jueves, 21 de agosto de 2008

No podrás escapar.


Sube, todo está preparado. Lorena sonrió a Manu antes de decidirse por fin a entrar en el coche, se sentía incómoda por ponerse por primera vez esa minifalda tan corta y lo que se pudiese entrever al levantar la pierna para colocarse en asiento del copiloto. Aunque, de todas formas, sería mucho más lo que le iba a enseñar después.
Llevaban varias semanas planeándolo, buscando el día adecuado para poder llegar tarde a casa sin levantar sospechas y esperando ansiosos el fin de semana en que no lloviera. Manu, un par de años mayor, parecía tranquilo y seguro, a pesar de que para él también era la primera vez, pero ella, en cambio, temblaba y se estremecía ante la sola idea. Sin embargo en su interior sabía que lo deseaba tanto o más que su novio.
Por eso aceptó cuando aquel sábado por fin dejó de llover y recibió la llamada de Manu, a eso de la seis: Hoy es el día ¾le dijo. ¿Seguro? Sí, es perfecto. Se vistió y se acicaló tal y como lo habían acordado ¾ropa cómoda y suelta, que facilite las cosas¾, y se puso todo lo guapa que quería que él la viera en aquella su primera vez. Y esperó que Manu hiciera lo mismo. Después de esa noche ya nada sería igual entre los dos.
Pasadas las nueve Lorena y su minifalda subieron al coche de Manu, todavía con la respiración entrecortada y la conciencia a vueltas entre la culpa y el deseo. Sin embargo, nada la iba a echar a atrás. Él estaba tan guapo y tan seguro, y esa emoción que lo envolvía todo, y ese sentimiento de saberse fuera de la ley resultaba tan excitante, que cuando sintió el calor de sus labios en la boca y el frío agradable de su mano en el muslo desnudo, olvidó todas sus dudas.
Sería la primera vez que harían el amor, e iba a ser perfecta. Lo habían intentado antes, habían estado cerca, pero aquella noche estrellada, de luna clara y cielo abierto, se entregarían por fin el uno al otro escondidos entre los pinos en algún lugar apartado y romántico de la cumbre de Gran Canaria, con las luces de Las Palmas a sus pies y la brisa y los grillos cantando en sus oídos.
Por la autopista ya iban calientes. Manu seguía serio, atento a la carretera y a los desvíos, ella se relamía al sentir sus dedos, cada vez menos fríos, acariciando su piel estremecida por debajo de la falda. No te anticipes ¾le dijo. No es tan fácil resistirse a ti ¾fue la respuesta. Pero enseguida Manu tuvo que abandonar su labor y concentrar ambas manos en el volante, cuando abandonó la autopista del Sur para empezar la ascensión por la carretera de Tafira hacia la cumbre. Una curva tras otra y un pueblo que seguía al anterior, iban dejando atrás kilómetros de montaña cada vez más cerca de la luna que de las luces de ciudad lejana. Pronto comenzaron a notar el frío lógico a esa altura y tuvieron que subir las ventanillas, y cuando la radio perdió sus emisoras Manu se apresuró a poner en el casete una cinta de música cuya etiqueta rezaba con letras verdes: Para ocasiones especiales. Bandido, susurró ella cuando empezó a llenar el coche su canción favorita. Acarició la mejilla de su novio antes de plantarle un beso mudo, casi una caricia, en la mejilla. Espera que lleguemos arriba.
Tras dejar atrás los últimos ecos de San Mateo la pareja continuó subiendo en dirección al pico más alto de la isla. La excitación y el nerviosismo subían con ellos y especialmente con Lorena, que ya iba pensando qué iba a ocurrir, cómo iba a ser, si le iba a gustar y también, cómo no, en la principal preocupación de las chicas cuando llega este momento, en si le iba a doler. Pero no, ella podía estar tranquila porque, a pesar de su aspecto rudo y varonil, Manu era en realidad un encanto de chiquillo, un muchacho amable y cariñoso que desde que lo conocía no le había demostrado más que atenciones y amor. Él sería incapaz de hacerle daño.
Mientras Lorena daba vueltas a todo esto en la cabeza, Manu, al volante del coche de su padre, seguía ascendiendo sin rumbo fijo prestando toda su atención a cada curva de una carretera traicionera y también a cada claro o recodo entre la maleza donde poder esconder un coche con la mayor intimidad posible. Hacía rato que marchaban en solitario por la oscura carretera, atrapados, por un lado, por paredes de piedra y arbustos, sobre las que se alzaban grandes pinos y, por el otro, por el tenebroso barranco, salpicado aquí y allá de plantas, huertos y casa viejas. Al contrario de lo que esperaban, la típica neblina de medianías había comenzado a caer, y con ella arrastraba un frío intenso, que sería mucho más preocupante si se desataba la lluvia. Por eso Manu decidió que lo mejor iba a ser salir cuanto antes de la zona del mar de nubes, evitando así el mal tiempo y la posibilidad, no sólo de que se estropeara la noche, sino de que luego, a la hora de volver, el coche no quisiese arrancar.
Parecía que todo se aclaraba un poco cuando distinguieron la intersección clave en la carretera, aquí se decidía el éxito o el fracaso de su expedición: al derecha Tejeda, a la izquierda el Roque Nublo y Las Mesas. En Tejeda hará frío, y pueden pasar más coches ¾comentó Manu en voz alta, aún a sabiendas de que Lorena ni sabía ni podía ayudarle. Así que tomó dirección al Roque, la zona más alta de la isla, y dio de este modo comienzo a la verdadera parte principal de la noche, la más interesante, importante y peliaguda: encontrar un sitio adecuado para aparcar el coche. Hacer el amor iba a ser difícil y tal vez atolondrado, pero si embargo, según decían, bastante gratificante. En cambio, de la decisión correcta a la hora de esconderse para ello dependía en un altísimo porcentaje el resto de la velada.
Así que Manu aminoró la marcha y comenzó a subir por carreteras más escarpadas y oscuras, casi ocultas entre la maleza más espesa y los bosques de pinos más tenebrosos, caminos que se internaban más y más en las profundidades de los pinares y dejaban atrás los peligrosos barrancos de las laderas de las montañas. En esta nueva región, el mar de nubes se convertía en mar de ramas y la visibilidad era casi nula, circunstancia que les favorecería una vez detenido el coche en un lugar seguro para hacer el amor, pero que hasta que llegara ese momento les ponía los pelos de punta. Decidió entonces avanzar con la luz larga, a velocidad moderada y fijándose todo lo posible en los recodos y calveros del bosque, ya que, si encontraban uno apropiado cuanto antes, no sería necesario seguir subiendo, y así evitarían tener que internarse cada vez más en esa terrible y desconocida arboleda de donde sólo les llegaban una brisa helada, sombras fantasmales y ruidos estremecedores. Manu estaba preocupado, pero Lorena tenía por primera vez miedo, y comenzaba a plantearse si no hubiera resultado más apropiado haberse decidido por el plan B: ahorrar entre los dos un dinerillo para pagarse una noche de hotel junto a la Playa de Las Canteras. Venga ya, el campo es mucho más excitante ¾le había contestado su novio¾. Pues vale.
Avanzaban a tirones, tramo a tramo, desde un posible candidato a sitio perfecto hasta el siguiente. Sin embargo, ningún lugar parecía estar lo suficientemente bien. Unos porque había demasiada luz; otros porque el bordillo que bajaba de la carretera asfaltada al camino de tierra entre los pinos era demasiado alto para ese coche; algunos porque eran demasiado pequeños y aquellos por ser demasiado evidentes y cualquiera podría descubrirles; el caso es que seguían y seguían subiendo y penetrando más y más en la oscuridad del bosque. Entonces no lo pensaron, porque estaban demasiado ocupados y excitados decidiendo dónde hacer el amor, pero si lo hubieran hecho les habría horrorizado la idea de haberse perdido. A pesar de todo, se afanaban en analizar cada uno de los lugares más o menos espesos, más o menos propicios, que iban encontrando, pero ninguno les satisfacía del todo, y, aunque encontraron uno que podría valer, decidieron no precipitarse y seguir buscando.
Había pasado ya casi una hora desde que abandonaran las melancólicas luces de San Mateo y se internaran en los bosques de pinares de la cumbre. Recorrían caminos y carreteras desconocidas para ellos, guiados sólo por la emoción y la sensualidad de encontrar un espacio perfecto entre los pinos donde apagar el coche, encender la radio y dar rienda suelta a la pasión que llevaban guardando demasiado tiempo. La luz de la luna apenas se filtraba entre las tupidas ramas de los pinos, la brisa fría pero agradable se colaba por las rendijas de las ventanillas y escuchaban algunos grillos cantando por debajo de la música especial que Manu había preparado para la ocasión. Lorena no apartaba un segundo la mirada del bosque a su derecha mientras frotaba nerviosa sus rodillas, muerta de frío. Manu intentaba concentrarse en encontrar ese claro perfecto mientras sus ojos se escapaban una y otra vez a los muslos de Lorena, allí donde su piel brillante por la crema depilatoria se convertía en la fina tela negra de su minifalda. ¡Había que parar ya!
Comenzaban a arrepentirse de haber pasado de largo aquel primer sitio que estuvieron apunto de escoger cuando, tras una curva muy cerrada, encontraron una caravana muy bien escondida entre la maleza y de cuyo porche colgaba un viejo farol que apenas brillaba con una luz naranja. Tras la sorpresa inicial, continuaron su camino sin fijarse en el tronco partido que yacía al lado del remolque junto a un montón de leña, y en el que se veía clavada una enorme hacha.
Se afanaban en buscar, ansiosos por parar y dedicarse a tareas más excitantes, y sin embargo cada vez la carretera era más tortuosa y menor la espesura de la red de pinos, de modo que los pinares daban paso lentamente al más árido desierto de roca, tan propio de la cumbre de Gran Canaria. Hacía horas que no se cruzaban con ningún coche, pero, desde luego, tan arriba ningún árbol ni vegetación alguna les serviría de escondite. Además, con la noche cada vez más cerrada, con unas nubes que comenzaban a agruparse amenazando tormenta, y con el frío que se hacía por momentos más intenso, corrían el riesgo de que el miedo y el nerviosismo sustituyeran a la excitación arruinando sus planes.
Visto todo esto, y después de un largo rato dando vueltas por las carreteras y páramos más elevados y recónditos de la isla, en el que no encontraron nada que les pareciese ni medio bien, decidieron renunciar a la búsqueda y regresar hacia aquel claro que habían visto una hora antes y que habían rechazo sin razón. No estaban desanimados, pero sí algo adormecidos por tan largo paseo, por lo que decidieron que lo más apropiado sería aparcar cuanto antes si no querían que el sueño les hiciera perder el viaje. Tal vez, algunos juegos de manos que Manu conocía bastante bien les devolverían al estado emocional en el que habían comenzado la ascensión, pero lo principal era encontrar aquel claro en la espesura enseguida.
De manera que se lanzaron cuesta abajo en un frenético descenso en el que las luces del coche de Manu iban dejando atrás largos tramos de oxidados quitamiedos intercalados con grandes rocas cubiertas de musgo y algún pino furtivo que crecía abandonado en la ladera del barranco. Recorrieron a la inversa largos kilómetros de carreteras viejas y estrechas sin pensar en la posibilidad de colisionar con otro vehículo que ascendiera al mismo tiempo, concentrados tan sólo en llegar de una vez por todas a aquel rincón perfecto en que darían rienda suelta por fin a sus ardores adolescentes. No tardaron en dejar atrás los escarpados acantilados de la cumbre para adentrarse de nuevo en la espesura del frondoso pinar, de modo que minutos después de dar media vuelta volvieron a pasar por delante de la escalofriante caravana, que seguía tan abandonada e inerte como la vez anterior, aunque ahora la luz anaranjada estaba apagada. Siguieron de largo como antes habían hecho y no vieron extraño que el hacha hubiera desaparecido.
Hacía más de dos horas que habían salido de Las Palmas cuando al fin aparcaron en el recodo perfecto del bosque. Había pasado ciertamente mucho tiempo y sin embargo la pasión, en lugar de descender, parecía haberse disparado con la sola llegada al nidito, un calvero no muy extenso enterrado entre varios pinos viejos, separado casi veinte metros de la carretera principal y protegido de toda visión desde ésta por la barrera natural que formaban un grupo de rocas grandes y la propia espesura de los árboles. En conjunto y casi por azar, habían logrado dar con lugar precioso, en mitad del pinar, en el que podrían disfrutar de una velada más que especial, única, escondidos del mundo, casi a oscuras, iluminados tan sólo por la frágil luz de una luna menguante. Una madrugada inolvidable e irrepetible, íntima, romántica y secreta, enmarcada por la luna, las estrellas, mucha maleza, muchas ramas, un grillo y el ruido de las hojas agitadas por el viento de la cumbre.
Manu detuvo el motor, apagó las luces y subió el volumen de la radio. Sonaba una dulce y melosa balada cuando se inclinó hacia la temblorosa Lorena, quien se estremeció sonriendo cuando él la desabrochó, primero el cinturón de seguridad, y luego el primer botón de la camisa. Lo primero que la chica sintió fue miedo y rubor, el último resto de su inocencia infantil que le alertaba del peligro, pero una vez los labios de Manu rozaron los suyos y sintió cómo él también crujía bajo su tacto, decidió que no había llegado tan lejos para echarse atrás. Deslizó su mano derecha por el lateral del asiento y, tirando suavemente de una palanca, se dejó caer despacio junto al respaldo del sillón acompañada por el cuerpo de su novio, que pronto quedó tendido sobre ella. Este beso fue mucho más largo.
Se acariciaron con dulzura, besando cada rincón de la piel del otro, sus dedos aún fríos jugueteaban tímidamente como si no tuvieran control sobre ellos. Un botón aquí, otro, el cinturón allá... La camisa de Manu se abrió del todo casi al tiempo que la minifalda de Lorena terminaba de subir, un beso tras otro, perdiendo el aliento que se escapaba de sus cuerpos y empañaba los cristales.
Tumbado boca abajo, semidesnudo, caído sobre el cuerpo cálido de Lorena, Manu acariciaba con los labios los dulces y tiernos pechos de ella por encima del sujetador, mientras su mano derecha se enredaba en la larga melena pelirroja que colgaba por detrás del asiento. Su otra mano, traicionera, serpenteaba sigilosa entre las ingles de Lorena hasta rozar el encaje de las braguitas. Ella, con los ojos cerrados, se estremecía con cada nuevo gesto de Manu y le dejaba hacer, confiada, porque sabía que eso era lo que ella deseaba, lo que tanto había esperado descubrir, lo que su cuerpo pedía a gritos. También sabía, porque no era difícil de adivinar, que, aunque nunca lo hubiera probado, Manu era un auténtico experto. Así que se limitaba a sonreír, entre jadeos, entregada a los mimos de su amante. A veces se sorprendía súbitamente excitada, casi agitada, en esas ocasiones en que Manu accionaba algún resorte secreto que ni siquiera ella era consciente de tener. Se dejaba ir, con un vaivén acompasado al ritmo de las caricias y besos del chico, que descubría para ella un mundo nuevo de sensaciones, de estímulos que nunca antes había conocido. Y le gustaba, le encantaba, y no tardó en dar rienda suelta ella también a sus pasiones. Por primera vez Manu se sorprendió cuando ella comenzó también a moverse, a morderle en la oreja, a acariciar su espalda desnuda hasta casi arañarle, a exclamar entre dientes de puro placer, a contraerse, a estirarse, a retorcer sus rodillas aferrando la mano de él entre sus ingles.
Y sólo era el principio. Ella lo sabía. Aún quedaba lo mejor, y por eso sonreía. No importaba lo doloroso que pudiera ser, más que nunca estaba deseando hacerlo. Si era mejor que esto debía ser casi el paraíso. Vamos, Manu, no te pares. Jamás había estado más excitada, nunca se había sentido tan fuera de sí, literalmente ardiendo, entregada a la pasión y el deseo, llena de amor y felicidad, sintió que jamás le había querido como entonces. Sacudía lentamente la cabeza de un lado a otro, gemía y suspiraba, se agitaba, se contraía, siempre con los ojos cerrados, sonriente, y con la respiración entre cortada. Rozaba el límite de la pasión cuando, de pronto, en uno de esos gestos involuntarios que no sabía evitar abrió por primera vez los ojos y comenzó a gritar horrorizada. Porque allí, en la ventana del conductor, descubrió, pegada al cristal, la cara deforme y horrorosa de un hombre que les espiaba en silencio con expresión de pervertido.
Al oír los chillidos de Lorena y sentir cómo su corazón se aceleraba hasta casi el colapso, de tan grande que había sido el susto, Manu se giró alarmado y también descubrió al mirón. Sintió una gran sorpresa y un escalofrío de miedo, pero automáticamente se dio la vuelta, insultó lleno de ira al intruso y salió del coche amenazándole. Sin perder más tiempo, al verse descubierto el deforme fisgón echó a correr despavorido hacia el interior del bosque, de modo que Manu, ardiendo en cólera, salió detrás de él gritando que le iba a dar una paliza, pero dejando a Lorena sola en el coche.
Nerviosa y asustada, medio desnuda, su primer instinto fue abrigarse, el segundo esconderse, sus pelos se pusieron de punta mientras miraba a todos lados muerta de miedo. Ya no oía los gritos de Manu, que se había alejado mucho más de lo que a ella le hubiera gustado, y apenas podía distinguir en la oscuridad más que las siluetas de unos pocos pinos y varios arbustos a su alrededor, lo máximo que alcanzaba a alumbrar la luz interior del coche. No sabía si empezar o no a gritar cuando un destello metálico le picó en el ojo. Entonces miró al retrovisor derecho y descubrió, parada diez o doce metros por detrás del coche, una silueta negra recortada por la luna. Se trataba de un hombre alto y robusto, gigantesco, que llevaba una gorra en la cabeza y una enorme hacha en los brazos. La hoja del arma brillaba como el fuego y heló en sus venas la sangre de Lorena. ¡Manu! ¡Manu! Ella gritaba, pero el muchacho no la oía, estaba demasiado ocupado persiguiendo entre las ramas al pervertido, esquivando hojas y arbustos, siguiendo casi a ciegas el sonido de los pasos atolondrados del mirón. Maldito borracho. Lorena volvió a mirar al espejo, y el hombre del hacha había desaparecido.

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