, y esta que voy a contar es la auténtica leyenda de Égodar de Báalbek.


Sólo que no es una leyenda.

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Rencores Enterrados


Richie Santoro terminó sus días en la silla eléctrica jurando venganza contra el abogado que logró su condena. Todos decían que lo que había hecho a esa niña no tenía perdón de Dios.

Han pasado dos años y el entonces abogado Marcus Crane ha dejado de ejercer. Vive atormentado por la crueldad y la inmundicia con las que lidiar al hacerse cargo del caso Santoro.

Ahora que se cumple la efeméride una ola de crímenes parece cebarse con los amigos y allegados de Crane, obligado a contemplar las imágenes de cada uno de los asesinatos.


Asesinatos que llevan la extraña marca de un viejo conocido...

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Los Ojos de Dios







Ecos de un Eclipse.


Todo parecía normal en Madrid. Ríos de gente fluían por sus calles chocando los unos con los otros sin levantar la vista del suelo, dirigiéndose a sus trabajos. La mañana era cálida como correspondía a aquella época del año, todo resultaba rutinario y aburrido, desesperadamente habitual y monótono, y, bueno, también estaba lo del eclipse...

Todo parecía normal, pero no lo era. Cuando una serie de rumores que recorren las entrañas de Madrid comienzan a tomar forma de verdad, el terror comienza a tomar forma. El pánico se apodera de los ciudadanos, el caos se hace dueño de las calles. Y la figura siniestra de un hombre sin rostro se erige en guía fatal de los madrileños alimentándose de su miedo.
Solamente un grupo reducido será capaz de hacer frente al fin del mundo y encontrar la verdad oculta bajo la superficie, mucho más terrorífica y mortal que todo lo que hayan podido conocer hasta entonces.

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jueves, 21 de agosto de 2008

Terror de Antaño.


Cuando amanece llega el miedo. Las bestias duermen durante la noche.
Mi nombre es Nanuk, pertenezco al clan de las Tierras Altas, pero no sé cuánto más conseguiré sobrevivir. Mi clan y yo solíamos vivir en las montañas, habitábamos juntos, no menos de cincuenta entre hombres y mujeres, establecidos en un complejo de cuevas, algunas naturales y otras que nosotros mismos excavamos en la roca con nuestras propias manos y las pocas herramientas que podíamos fabricar con palos, huesos y piedras.
Durante generaciones vivimos con cierta calma, sin faltarnos alimento y protegidos de los vientos y el frío de las estaciones más duras. Allí teníamos suficientes frutas, vegetales y animales a los que cazar además de los que hemos aprendido a domesticar. Los ríos nos daban pescado, y las lluvias la suficiente agua para sobrevivir a salvo del hambre, la sed y las enfermedades.
Pero todo cambió con la llegada del último invierno. Después del terrible temblor el cielo se oscureció y quedó instalada esta pesada masa gris de nubes oscuras que nos impide ver el Sol, que nos quita el calor, que trae consigo la desgracia. Los ancianos dijeron que era cosa de los dioses, que Gaia, la Madre Tierra, se había enojado con nosotros, sin duda por no ser merecedores de seguir recibiendo sus favores. Todos se pusieron muy nerviosos, sacrificamos bueyes en la piedra ritual, intentando honrar a Gaia, las mujeres danzaron con las pinturas ancestrales y muchos de nosotros emprendimos el peligroso viaje a la cima del Gran Monte, todo con la intención de agradar a la Diosa. Pero nada. La nube gris siguió instalada sobre nosotros y así ha continuado cada día.
Las temperaturas descendieron como nunca antes, los más ancianos no recordaban estaciones tan frías, las frutas y los vegetales se congelaron, los ríos bajaban arrastrando bancadas de peces muertos de frío y los animales terrestres, que no encontraban qué comer, abandonaron estas tierras. No teníamos comida, pero sí mucho frío. Esta nueva estación que no termina trajo consigo vientos terribles, temperaturas que no sabíamos soportar, pues las pieles conque nos abrigamos ya no eran suficientes. Nuestras cuevas dejaron de protegernos, nuestras tierras se volvieron inhabitables.
Una noche el Gran Anciano nos reunió a todos entorno a la piedra ritual, donde el afanoso fuego de la hoguera luchaba por combatir al granizo. Llegamos junto a él tiritando, algunos tan enfermos que sabíamos que no llegarían a completar el viaje que el Gran Anciano iba a proponernos. Nos dijo que había estado observando a los animales terrestres, viendo cómo emigraban hacia el sur en busca de prados más verdes con temperaturas más amables, y tras consultarlo con la Diosa tenía una solución que presentarnos. Nos convenció de abandonar nuestra montaña, el hogar de nuestro pueblo desde tan antiguo como llega la memoria, y de que siguiésemos a los animales terrestres hacia los valles del sur.

Han pasado doce lunas desde que emprendimos aquel viaje. Y de los cuarenta y siete que partimos, sólo quedamos trece. No encontramos valles verdes al sur de nuestra montaña, o bien el Gran Jefe, o si no los Sabios del clan o quizá la Gran Diosa Gaia, la Madre Tierra, alguien debió estar equivocado, pero ya nos da igual. Viajamos hacia al sur durante muchas estaciones, combatiendo el hambre y el frío y viendo morir uno a uno a nuestros enfermos y a otros muchos que eran pasto de fieras terrestres que hasta entonces no conocíamos, pero jamás encontramos los prados fértiles y las temperaturas amables que nos habían anunciado.
No. En todas partes hace el mismo frío que en nuestra montaña, la nube gris sigue encima de nosotros y no hay mucha más comida. Aquí lo que hay son bestias.
Hemos llegado a un lugar que el Gran Anciano, antes de morir devorado por una de esas fieras que llaman Diente de Sable, nos presentó como Selva. Hay árboles altos que nos rodean, matorrales del tamaño de un hombre y grandes lagunas sembradas de arbustos y trampas de arena. Los animales que encontramos aquí no son fáciles de cazar, más bien nosotros somos sus presas. Tenemos armas, algunas que aprendimos a hacer con filos de piedra y hueso, pero casi nunca son suficientes. Y aquí abajo no hay cuevas. Debemos vivir en chozas que malamente sabemos construir con ramas, algunos troncos y barro seco y que intentamos proteger del frío con pieles, pero que demasiado a menudo el viento y las lluvias torrenciales propias de esta región se encargan de tirarnos abajo. Aquí tenemos miedo, aquí cada vez somos menos.
Lo peor es cuando amanece. Durante el día lo único que podemos hacer es escondernos. Al llegar la mañana intentamos reparar los daños que las chozas hayan sufrido por la noche, siempre unidos, trabajamos en silencio mientras algunos de nosotros hacen guardia por si llegaran las fieras. A veces nuestra única esperanza es oírlas llegar, porque los matorrales son tan altos que lo normal es que las veamos aparecer cuando ya están encima de nosotros. Los dientes de sable se llevan uno o dos cada vez que atacan, aunque a veces conseguimos ahuyentarlos si los vemos a tiempo. Pero las otras fieras, esas tan grandes que los ancianos llamaban Mamuts, entran en nuestro poblado con una fuerza terrible y lo destrozan todo. Chozas, personas, les da lo mismo.
Todavía no hemos aprendido a combatir ni a unos ni a otros, por eso nuestra única oportunidad es oír sus pisadas y escondernos, casi siempre subiéndonos a los árboles. Esa es la razón por la que aquellos más débiles, los menos ágiles o los enfermos, han ido cayendo en el poco tiempo que llevamos aquí.
Por la noche intentamos salir de caza. Las bestias duermen y si somos sigilosos podemos acercarnos a animales terrestres más pequeños y conseguir comida con la que volver a casa. Hace algunas estaciones, mucho antes de emprender nuestro camino. Recibimos en nuestras cuevas la visita inesperada de una tribu nómada del este. Nos enseñaron cosas que nosotros desconocíamos. Aprendimos a mejorar nuestras armas con nuevos materiales más cortantes de mayor dureza que las piedras que solíamos utilizar. Lo llaman hierro, pero no es fácil de encontrar en nuestra tierra. También nos enseñaron a utilizar de diferentes maneras el fuego. Hasta entonces sólo lo utilizábamos para calentarnos, pero ahora sabemos cocinar la carne e incluso transportarlo haciendo arder un trozo de piel de buey atado al extremo de un hueso. Gracias a eso podemos buscar nuestras presas de noche. Así las cazamos.
Ese fue nuestro primer error. Acostumbrados a cazar de día, los hombres marchábamos por la mañana en busca de antílopes o jabalíes y dejábamos desprotegidas las chozas. Cuando regresábamos, encontrábamos el campamento arrasado por las grandes pisadas de los mamuts o por la fiereza de los dientes de sable, sus huellas demostraban el cruento ataque y nos llevaban hasta los restos a medio devorar de nuestros familiares y compañeros. Perdimos demasiados de esa manera y ahora, aunque hemos aprendido y cambiado nuestros hábitos, el miedo se apodera de hasta el más bravo de nosotros al llegar cada mañana. Amanece. Y cuando amanece y resucitan las fieras.
Nunca sabemos cuándo será el siguiente ataque. Quedamos trece, los últimos de nuestro clan y a la vez los más fuertes, los que han demostrado mayor capacidad de supervivencia. Entre nosotros no hay mujeres, así que sabemos que nuestro clan no sobrevivirá a nuestra muerte, y hace tiempo que perdimos la esperanza de encontrar otra tribu en estos horribles valles, a los que llegamos en busca de salvación y que se han convertido en nuestra tumba. Estamos a merced del capricho del frío, del hambre y de las fieras implacables. Estamos enfermos, cansados y desesperados. Sólo rezamos a Gaia para que el frío remita, o si no para que las heladas que nos echaron de nuestro hogar en la montaña se ceben con esta selva y terminen de una vez con todas las fieras, aunque muramos nosotros con ellas. Rezamos porque la desaparición de nuestro clan no caiga en el olvido.
Amanece y oímos pasos desde algún lugar que la maleza no nos permite distinguir. Amanece y empuñamos una vez más las armas. Madre Tierra protégenos de las fieras.
Publicado el 22-jul-08 en

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Monólogo Perros.





Los perros son como las plantas, hay de dos tipos. Están los perros grandes, fuertes y peludos, que necesitan espacio y terreno para correr, los perros de exterior, digamos. Y luego están los pequeñitos, mimosos y juguetones, más familiares, los de interior. Pero dentro de este segundo grupo existe una rara variedad con sus propias características y peculiaridades: el chucho de mierda.
Este es un tipo de perro más parecido a un parásito que a una mascota. No juega, no ladra, no hace ruido, nunca sabes dónde está hasta que lo pisas... Se dedica sólo a vagar por la casa persiguiendo como una sombra a quien le toque el turno de sacarle a la calle para hacer sus necesidades. No puede aprender a dar la patita, a ver como coño se le enseña a que salga y vuelva solo. Qué va, qué va...
Tú estás sentado en el sillón, muy ocupado y concentrado “estudiando” ¾vamos, tocándote los huevos o lo que te salga de ellos en ese momento¾, cuando empiezas a escuchar unos angustiosos jadeos que esta vez no parecen proceder de la televisión. Primero levantas una ceja y deslizas la pupila derecha hacia el suelo, y allí está, como una esfinge, la puñetera mancha peluda, más tiesa que el cobrador del frac, que te clava la mirada con cara de No te hagas el loco tío, que te tengo fichao. Y tú sólo piensas No jodas, no jodas, no jodas...mientras levantas la otra ceja y vas enfocando poco a poco con el ojo izquierdo el reloj de pared: una aguja, otra aguja... y tras unos momentos de reflexión cognitiva calculas y ¡joder, las dos menos cinco! Ya sabemos dónde estaba el reloj que no encontraba el abuelo, ¡se lo había comido el perro! Entonces vuelves a mirarle y parece que le oyeras: ¿A que jode...? ¿A que jode...? ¿A que jode...? ¿Que los perros no sonríen? ¡Y una mierda!
Pues nada, le pones la correa y a la calle. Ya estás cagando a toda leche, cabrón, le dices. Pero el chucho de mierda no sale para cagar y regar las plantas, no. Él pasea, olfatea, echa una meadita...y planta sus cojones en mitad del paterre pa ponerse a contemplar el parque... Pues sí, pues sí que lo han dejao bonito, sí... Luego observa a sus compañeros... ¡Anda, mira “Chuchi” cómo planta un pino...! ¡Y mira “Pulga” cómo remoja el arbusto..! Qué majetes que son..? Y tú, que está ahí parao con él pegándole tirones de la correa para ver si se mueve, piensas: ¡Joder, pues a ver si haces tú lo mismo!
Es cierto que no hay un buen momento para sacar al perro. ¿Que no hace frío? Pues hala, un sol que no puedes abrir los ojos. ¿Qué no hace calor? Pues un viento que a ver quién camina. Eso si no empieza a chispear. Pero eso sí, el chucho de mierda ni caga ni mea ni siente frío ni calor. Pasea, pasea, pasea, vuelve para atrás, enreda la correa, se para, olfatea, sigue paseando, se tumba a morder una botella de plástico... Tu tiritas y te empapas, pero a él le resbala, ¡más a gusto que la madre que lo parió, ahí tirao en la hierba el desgraciao!
Por otro lado, el chucho de mierda es un rato valiente. Basta que se le acerque otro perro para que se pare y le mire desafiante: Eh, tú, sí, tú, ¿me miras a mí? Eh, ¿me miras a mí, mamón? Da igual que el bicho sea un Rottweiler o un Doberman con malas pulgas, el chucho de mierda, aunque no levante dos palmos del suelo, se pone chulo con quien sea. Tú le miras y piensas: ¿Dónde vas, criaturita de Dios? A ver cómo te encuentro luego yo entre los dientes de esa pedazo bestia. Mi perro un día, por las buenas, se tiró encima de un pastor alemán que pasaba por allí, y hacía como que quería morderle. ¡Pero si no le llegaba la boca a abrirla tanto! ¡Como no quisiera pellizcarle! El caso es que el Pastor no movió ni una pestaña y cuando levanté al mío por la correa nos miró a los dos como si se descojonase de risa. El que sí se descojonaba era su dueño. Joder, qué vergüenza más grande.
El chucho de mierda también disfruta olisqueando los culos de otros perros. Lo que pasa es que, al menos el mío, solamente olisquea los culos de perros macho, que ya estoy yo empezando a mosquearme. Lo que me faltaba ya: feo, canijo, torpe, suicida y maricón. Vamos, que mejor me saldría presentarlo a algún programa de la tele, que todavía me lo cojen como presentador o tertuliano. Por lo menos, si me sale perro-gay, me aseguro no tener más chuchos de mierda en casa en el futuro.

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No podrás escapar.


Sube, todo está preparado. Lorena sonrió a Manu antes de decidirse por fin a entrar en el coche, se sentía incómoda por ponerse por primera vez esa minifalda tan corta y lo que se pudiese entrever al levantar la pierna para colocarse en asiento del copiloto. Aunque, de todas formas, sería mucho más lo que le iba a enseñar después.
Llevaban varias semanas planeándolo, buscando el día adecuado para poder llegar tarde a casa sin levantar sospechas y esperando ansiosos el fin de semana en que no lloviera. Manu, un par de años mayor, parecía tranquilo y seguro, a pesar de que para él también era la primera vez, pero ella, en cambio, temblaba y se estremecía ante la sola idea. Sin embargo en su interior sabía que lo deseaba tanto o más que su novio.
Por eso aceptó cuando aquel sábado por fin dejó de llover y recibió la llamada de Manu, a eso de la seis: Hoy es el día ¾le dijo. ¿Seguro? Sí, es perfecto. Se vistió y se acicaló tal y como lo habían acordado ¾ropa cómoda y suelta, que facilite las cosas¾, y se puso todo lo guapa que quería que él la viera en aquella su primera vez. Y esperó que Manu hiciera lo mismo. Después de esa noche ya nada sería igual entre los dos.
Pasadas las nueve Lorena y su minifalda subieron al coche de Manu, todavía con la respiración entrecortada y la conciencia a vueltas entre la culpa y el deseo. Sin embargo, nada la iba a echar a atrás. Él estaba tan guapo y tan seguro, y esa emoción que lo envolvía todo, y ese sentimiento de saberse fuera de la ley resultaba tan excitante, que cuando sintió el calor de sus labios en la boca y el frío agradable de su mano en el muslo desnudo, olvidó todas sus dudas.
Sería la primera vez que harían el amor, e iba a ser perfecta. Lo habían intentado antes, habían estado cerca, pero aquella noche estrellada, de luna clara y cielo abierto, se entregarían por fin el uno al otro escondidos entre los pinos en algún lugar apartado y romántico de la cumbre de Gran Canaria, con las luces de Las Palmas a sus pies y la brisa y los grillos cantando en sus oídos.
Por la autopista ya iban calientes. Manu seguía serio, atento a la carretera y a los desvíos, ella se relamía al sentir sus dedos, cada vez menos fríos, acariciando su piel estremecida por debajo de la falda. No te anticipes ¾le dijo. No es tan fácil resistirse a ti ¾fue la respuesta. Pero enseguida Manu tuvo que abandonar su labor y concentrar ambas manos en el volante, cuando abandonó la autopista del Sur para empezar la ascensión por la carretera de Tafira hacia la cumbre. Una curva tras otra y un pueblo que seguía al anterior, iban dejando atrás kilómetros de montaña cada vez más cerca de la luna que de las luces de ciudad lejana. Pronto comenzaron a notar el frío lógico a esa altura y tuvieron que subir las ventanillas, y cuando la radio perdió sus emisoras Manu se apresuró a poner en el casete una cinta de música cuya etiqueta rezaba con letras verdes: Para ocasiones especiales. Bandido, susurró ella cuando empezó a llenar el coche su canción favorita. Acarició la mejilla de su novio antes de plantarle un beso mudo, casi una caricia, en la mejilla. Espera que lleguemos arriba.
Tras dejar atrás los últimos ecos de San Mateo la pareja continuó subiendo en dirección al pico más alto de la isla. La excitación y el nerviosismo subían con ellos y especialmente con Lorena, que ya iba pensando qué iba a ocurrir, cómo iba a ser, si le iba a gustar y también, cómo no, en la principal preocupación de las chicas cuando llega este momento, en si le iba a doler. Pero no, ella podía estar tranquila porque, a pesar de su aspecto rudo y varonil, Manu era en realidad un encanto de chiquillo, un muchacho amable y cariñoso que desde que lo conocía no le había demostrado más que atenciones y amor. Él sería incapaz de hacerle daño.
Mientras Lorena daba vueltas a todo esto en la cabeza, Manu, al volante del coche de su padre, seguía ascendiendo sin rumbo fijo prestando toda su atención a cada curva de una carretera traicionera y también a cada claro o recodo entre la maleza donde poder esconder un coche con la mayor intimidad posible. Hacía rato que marchaban en solitario por la oscura carretera, atrapados, por un lado, por paredes de piedra y arbustos, sobre las que se alzaban grandes pinos y, por el otro, por el tenebroso barranco, salpicado aquí y allá de plantas, huertos y casa viejas. Al contrario de lo que esperaban, la típica neblina de medianías había comenzado a caer, y con ella arrastraba un frío intenso, que sería mucho más preocupante si se desataba la lluvia. Por eso Manu decidió que lo mejor iba a ser salir cuanto antes de la zona del mar de nubes, evitando así el mal tiempo y la posibilidad, no sólo de que se estropeara la noche, sino de que luego, a la hora de volver, el coche no quisiese arrancar.
Parecía que todo se aclaraba un poco cuando distinguieron la intersección clave en la carretera, aquí se decidía el éxito o el fracaso de su expedición: al derecha Tejeda, a la izquierda el Roque Nublo y Las Mesas. En Tejeda hará frío, y pueden pasar más coches ¾comentó Manu en voz alta, aún a sabiendas de que Lorena ni sabía ni podía ayudarle. Así que tomó dirección al Roque, la zona más alta de la isla, y dio de este modo comienzo a la verdadera parte principal de la noche, la más interesante, importante y peliaguda: encontrar un sitio adecuado para aparcar el coche. Hacer el amor iba a ser difícil y tal vez atolondrado, pero si embargo, según decían, bastante gratificante. En cambio, de la decisión correcta a la hora de esconderse para ello dependía en un altísimo porcentaje el resto de la velada.
Así que Manu aminoró la marcha y comenzó a subir por carreteras más escarpadas y oscuras, casi ocultas entre la maleza más espesa y los bosques de pinos más tenebrosos, caminos que se internaban más y más en las profundidades de los pinares y dejaban atrás los peligrosos barrancos de las laderas de las montañas. En esta nueva región, el mar de nubes se convertía en mar de ramas y la visibilidad era casi nula, circunstancia que les favorecería una vez detenido el coche en un lugar seguro para hacer el amor, pero que hasta que llegara ese momento les ponía los pelos de punta. Decidió entonces avanzar con la luz larga, a velocidad moderada y fijándose todo lo posible en los recodos y calveros del bosque, ya que, si encontraban uno apropiado cuanto antes, no sería necesario seguir subiendo, y así evitarían tener que internarse cada vez más en esa terrible y desconocida arboleda de donde sólo les llegaban una brisa helada, sombras fantasmales y ruidos estremecedores. Manu estaba preocupado, pero Lorena tenía por primera vez miedo, y comenzaba a plantearse si no hubiera resultado más apropiado haberse decidido por el plan B: ahorrar entre los dos un dinerillo para pagarse una noche de hotel junto a la Playa de Las Canteras. Venga ya, el campo es mucho más excitante ¾le había contestado su novio¾. Pues vale.
Avanzaban a tirones, tramo a tramo, desde un posible candidato a sitio perfecto hasta el siguiente. Sin embargo, ningún lugar parecía estar lo suficientemente bien. Unos porque había demasiada luz; otros porque el bordillo que bajaba de la carretera asfaltada al camino de tierra entre los pinos era demasiado alto para ese coche; algunos porque eran demasiado pequeños y aquellos por ser demasiado evidentes y cualquiera podría descubrirles; el caso es que seguían y seguían subiendo y penetrando más y más en la oscuridad del bosque. Entonces no lo pensaron, porque estaban demasiado ocupados y excitados decidiendo dónde hacer el amor, pero si lo hubieran hecho les habría horrorizado la idea de haberse perdido. A pesar de todo, se afanaban en analizar cada uno de los lugares más o menos espesos, más o menos propicios, que iban encontrando, pero ninguno les satisfacía del todo, y, aunque encontraron uno que podría valer, decidieron no precipitarse y seguir buscando.
Había pasado ya casi una hora desde que abandonaran las melancólicas luces de San Mateo y se internaran en los bosques de pinares de la cumbre. Recorrían caminos y carreteras desconocidas para ellos, guiados sólo por la emoción y la sensualidad de encontrar un espacio perfecto entre los pinos donde apagar el coche, encender la radio y dar rienda suelta a la pasión que llevaban guardando demasiado tiempo. La luz de la luna apenas se filtraba entre las tupidas ramas de los pinos, la brisa fría pero agradable se colaba por las rendijas de las ventanillas y escuchaban algunos grillos cantando por debajo de la música especial que Manu había preparado para la ocasión. Lorena no apartaba un segundo la mirada del bosque a su derecha mientras frotaba nerviosa sus rodillas, muerta de frío. Manu intentaba concentrarse en encontrar ese claro perfecto mientras sus ojos se escapaban una y otra vez a los muslos de Lorena, allí donde su piel brillante por la crema depilatoria se convertía en la fina tela negra de su minifalda. ¡Había que parar ya!
Comenzaban a arrepentirse de haber pasado de largo aquel primer sitio que estuvieron apunto de escoger cuando, tras una curva muy cerrada, encontraron una caravana muy bien escondida entre la maleza y de cuyo porche colgaba un viejo farol que apenas brillaba con una luz naranja. Tras la sorpresa inicial, continuaron su camino sin fijarse en el tronco partido que yacía al lado del remolque junto a un montón de leña, y en el que se veía clavada una enorme hacha.
Se afanaban en buscar, ansiosos por parar y dedicarse a tareas más excitantes, y sin embargo cada vez la carretera era más tortuosa y menor la espesura de la red de pinos, de modo que los pinares daban paso lentamente al más árido desierto de roca, tan propio de la cumbre de Gran Canaria. Hacía horas que no se cruzaban con ningún coche, pero, desde luego, tan arriba ningún árbol ni vegetación alguna les serviría de escondite. Además, con la noche cada vez más cerrada, con unas nubes que comenzaban a agruparse amenazando tormenta, y con el frío que se hacía por momentos más intenso, corrían el riesgo de que el miedo y el nerviosismo sustituyeran a la excitación arruinando sus planes.
Visto todo esto, y después de un largo rato dando vueltas por las carreteras y páramos más elevados y recónditos de la isla, en el que no encontraron nada que les pareciese ni medio bien, decidieron renunciar a la búsqueda y regresar hacia aquel claro que habían visto una hora antes y que habían rechazo sin razón. No estaban desanimados, pero sí algo adormecidos por tan largo paseo, por lo que decidieron que lo más apropiado sería aparcar cuanto antes si no querían que el sueño les hiciera perder el viaje. Tal vez, algunos juegos de manos que Manu conocía bastante bien les devolverían al estado emocional en el que habían comenzado la ascensión, pero lo principal era encontrar aquel claro en la espesura enseguida.
De manera que se lanzaron cuesta abajo en un frenético descenso en el que las luces del coche de Manu iban dejando atrás largos tramos de oxidados quitamiedos intercalados con grandes rocas cubiertas de musgo y algún pino furtivo que crecía abandonado en la ladera del barranco. Recorrieron a la inversa largos kilómetros de carreteras viejas y estrechas sin pensar en la posibilidad de colisionar con otro vehículo que ascendiera al mismo tiempo, concentrados tan sólo en llegar de una vez por todas a aquel rincón perfecto en que darían rienda suelta por fin a sus ardores adolescentes. No tardaron en dejar atrás los escarpados acantilados de la cumbre para adentrarse de nuevo en la espesura del frondoso pinar, de modo que minutos después de dar media vuelta volvieron a pasar por delante de la escalofriante caravana, que seguía tan abandonada e inerte como la vez anterior, aunque ahora la luz anaranjada estaba apagada. Siguieron de largo como antes habían hecho y no vieron extraño que el hacha hubiera desaparecido.
Hacía más de dos horas que habían salido de Las Palmas cuando al fin aparcaron en el recodo perfecto del bosque. Había pasado ciertamente mucho tiempo y sin embargo la pasión, en lugar de descender, parecía haberse disparado con la sola llegada al nidito, un calvero no muy extenso enterrado entre varios pinos viejos, separado casi veinte metros de la carretera principal y protegido de toda visión desde ésta por la barrera natural que formaban un grupo de rocas grandes y la propia espesura de los árboles. En conjunto y casi por azar, habían logrado dar con lugar precioso, en mitad del pinar, en el que podrían disfrutar de una velada más que especial, única, escondidos del mundo, casi a oscuras, iluminados tan sólo por la frágil luz de una luna menguante. Una madrugada inolvidable e irrepetible, íntima, romántica y secreta, enmarcada por la luna, las estrellas, mucha maleza, muchas ramas, un grillo y el ruido de las hojas agitadas por el viento de la cumbre.
Manu detuvo el motor, apagó las luces y subió el volumen de la radio. Sonaba una dulce y melosa balada cuando se inclinó hacia la temblorosa Lorena, quien se estremeció sonriendo cuando él la desabrochó, primero el cinturón de seguridad, y luego el primer botón de la camisa. Lo primero que la chica sintió fue miedo y rubor, el último resto de su inocencia infantil que le alertaba del peligro, pero una vez los labios de Manu rozaron los suyos y sintió cómo él también crujía bajo su tacto, decidió que no había llegado tan lejos para echarse atrás. Deslizó su mano derecha por el lateral del asiento y, tirando suavemente de una palanca, se dejó caer despacio junto al respaldo del sillón acompañada por el cuerpo de su novio, que pronto quedó tendido sobre ella. Este beso fue mucho más largo.
Se acariciaron con dulzura, besando cada rincón de la piel del otro, sus dedos aún fríos jugueteaban tímidamente como si no tuvieran control sobre ellos. Un botón aquí, otro, el cinturón allá... La camisa de Manu se abrió del todo casi al tiempo que la minifalda de Lorena terminaba de subir, un beso tras otro, perdiendo el aliento que se escapaba de sus cuerpos y empañaba los cristales.
Tumbado boca abajo, semidesnudo, caído sobre el cuerpo cálido de Lorena, Manu acariciaba con los labios los dulces y tiernos pechos de ella por encima del sujetador, mientras su mano derecha se enredaba en la larga melena pelirroja que colgaba por detrás del asiento. Su otra mano, traicionera, serpenteaba sigilosa entre las ingles de Lorena hasta rozar el encaje de las braguitas. Ella, con los ojos cerrados, se estremecía con cada nuevo gesto de Manu y le dejaba hacer, confiada, porque sabía que eso era lo que ella deseaba, lo que tanto había esperado descubrir, lo que su cuerpo pedía a gritos. También sabía, porque no era difícil de adivinar, que, aunque nunca lo hubiera probado, Manu era un auténtico experto. Así que se limitaba a sonreír, entre jadeos, entregada a los mimos de su amante. A veces se sorprendía súbitamente excitada, casi agitada, en esas ocasiones en que Manu accionaba algún resorte secreto que ni siquiera ella era consciente de tener. Se dejaba ir, con un vaivén acompasado al ritmo de las caricias y besos del chico, que descubría para ella un mundo nuevo de sensaciones, de estímulos que nunca antes había conocido. Y le gustaba, le encantaba, y no tardó en dar rienda suelta ella también a sus pasiones. Por primera vez Manu se sorprendió cuando ella comenzó también a moverse, a morderle en la oreja, a acariciar su espalda desnuda hasta casi arañarle, a exclamar entre dientes de puro placer, a contraerse, a estirarse, a retorcer sus rodillas aferrando la mano de él entre sus ingles.
Y sólo era el principio. Ella lo sabía. Aún quedaba lo mejor, y por eso sonreía. No importaba lo doloroso que pudiera ser, más que nunca estaba deseando hacerlo. Si era mejor que esto debía ser casi el paraíso. Vamos, Manu, no te pares. Jamás había estado más excitada, nunca se había sentido tan fuera de sí, literalmente ardiendo, entregada a la pasión y el deseo, llena de amor y felicidad, sintió que jamás le había querido como entonces. Sacudía lentamente la cabeza de un lado a otro, gemía y suspiraba, se agitaba, se contraía, siempre con los ojos cerrados, sonriente, y con la respiración entre cortada. Rozaba el límite de la pasión cuando, de pronto, en uno de esos gestos involuntarios que no sabía evitar abrió por primera vez los ojos y comenzó a gritar horrorizada. Porque allí, en la ventana del conductor, descubrió, pegada al cristal, la cara deforme y horrorosa de un hombre que les espiaba en silencio con expresión de pervertido.
Al oír los chillidos de Lorena y sentir cómo su corazón se aceleraba hasta casi el colapso, de tan grande que había sido el susto, Manu se giró alarmado y también descubrió al mirón. Sintió una gran sorpresa y un escalofrío de miedo, pero automáticamente se dio la vuelta, insultó lleno de ira al intruso y salió del coche amenazándole. Sin perder más tiempo, al verse descubierto el deforme fisgón echó a correr despavorido hacia el interior del bosque, de modo que Manu, ardiendo en cólera, salió detrás de él gritando que le iba a dar una paliza, pero dejando a Lorena sola en el coche.
Nerviosa y asustada, medio desnuda, su primer instinto fue abrigarse, el segundo esconderse, sus pelos se pusieron de punta mientras miraba a todos lados muerta de miedo. Ya no oía los gritos de Manu, que se había alejado mucho más de lo que a ella le hubiera gustado, y apenas podía distinguir en la oscuridad más que las siluetas de unos pocos pinos y varios arbustos a su alrededor, lo máximo que alcanzaba a alumbrar la luz interior del coche. No sabía si empezar o no a gritar cuando un destello metálico le picó en el ojo. Entonces miró al retrovisor derecho y descubrió, parada diez o doce metros por detrás del coche, una silueta negra recortada por la luna. Se trataba de un hombre alto y robusto, gigantesco, que llevaba una gorra en la cabeza y una enorme hacha en los brazos. La hoja del arma brillaba como el fuego y heló en sus venas la sangre de Lorena. ¡Manu! ¡Manu! Ella gritaba, pero el muchacho no la oía, estaba demasiado ocupado persiguiendo entre las ramas al pervertido, esquivando hojas y arbustos, siguiendo casi a ciegas el sonido de los pasos atolondrados del mirón. Maldito borracho. Lorena volvió a mirar al espejo, y el hombre del hacha había desaparecido.

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¿A que no te atreves a entrar?



Cuando Linda llegó todavía chispeaba un poco. Había engañado a su padre diciéndole que iba a ir al cine con unas amigas para que no sospechara al llevarla en coche, y luego había caminado bajo la lluvia el escaso trecho de cinco minutos que separaba el centro comercial del parque en que la esperaba Marco. Aquel era un muchacho enigmático. Eso le gustaba.
Mientras caminaba, pensaba que la lluvia le habría espantado, que no sería capaz de esperarla tanto tiempo ­¾su padre no era precisamente un piloto de carreras al volante, y a eso había que añadirle el paseíto a pie desde el cine­¾, pero no, se equivocaba. Al llegar le encontró donde suponía, tumbado en el césped sobre una toalla, cobijado de la llovizna bajo un enorme almendro de inmensa copa, y jugando a algún pasatiempo extraño con su móvil nuevo. Parecía desinteresado y distraído, pero la había esperado al fin y al cabo, y eso le gustaba aún más.
Casi como desde otro rincón de su cerebro, Marco escuchó un ruido extraño que no consiguió asociar con el de las gotas de lluvia que golpeaban las ramas sobre su cabeza. Ensimismado con su juego electrónico, luchó contra el impulso de abandonar la partida, mientras intentaba descubrir de dónde procedía el sonido que se le acercaba para poder catalogarlo y desecharlo como el canto de un grillo o el claxon de un coche anónimo. La partida estaba interesante y quién sabía cuándo volvería a repetir una puntuación tan alta dándole vueltas a la diminuta serpiente en la pantallita del móvil. Pasos, pensó, y levantó por primera vez la mirada del teléfono.
La hierba recién mojada brillaba bajo la luz, cada vez más rosada, de los primeros rayos del atardecer que las nubes comenzaban a descubrir en el cielo. Frente a sus ojos, las zapatillas blancas y azules de Linda esquivaban los charcos con cuidado de que el agua no mojase los bajos de sus tejanos desteñidos. Había perdido la noción del tiempo, pero creía estar seguro de que no era la hora a la que habían quedado. Dudaba si levantarse a saludar o esperar a que ella se sentase a su lado, cuando se sorprendió en mitad de un amago de incorporarse, un gesto que él no recordaba haber decidido. Ella le sonrió desde lejos, una sonrisa leve, sutil, que apenas sí se percibía tras su lacia melena y que Marco casi descartó por irreal. Sin embargo sus ojos sí sonreían, no cabía duda, con un brillo alegre y azulado que él supo distinguir enseguida. Lo sintió como una punzada, como un soplo dulce y cálido que accionara un resorte oculto en su pecho. Y entonces todo le dio igual. La hora, la lluvia y su timidez disfrazada de arrogancia. Se guardó el móvil en el bolsillo, se levantó y se dirigió al encuentro de la empapada muchacha.
Con las otras chicas del instituto nunca le había pasado. Él era un verdadero maestro en el arte de seducir a las muchachas del pueblo, chiquillas que, por regla general, no presentaban demasiada resistencia sino más bien al contrario. Así era Marco, un chico popular, del último curso, por quién las chicas solían suspirar y al que le encantaba jugar ese papel que se le asignaba. Don Juan, le podríamos llamar.
Tampoco era la primera vez que llevaba a alguna de sus conquistas a aquel parque. A las chicas les gustaba el romanticismo implícito en su bosque de almendros, el olor de las flores nuevas y la preciosa vista de los atardeceres reflejando sus tonos rojos, ámbar y morados sobre el azul brillante del río. A él le gustaba por la relativa lejanía del parque respecto al pueblo, a medio camino entre el centro comercial y el viejo cementerio. El gentío que bullía entrando y saliendo de las tiendas sin cesar no constituía un problema, estaba demasiado ocupado con sus compras para prestar atención a las evoluciones de Marco en el jardín; en cuanto a los habitantes del cementerio... bueno, a esos sí que no les importaba.
En los días de lluvia como aquel, un precioso arco iris cruzaba el cielo con perfecta claridad, como si naciera en algún lugar al otro lado del río, escondido entre las copas de los almendros en flor y fuese a morir allá detrás de los sauces del cementerio, enmarcando la escena del parque como si el mismo Marco la hubiera diseñado. Ninguna chica podía resistirse a eso, pero con ésta era distinto. Ésta no era como las demás.
Marco se encontró con Linda y la recibió con dos besos. Las rosadas mejillas de ella, suaves pero cálidas, denotaban el sofoco producido por la caminata a paso ligero desde el centro comercial. Las de él, heladas, demostraban el nerviosismo y la excitación. Como ya he dicho, nunca antes le había pasado con las otras chicas. Pero, entonces, pensaba él sin cesar mientras caminaban de vuelta hacia el Gran Almendro, ¿qué pasaba con Linda? ¿Por qué con ella le temblaban las rodillas?
El gran parque consta de dos áreas principales, el inmenso bosque de almendros, que se extiende hacia el oeste entre el río y el cementerio, y, en su centro, una explanada de césped, desnuda de vegetación arbórea, donde encontramos una hermosa fuente de agua potable, en la que un ángel de mármol vierte agua desde un cántaro, también de piedra. Es a este pequeño jardín ¾por supuesto pequeño si relacionamos su extensión con la del bosque¾a donde acuden las familias a jugar con los niños los domingos por las mañanas, las parejas de enamorados a merendar tendidos en la hierba algunas que otras tardes, y a donde Marco solía llevar a sus rendidas conquistas con propósitos que no soy yo nadie para juzgar.
Linda era nueva en el pueblo. Apenas llevaba dos semanas en el instituto y contaba que aquella era su tercera ciudad en poco más de treinta meses, pero que para ella, que se había criado casi a salto de mata, de pueblo en pueblo, de un lado a otro sin quedarse en ninguno lo suficiente para cogerle cariño ni a la tierra ni a su gente, los cambios bruscos e inesperados de residencia eran algo a lo que ya se había acostumbrado. Por lo visto, tantos cambios se debían al trabajo de su padre, según había explicado. De modo que Marco ya tenía dos temas para comenzar la conversación aquella tarde en el parque: de dónde eres y a qué diablos se dedica tu padre. Y preparaba minuciosamente la estrategia en lo que llegaban a la sombra del Gran Almendro.
Aquel árbol tenia historia, como casi todo en el pueblo. Así como la Plaza Mayor, el reloj del Ayuntamiento o el Monumento a los fundadores, el Gran Almendro llevaba allí desde los orígenes del municipio. Bajo su enorme sombra se habían celebrado banquetes, tomado decisiones y librado duelos desde tiempos que apenas recordaban los más viejos del lugar. El Almendro, se solía decir, era el verdadero centro del pueblo. Se erguía alto y robusto, colosal, en el extremo nordeste del bosque, y el destino había querido separarlo varias decenas de metros de sus demás compañeros, como el ciervo más fuerte y de cornamenta más poderosa que dirige al resto de la manada. Como el padre de Bambi, comentaría luego Linda, una vez Marco le había contado la historia tal y como se la había oído mil veces a su abuelo. Sí... más o menos, respondería él extrañado. Pero eso iba a ser mucho más tarde, después de que se agotasen las dos primeras opciones de conversación que tan bien traía Marco preparadas.
¾ ¿De dónde eres? ¾atacó con esta exquisita sutileza apenas sus cuerpos rozaron la toalla.
La risa de Linda brilló como trocitos de cristal chocando contra la superficie del río. Al reír, la joven cerraba los ojos y dejaba que su cuerpo se venciera hacia atrás, natural y alegre, risa de chiquilla fue como Marco la definió. Por supuesto, Linda no respondió, ni a esto ni a otras muchas cosas, y esquivaba las preguntas personales de un modo tan descarado y poco preocupado que incluso parecía espontáneo. Si Marco le preguntaba por su familia, o por su antigua escuela o por sus viejos amigos, Linda reía y meneaba la cabeza, como si dijera te estás adelantando chaval, aún no te he dado permiso para cruzar esa línea. Si la conversación se desviaba hacia sus gustos y aficiones, la joven daba vueltas y rodeos y eludía las preguntas con respuestas del tipo: bueno, me gusta un poco de todo.., escucho cualquier música.., me gustan las películas con buen argumento y buenas actuaciones... Vamos, que bastante poco pudo sacar Marco de sus dos preparados temas de conversación.
Aunque, sin embargo, la charla no resultó nada aburrida. Linda parecía especialmente interesada en los mitos y leyendas de esa parte del país, tan dada a la fantasía, y, en particular, de aquel pueblo. La joven disfrutaba mucho escuchando con enorme interés los cuentos, que para Marco no eran más que historias de viejas, pero que abundaban y de qué manera en la comunidad. Una de ellas devolvía a la vida soldados fantasmas caídos en la guerra pero que seguían rondando por las noches en busca del enemigo, sin saber que estaban muertos. En una de las más esotéricas, varios niños desaparecidos en los años oscuros de la historia del pueblo y que nadie volvió a ver jamás, empezaban a presentarse a sus padres entre sueños, muchos años después pero como si el tiempo no hubiera pasado para ellos, pidiendo con voz inhumana una ayuda que jamás pudo llegar. O la más famosa ¾bueno, como mínimo la segunda más famosa, aunque bastante más creíble que la primera, que ya tendrá su debido protagonismo más adelante¾, la del campanero al que el brutal sonido de sus campanas volvió loco y asesinó, en un baño de sangre, al sacristán y a cinco de sus monaguillos mientras oficiaban la misa del domingo, con más de medio pueblo abarrotando los bancos de la iglesia. Contaban que se había ensañado con ellos, descuartizándolos con el cuchillo jamonero de la sacristía mientras gritaba ¡Impuros! ¡Impuros!, antes de salir corriendo y arrojarse de cabeza al pozo del patio. Sobre lo que el campanero pudo haber oído o visto antes de perder el juicio, y el motivo por el que llamaba impuros a sus víctimas, se hicieron todo tipo de apuestas, pero pocos creían que hubiesen sido sólo las campanas. Desde luego parecía que aquella villa tenía algo especial que contribuía a que a sus habitantes se les fuera la olla, o eso pensaba Marco.
Había muchas historias más, pero el muchacho decidió contarle a su amiga sólo las que consideraba menos inverosímiles, y a todas ellas prestó Linda un curioso interés. De no parecerle una criatura tan hermosa, Marco hubiera pensado que se trataba de una chica rara y especialmente morbosa, una de esas hippis de ciudad que flipaban con las historias de paletos. Qué chupi, tía. Pero no, Linda no parecía de esas. Su interés resultaba mucho más misterioso que estúpido. Sonreía mientras escuchaba y miraba directamente a los ojos, manteniendo la mirada de Marco mucho más de lo que resultaba cómodo. Una vez tras otra, él se sorprendía bajando la vista antes que ella, presa del nerviosismo y la timidez. ¿Pero qué estaba pasando? ¿Quién dominaba esta vez la situación? Este intercambio de los papeles a los que estaba acostumbrado le irritaba y ponía de mal humor, pero, por alguna extraña razón, sentía el impulso de seguir hablando, desnudando los secretos de su pintoresco pueblo para alimentar la curiosidad de una chica a la que hacía ya bastante tiempo sabía que no iba a ser tan fácil conquistar.
Relatando una tras otras las leyendas que para él no significaban nada, pero que a ella parecían encantarle, olvidaron los preciosos tonos lilas y morados del atardecer otoñal y hasta las últimas gotas de lluvia del día. Cuando por fin se dieron cuenta, una cálida y acogedora noche había caído y un místico cielo estrellado se destapaba más allá de las tupidas ramas del almendro. Recogieron las toallas y la cesta de los bocadillos y se alejaron del árbol hacia el centro de la explanada, donde podrían tumbarse en la hierba y contemplar las estrellas. El aire puro y la noche clara, poca luz en el parque, las constelaciones se verían con nitidez. Ella se tumbaría bien cerquita de él para que le señalase qué puntos del cielo debía distinguir y unir con una línea imaginaria. Marco se frotaba las manos: si aquello no funcionaba, lo mandaría todo al carajo.
¾¿Qué es eso? ¾preguntó Linda señalando con el dedo hacia el oeste, hacia el lugar donde las copas de los almendros se cambiaban por las de los sauces.
¾¿Eso? ¾respondió él¾ Nada. El viejo cementerio. Ven, te enseñaré algunas constelaciones.
Marco colocó su toalla sobre la hierba húmeda y se sentó, confiando en que ella le seguiría, olvidaría el maldito cementerio y se dejaría llevar por fin con la ayuda del romántico campo de estrellas. Con suerte, tal vez caería en sus brazos cuando empezase a susurrarle al oído las cursis historias mitológicas que sobre esas constelaciones había aprendido en el instituto. Pero algo le decía que eso no iba a suceder. Ella seguía de pie, con su toalla roja aún colgada del brazo y sin apartar la vista de la oscura mancha verduzca que dibujaban los sauces en el horizonte, como si sus ojos entrecerrados fueran capaces de atravesar la maleza del bosque, el confuso enramado de almendros y sauces llorones y penetrar en las profundidades del cementerio. Joder con la chiquilla, pensó, si que es retorcida, ahora le ha dado por las tumbas.
¾Apuesto a que también tiene su historia ¾comentó ella como en un suspiro, para sí misma, como si no hubiera nadie más escuchándola allí.
Venga ya, se dijo Marco, eso no. Ya tenía suficiente con tanto rollo de cuéntame esto, cuéntame aquello. Empezaba a sentirse como si le hubieran tomado por el trovador oficial del pueblo. Como su abuelo, se sentía. Y no era eso a lo que había venido. Una cosa era recitar un par de leyendas, narrar algún que otro episodio oscuro de los muchos que daban fama al pueblo, pero más no. Y menos ese, el del cementerio, que precisamente era el más popular y espeluznante de todos.
¾Bah ¾respondió restándole interés¾. Sólo es una bobería, historias para asustar a los niños que no se quieren dormir. Vamos, siéntate aquí conmigo y miremos las estrellas. ¿Ves? Ese es el cinturón de Orión y aquellas son...
¾No, venga ¾suplicó ella poniéndose de rodillas y apoyando una mano sobre la pierna de Marco¾. Las estrellas pueden esperar, además, ya me las sé todas, me aburren. Quiero que me cuentes la historia del cementerio.
Ya se las sabía todas... ¡Y le aburrían! En un abrir y cerrar de ojos la última carta de Marco resultaba estar marcada. Pero lo del cementerio... Marco chasqueó los dientes.
¾¡Ah! En serio, olvídalo ¾se dejó caer hacia atrás en la toalla y cerró los ojos, ridículo como si tomara un sol inexistente¾ Te digo que es una tontería y no te va a interesar.
¾¿Y si es tanta tontería qué más te da contármelo?
La presión de su mano en la pierna de Marco se endureció ligeramente, casi insinuante. Hastiado y a la vez sorprendido, el chico levantó la cabeza y se quedó mirando pensativo a la muchacha que tenía a sus pies. La brisa de la noche agitaba dulcemente su melena rojiza, de la que la luna llena arrancaba destellos de luz parduzca que parecía verdosa al reflejar el color de la hierba. Su camisa, de un tejido sedoso y cuello amplísimo, caía levemente por su hombro izquierdo esbozando el dibujo de su pecho. No sonreía, sino que cerraba los labios y arqueaba las cejas inclinando la cabeza. Parecía un perrito que suplicara por su paseo.
¾¡Por favooor!
Linda pestañeó dos veces y se apartó de la cara el flequillo zarandeado por el viento. Cuando sus ojos azules volvieron a acariciar los de Marco, él ya sabía que le iba a contar la historia del cementerio. Mierda, escuchó el chico en algún rincón de su cabeza.
¾¡Bien! ¾exclamó Linda cuando vio que Marco al fin se incorporaba, gruñendo y dedicándole su más sentida mirada de odio. Ella sonreía hasta el límite de sus mandíbulas, aplaudió divertida casi sin darse cuenta y se sentó en la toalla al lado de su amigo. Muy cerca, rozándole. A su manera, le agradecería el esfuerzo. Vamos, cuenta.
El cementerio. Tal vez no todo estuviera aún perdido, ya que en algunas ocasiones ¾aunque sólo en algunas ocasiones¾ Marco había tenido que recurrir a él como última oportunidad de éxito con una chica. La cosa funcionaba así: ¿Noche fría, nublada y, por lo tanto, sin estrellas? ¿Chica desconfiada? ¿Falta de inspiración o mal día en eso del imán personal de Marco? Bien. Pues se cuenta la historia del cementerio ¾una payasada mayúscula, pero con tanto encanto y misterio que resulta irresistible para quien la oye¾, se adorna, de paso, con un poco de cosecha propia para convertirla en un relato verdaderamente espeluznante y, cuando la chica está bien cocida a fuego lento, se susurra lentamente y con cara de diablillo: Oye, ¿te atreves a entrar? A eso no hay respuesta femenina posible. La chiquilla siente un escalofrío, le tiembla el labio en una mueca de asco y se abalanza a los brazos de uno gimiendo: ¿Estás loco? ¡Ni de broma entro yo ahí de noche! Ay, tío, qué miedo. Abrázame fuerte... Y suena la campana. ¡Campeóooon... Marco, una vez más!
Ese era el único lado bueno, el de la posibilidad, remota, pero posibilidad, al fin y al cabo. Pero el lado malo era mucho peor. En este pueblo, los niños crecen de esa manera, escuchando una vez tras otra las incontables leyendas que los siglos han cultivado en su tierra. De muchas se ríen y a otras no hacen caso, pero nadie se burla de la del cementerio, de ella derivan noches de pesadillas infantiles y un pánico adolescente casi febril a ese lugar, de modo que muchos de los jóvenes del municipio ni siquiera se atreven a acercarse a cien pasos de su puerta. ¿Y por qué? Pues porque esa era la única leyenda, junto con la del campanero, que estaba justificada y comprobada históricamente. Vamos, que había pasado de verdad. Con la diferencia de que en la de los crímenes de la iglesia un tipo se volvía loco y se liaba a cuchilladas antes de suicidarse, y ahí se acaba el tema. Pero en el cementerio habían ocurrido cosas mucho peores, cosas inhumanas, cosas tan terribles que habían hecho que el mito perdurase por los siglos sin variar un ápice sus detalles principales, de tan arraigada como estaba su leyenda en el subconsciente popular. Pero era cierta, eso nadie lo negaba. Cierta y terrorífica.
Por eso a Marco no le gustaba contarla. Había vivido demasiados años asustándose cada vez que alguien nombraba el viejo cementerio y ahora, que ya tenía edad suficiente para distinguir realidad de fantasía, todavía era incapaz de hablar sin pudor de aquel lugar, mucho menos de entrar. Pero eso las chicas con las que le gustaba fanfarronear no lo sabían. Solamente cuando el fin justificaba los medios, cuando recordar la vieja historia podía traer algún fruto, un desenlace beneficioso para sus intereses, entonces y sólo entonces, Marco se atrevía a contarla, eso sí, alterándola lo suficiente como para que no resultase demasiado familiar, o correría el riesgo de asustarse él también, y no se trataba de eso. Pero con Linda no iba a ser tan sencillo. Algo le decía que muy poco le importaba a ella si él se asustaba o no, que deseaba escuchar la leyenda tal cual era, sin aditivos, y que ya ella decidiría si había motivo para el miedo. Así que esta vez no habría sorpresa, ni susto, ni resultado favorable, ni nada parecido a un escalofrío o un abrazo final, eso estaba claro, y a Marco le irritaba a más no poder. Y no eran los ojos color turquesa de ella, ni su pelo brillante ondeando bajo las estrellas, ni siquiera su sonrisa perfecta iluminada por la luz de la luna llena. No sabía qué era, pero maldijo los muertos de aquel impulso que le obligaba a contar la verdad. Tomó aire y lo expulsó lentamente con los ojos cerrados. Preparados, ahí iba eso.

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Tomás.


Ella había muerto. Él se encontraba perfectamente, o eso creía, un par de arañazos tal vez. Pero ella no volvería a respirar, y no era plan de echarse uno encima las culpas.
Tomás entró en su casa en último lugar detrás de sus padres y su hermano, con las manos todavía temblorosas y sujetas tras la nuca para no liarse a golpes de rabia. Después de horas de silencio, en las que las miradas lo habían dicho todo, ningún miembro de su familia o de la de ella había tenido el valor de dirigirle de nuevo la palabra. Sin embargo él sabía lo que pensaban, no necesitaba escucharlo porque su cabeza lo repetía sin cesar.
Tomás no sabía llorar. De hecho, no recordaba cuándo lo había hecho por última vez, pero entonces hubiera deseado poder hacerlo, hubiera vendido su alma al diablo para poder romper en llantos y borrar con lágrimas todo lo sucedido. O no, mejor aún, vendería su alma al diablo por una máquina del tiempo, para así ser capaz de regresar a aquel instante de mierda en que salió de la discoteca abrazado a su novia, el sol ya casi despuntaba, y ella le repetía que prefería volver en taxi.
Ey, ¿qué estaba haciendo?, no era momento para ponerse a pensar en tonterías, ella ya no volvería a pedirle nunca nada.
Descargó su cuerpo abatido contra la cama, como a cámara lenta, contando los segundos en su cabeza. El tiempo lánguido y confuso, como flotando en una nube, gravedad cero, mente en blanco y ojos como platos que no ven, sentidos dormidos que no sienten, apenas humedecidos los lagrimales, con la mirada fija en el suelo y la respiración entrecortada. A velocidad de un fotograma por segundo dejó caer la americana desde sus hombros al edredón y sacó la corbata del bolsillo interior. Las mangas de la camisa remangadas hasta los codos y un terrible olor a alcohol, un olor indescriptible, irreconocible, póngame un ron con cola con whisky con agua con licor de plátano con un poco del cuarenta y tres y vodka con limón. Y ese chirrido entre los cristales antes de la oscuridad.
Mientras estaba en el hospital, Tomás sólo pensaba en derrumbarse en su colchón y llorar con la cabeza hundida en la almohada, y sin embargo ahora era incapaz de tumbarse, tan impensable relajarse como imposible le había sido antes, en el pasillo de la U.C.I., mirar a la cara a su familia y, aún peor, a la de ella. ¿Pero cómo le explicaba a un padre, a esa madre desconsolada y rota, vacía por dentro, que no era sólo él, que todos bebían, que incluso ella lo había hecho? ¿Y cómo volver a hablar a su mejor amigo, el hermano de ella, su compañero desde críos, cómo demostrarle que no quería que aquello sucediera, que nadie, de eso estaba seguro, podía sentirse peor que él en esos momentos?
Por eso era mejor no hablar, mejor guardar silencio, ya que lo que sí era seguro era que ninguno de ellos se iba a molestar siquiera en recomendarle a gritos por dónde tenía que haberse metido él el volante. No estaban para pamplinas.
De manera que Tomás se sentó en el borde de su cama y trató de poner la mente en blanco, se balanceaba sin darse cuenta como un niño asustado al tiempo que intentaba formatear su cerebro. Pálido el rostro ojeroso, sudorosa la frente y frenéticas las manos, demasiado pronto para olvidarlo todo con el runrún todavía de aquella última canción repicando, a lo lejos, en algún lugar de sus tímpanos. Se encerró en su habitación con la boca apretada, los ojos abiertos de par en par con sus respectivas cejas colgadas del flequillo, las ventanillas de la nariz aleteando con cada respiración, musitando de vez en cuando un nombre ininteligible. Le dolía la cabeza, no quería ni podía pensar, sólo miraba aquel puntito en el baldosín del suelo junto a la pata de la silla y tarareaba la dichosa cancioncilla.
No hacía tanto que habían subido al coche, ella con él, y aún hacía menos que habían tenido que sacarlos de entre los hierros, por la ventanilla del conductor, claro. Sólo recordaba un grito, el de ella, y un claxon enloquecido. Cuando volvió a la luz reconoció a su padre sujetando una bolsa de hielo contra su frente y preguntándole sin cesar qué has hecho. No había hablado con los padres de la chica pero recordó haber temblado al leer el letrero d el pasillo de Cuidados Intensivos. Dios fue la última palabra que Tomás pronunció aquella noche, al menos que se entendiera, aunque Dios sólo hubiera llegado a tiempo para él, no para ella. Un milagro dijeron los médicos que examinaron a Tomás, una mierda gritó el padre de ella antes de salir de la habitación y reventar a patadas una máquina de refrescos por no reventarle a él.
Flashes de mil colores y exclamaciones entrelazadas se agolpaban frente a los ojos de Tomás como proyectados en aquel punto del suelo. No podía sacarla de su cabeza. Sus labios temblaban musitando compulsivamente su nombre mientras aquella última imagen iba abandonando su mente tan despacio como antes el espíritu de la muchacha había abandonado su cuerpo, a través, no cabía otra posibilidad, de la ventana rota de Tomás.
Pero él no sabía llorar. Dejó, inconsciente en su balanceo, que su mirada traicionera paseara por las paredes de la habitación arrancando de ellas fotos, dibujos, postales y recuerdos que exhalaban su aroma y cobraban vida ante sus ojos. Ella le había regalado la mitad de aquellas cosas y aparecía en la otra mitad, cómo admitir que ya no lo haría. Aquella película que vieron juntos, ese viaje de verano junto a ella, el día de su cumpleaños, los recibos de sus compras de Navidad, su jerseys olvidados y sus huellas en el aire, todo reflejado en cada rincón de la habitación, todo demasiado a flor de piel. Los arañazos y heridas de su cuerpo escocían sólo de pensar en ella, no podía separar su nombre de sus labios, pero su imagen, debía desterrarla o acabaría matándole. Daba gracias al cielo por no haberla visto debajo de los hierros.
Sumido en el silencio y en la desesperación, Tomás balbuceaba como un niño autista, columpiándose sobre el borde de la cama, apretando con los puños sendos jirones de tela de los muslos. No había sido caro el esmoquin, estos sitios lo requerían, pero el vestido de ella sí que lo era, aquel traje negro precioso que tan bien le sentaba, pero qué bonita estaba. Estaba. Ella.
Tomás repetía uno tras otro en su cabeza los pasos que habían dado los dos juntos esa noche, desde la cena de Nochevieja en casa de sus padres hasta la salida de la fiesta. Ya entonces le dolía todo, y recordó que no veía muy bien, ella también se quejaba, creyó acordarse de que se trataba de los pies por culpa de aquellos largos tacones. A los dos se les iba un poco la cabeza, y era difícil concentrarse en caminar entre tantas risas. Ella estaba preciosa y, como no había amanecido aún, estaban decididos a desayunar churros, como siempre fue de ley en Año Nuevo. Ahora sólo a él le dolía la cabeza, a ella ya no le dolía nada.
Tomás aprendió a llorar aquella noche, pero nunca se lo dijo a nadie. Yo no quería, yo no quería, repetía sin cesar y susurraba su nombre. Algo le dolía por dentro, algo profundo e indescriptible se rompía en su interior pero no sabía darle forma, ponerle un nombre. Pensó que, como en las canciones, podría ser el corazón. La verdad era que dolía y mucho, tal vez demasiado, y no era capaz de localizarlo ni deshacerse de esa sensación. De pronto se dio cuenta de que sus labios se humedecían y no era la saliva, Tomás ya sabía llorar, aunque no se lo quiso contar a nadie.
Su hermano se había escondido en su cuarto, prefería, como Tomás, estar sólo y pensar, no le vendría mal aprender. Sus padres hablaban en el salón. Papá gritaba de vez en cuando, pero Tomás no era capaz, o no quería, entender lo que estaba diciendo, bastante tenía con lo suyo. Mamá si que lloraba de verdad, y no porque fuera experta, sino porque se ponía en el lugar de la madre de ella. Ambos, Papá y Mamá, habrían jurado sobre la Biblia, como los americanos de las películas de juicios, que a Tomás jamás le ocurriría, ¡pero si él no bebía! Bueno, tal vez un poco, pero como todos ¿no? Además, su Tomás era distinto, le habían educado como mejor sabían y era un chico responsable y maduro, joven pero sensato, no querían decir que fuese modélico, pero, por favor, ¡no era Lucifer! Estaban tan seguros de haber hablado lo suficiente con él y de que era consciente de los riesgos y de sus responsabilidades ante ellos que aquello no entraba en sus planes. Vamos, a nuestro Tomasín...
No bebas hijo, y si lo haces, no cojas el coche. Ya lo sé Mamá, no te preocupes. Los padres de Tomás no quisieron hablar con él al volver del Hospital, tampoco les habría escuchado. Sabían dónde y cómo se habían equivocado, pero no sabían cuando, y se sentían tan responsables como él del dolor de aquella otra familia. Decidieron que no podían permitir que el chico cargara con toda la responsabilidad, que era suya, sí, pero su deber como padres era el de apoyarle en esos tan malos momentos y brindar a los familiares de ella todo su cariño y ayuda de cualquier manera. Eso sería lo correcto, y debían anunciárselo a Tomás, tratar de animarle si era posible.
Esperarían un rato a que se tranquilizara, que meditara sólo en su habitación haciéndose consciente de lo que había sucedido y por qué, y entonces acudirían a él para evitar que pudiera agobiarse o deprimirse sin necesidad. Así lo harían, dándole tiempo para que pensara, que reflexionara, que asumiera lo ocurrido y sus consecuencias, que reconstruyera su vida. Pero sabían que tampoco convenía abandonarle en esos momentos, por eso sólo le dejarían a solas un ratillo, no demasiado. Fue horas después, cuando Papá decidió acercarse a su cuarto para ver cómo estaba, cuando encontraron la habitación vacía y una ventana abierta.
Publicado el 20-ago-08 en

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