jueves, 21 de agosto de 2008

¿A que no te atreves a entrar?



Cuando Linda llegó todavía chispeaba un poco. Había engañado a su padre diciéndole que iba a ir al cine con unas amigas para que no sospechara al llevarla en coche, y luego había caminado bajo la lluvia el escaso trecho de cinco minutos que separaba el centro comercial del parque en que la esperaba Marco. Aquel era un muchacho enigmático. Eso le gustaba.
Mientras caminaba, pensaba que la lluvia le habría espantado, que no sería capaz de esperarla tanto tiempo ­¾su padre no era precisamente un piloto de carreras al volante, y a eso había que añadirle el paseíto a pie desde el cine­¾, pero no, se equivocaba. Al llegar le encontró donde suponía, tumbado en el césped sobre una toalla, cobijado de la llovizna bajo un enorme almendro de inmensa copa, y jugando a algún pasatiempo extraño con su móvil nuevo. Parecía desinteresado y distraído, pero la había esperado al fin y al cabo, y eso le gustaba aún más.
Casi como desde otro rincón de su cerebro, Marco escuchó un ruido extraño que no consiguió asociar con el de las gotas de lluvia que golpeaban las ramas sobre su cabeza. Ensimismado con su juego electrónico, luchó contra el impulso de abandonar la partida, mientras intentaba descubrir de dónde procedía el sonido que se le acercaba para poder catalogarlo y desecharlo como el canto de un grillo o el claxon de un coche anónimo. La partida estaba interesante y quién sabía cuándo volvería a repetir una puntuación tan alta dándole vueltas a la diminuta serpiente en la pantallita del móvil. Pasos, pensó, y levantó por primera vez la mirada del teléfono.
La hierba recién mojada brillaba bajo la luz, cada vez más rosada, de los primeros rayos del atardecer que las nubes comenzaban a descubrir en el cielo. Frente a sus ojos, las zapatillas blancas y azules de Linda esquivaban los charcos con cuidado de que el agua no mojase los bajos de sus tejanos desteñidos. Había perdido la noción del tiempo, pero creía estar seguro de que no era la hora a la que habían quedado. Dudaba si levantarse a saludar o esperar a que ella se sentase a su lado, cuando se sorprendió en mitad de un amago de incorporarse, un gesto que él no recordaba haber decidido. Ella le sonrió desde lejos, una sonrisa leve, sutil, que apenas sí se percibía tras su lacia melena y que Marco casi descartó por irreal. Sin embargo sus ojos sí sonreían, no cabía duda, con un brillo alegre y azulado que él supo distinguir enseguida. Lo sintió como una punzada, como un soplo dulce y cálido que accionara un resorte oculto en su pecho. Y entonces todo le dio igual. La hora, la lluvia y su timidez disfrazada de arrogancia. Se guardó el móvil en el bolsillo, se levantó y se dirigió al encuentro de la empapada muchacha.
Con las otras chicas del instituto nunca le había pasado. Él era un verdadero maestro en el arte de seducir a las muchachas del pueblo, chiquillas que, por regla general, no presentaban demasiada resistencia sino más bien al contrario. Así era Marco, un chico popular, del último curso, por quién las chicas solían suspirar y al que le encantaba jugar ese papel que se le asignaba. Don Juan, le podríamos llamar.
Tampoco era la primera vez que llevaba a alguna de sus conquistas a aquel parque. A las chicas les gustaba el romanticismo implícito en su bosque de almendros, el olor de las flores nuevas y la preciosa vista de los atardeceres reflejando sus tonos rojos, ámbar y morados sobre el azul brillante del río. A él le gustaba por la relativa lejanía del parque respecto al pueblo, a medio camino entre el centro comercial y el viejo cementerio. El gentío que bullía entrando y saliendo de las tiendas sin cesar no constituía un problema, estaba demasiado ocupado con sus compras para prestar atención a las evoluciones de Marco en el jardín; en cuanto a los habitantes del cementerio... bueno, a esos sí que no les importaba.
En los días de lluvia como aquel, un precioso arco iris cruzaba el cielo con perfecta claridad, como si naciera en algún lugar al otro lado del río, escondido entre las copas de los almendros en flor y fuese a morir allá detrás de los sauces del cementerio, enmarcando la escena del parque como si el mismo Marco la hubiera diseñado. Ninguna chica podía resistirse a eso, pero con ésta era distinto. Ésta no era como las demás.
Marco se encontró con Linda y la recibió con dos besos. Las rosadas mejillas de ella, suaves pero cálidas, denotaban el sofoco producido por la caminata a paso ligero desde el centro comercial. Las de él, heladas, demostraban el nerviosismo y la excitación. Como ya he dicho, nunca antes le había pasado con las otras chicas. Pero, entonces, pensaba él sin cesar mientras caminaban de vuelta hacia el Gran Almendro, ¿qué pasaba con Linda? ¿Por qué con ella le temblaban las rodillas?
El gran parque consta de dos áreas principales, el inmenso bosque de almendros, que se extiende hacia el oeste entre el río y el cementerio, y, en su centro, una explanada de césped, desnuda de vegetación arbórea, donde encontramos una hermosa fuente de agua potable, en la que un ángel de mármol vierte agua desde un cántaro, también de piedra. Es a este pequeño jardín ¾por supuesto pequeño si relacionamos su extensión con la del bosque¾a donde acuden las familias a jugar con los niños los domingos por las mañanas, las parejas de enamorados a merendar tendidos en la hierba algunas que otras tardes, y a donde Marco solía llevar a sus rendidas conquistas con propósitos que no soy yo nadie para juzgar.
Linda era nueva en el pueblo. Apenas llevaba dos semanas en el instituto y contaba que aquella era su tercera ciudad en poco más de treinta meses, pero que para ella, que se había criado casi a salto de mata, de pueblo en pueblo, de un lado a otro sin quedarse en ninguno lo suficiente para cogerle cariño ni a la tierra ni a su gente, los cambios bruscos e inesperados de residencia eran algo a lo que ya se había acostumbrado. Por lo visto, tantos cambios se debían al trabajo de su padre, según había explicado. De modo que Marco ya tenía dos temas para comenzar la conversación aquella tarde en el parque: de dónde eres y a qué diablos se dedica tu padre. Y preparaba minuciosamente la estrategia en lo que llegaban a la sombra del Gran Almendro.
Aquel árbol tenia historia, como casi todo en el pueblo. Así como la Plaza Mayor, el reloj del Ayuntamiento o el Monumento a los fundadores, el Gran Almendro llevaba allí desde los orígenes del municipio. Bajo su enorme sombra se habían celebrado banquetes, tomado decisiones y librado duelos desde tiempos que apenas recordaban los más viejos del lugar. El Almendro, se solía decir, era el verdadero centro del pueblo. Se erguía alto y robusto, colosal, en el extremo nordeste del bosque, y el destino había querido separarlo varias decenas de metros de sus demás compañeros, como el ciervo más fuerte y de cornamenta más poderosa que dirige al resto de la manada. Como el padre de Bambi, comentaría luego Linda, una vez Marco le había contado la historia tal y como se la había oído mil veces a su abuelo. Sí... más o menos, respondería él extrañado. Pero eso iba a ser mucho más tarde, después de que se agotasen las dos primeras opciones de conversación que tan bien traía Marco preparadas.
¾ ¿De dónde eres? ¾atacó con esta exquisita sutileza apenas sus cuerpos rozaron la toalla.
La risa de Linda brilló como trocitos de cristal chocando contra la superficie del río. Al reír, la joven cerraba los ojos y dejaba que su cuerpo se venciera hacia atrás, natural y alegre, risa de chiquilla fue como Marco la definió. Por supuesto, Linda no respondió, ni a esto ni a otras muchas cosas, y esquivaba las preguntas personales de un modo tan descarado y poco preocupado que incluso parecía espontáneo. Si Marco le preguntaba por su familia, o por su antigua escuela o por sus viejos amigos, Linda reía y meneaba la cabeza, como si dijera te estás adelantando chaval, aún no te he dado permiso para cruzar esa línea. Si la conversación se desviaba hacia sus gustos y aficiones, la joven daba vueltas y rodeos y eludía las preguntas con respuestas del tipo: bueno, me gusta un poco de todo.., escucho cualquier música.., me gustan las películas con buen argumento y buenas actuaciones... Vamos, que bastante poco pudo sacar Marco de sus dos preparados temas de conversación.
Aunque, sin embargo, la charla no resultó nada aburrida. Linda parecía especialmente interesada en los mitos y leyendas de esa parte del país, tan dada a la fantasía, y, en particular, de aquel pueblo. La joven disfrutaba mucho escuchando con enorme interés los cuentos, que para Marco no eran más que historias de viejas, pero que abundaban y de qué manera en la comunidad. Una de ellas devolvía a la vida soldados fantasmas caídos en la guerra pero que seguían rondando por las noches en busca del enemigo, sin saber que estaban muertos. En una de las más esotéricas, varios niños desaparecidos en los años oscuros de la historia del pueblo y que nadie volvió a ver jamás, empezaban a presentarse a sus padres entre sueños, muchos años después pero como si el tiempo no hubiera pasado para ellos, pidiendo con voz inhumana una ayuda que jamás pudo llegar. O la más famosa ¾bueno, como mínimo la segunda más famosa, aunque bastante más creíble que la primera, que ya tendrá su debido protagonismo más adelante¾, la del campanero al que el brutal sonido de sus campanas volvió loco y asesinó, en un baño de sangre, al sacristán y a cinco de sus monaguillos mientras oficiaban la misa del domingo, con más de medio pueblo abarrotando los bancos de la iglesia. Contaban que se había ensañado con ellos, descuartizándolos con el cuchillo jamonero de la sacristía mientras gritaba ¡Impuros! ¡Impuros!, antes de salir corriendo y arrojarse de cabeza al pozo del patio. Sobre lo que el campanero pudo haber oído o visto antes de perder el juicio, y el motivo por el que llamaba impuros a sus víctimas, se hicieron todo tipo de apuestas, pero pocos creían que hubiesen sido sólo las campanas. Desde luego parecía que aquella villa tenía algo especial que contribuía a que a sus habitantes se les fuera la olla, o eso pensaba Marco.
Había muchas historias más, pero el muchacho decidió contarle a su amiga sólo las que consideraba menos inverosímiles, y a todas ellas prestó Linda un curioso interés. De no parecerle una criatura tan hermosa, Marco hubiera pensado que se trataba de una chica rara y especialmente morbosa, una de esas hippis de ciudad que flipaban con las historias de paletos. Qué chupi, tía. Pero no, Linda no parecía de esas. Su interés resultaba mucho más misterioso que estúpido. Sonreía mientras escuchaba y miraba directamente a los ojos, manteniendo la mirada de Marco mucho más de lo que resultaba cómodo. Una vez tras otra, él se sorprendía bajando la vista antes que ella, presa del nerviosismo y la timidez. ¿Pero qué estaba pasando? ¿Quién dominaba esta vez la situación? Este intercambio de los papeles a los que estaba acostumbrado le irritaba y ponía de mal humor, pero, por alguna extraña razón, sentía el impulso de seguir hablando, desnudando los secretos de su pintoresco pueblo para alimentar la curiosidad de una chica a la que hacía ya bastante tiempo sabía que no iba a ser tan fácil conquistar.
Relatando una tras otras las leyendas que para él no significaban nada, pero que a ella parecían encantarle, olvidaron los preciosos tonos lilas y morados del atardecer otoñal y hasta las últimas gotas de lluvia del día. Cuando por fin se dieron cuenta, una cálida y acogedora noche había caído y un místico cielo estrellado se destapaba más allá de las tupidas ramas del almendro. Recogieron las toallas y la cesta de los bocadillos y se alejaron del árbol hacia el centro de la explanada, donde podrían tumbarse en la hierba y contemplar las estrellas. El aire puro y la noche clara, poca luz en el parque, las constelaciones se verían con nitidez. Ella se tumbaría bien cerquita de él para que le señalase qué puntos del cielo debía distinguir y unir con una línea imaginaria. Marco se frotaba las manos: si aquello no funcionaba, lo mandaría todo al carajo.
¾¿Qué es eso? ¾preguntó Linda señalando con el dedo hacia el oeste, hacia el lugar donde las copas de los almendros se cambiaban por las de los sauces.
¾¿Eso? ¾respondió él¾ Nada. El viejo cementerio. Ven, te enseñaré algunas constelaciones.
Marco colocó su toalla sobre la hierba húmeda y se sentó, confiando en que ella le seguiría, olvidaría el maldito cementerio y se dejaría llevar por fin con la ayuda del romántico campo de estrellas. Con suerte, tal vez caería en sus brazos cuando empezase a susurrarle al oído las cursis historias mitológicas que sobre esas constelaciones había aprendido en el instituto. Pero algo le decía que eso no iba a suceder. Ella seguía de pie, con su toalla roja aún colgada del brazo y sin apartar la vista de la oscura mancha verduzca que dibujaban los sauces en el horizonte, como si sus ojos entrecerrados fueran capaces de atravesar la maleza del bosque, el confuso enramado de almendros y sauces llorones y penetrar en las profundidades del cementerio. Joder con la chiquilla, pensó, si que es retorcida, ahora le ha dado por las tumbas.
¾Apuesto a que también tiene su historia ¾comentó ella como en un suspiro, para sí misma, como si no hubiera nadie más escuchándola allí.
Venga ya, se dijo Marco, eso no. Ya tenía suficiente con tanto rollo de cuéntame esto, cuéntame aquello. Empezaba a sentirse como si le hubieran tomado por el trovador oficial del pueblo. Como su abuelo, se sentía. Y no era eso a lo que había venido. Una cosa era recitar un par de leyendas, narrar algún que otro episodio oscuro de los muchos que daban fama al pueblo, pero más no. Y menos ese, el del cementerio, que precisamente era el más popular y espeluznante de todos.
¾Bah ¾respondió restándole interés¾. Sólo es una bobería, historias para asustar a los niños que no se quieren dormir. Vamos, siéntate aquí conmigo y miremos las estrellas. ¿Ves? Ese es el cinturón de Orión y aquellas son...
¾No, venga ¾suplicó ella poniéndose de rodillas y apoyando una mano sobre la pierna de Marco¾. Las estrellas pueden esperar, además, ya me las sé todas, me aburren. Quiero que me cuentes la historia del cementerio.
Ya se las sabía todas... ¡Y le aburrían! En un abrir y cerrar de ojos la última carta de Marco resultaba estar marcada. Pero lo del cementerio... Marco chasqueó los dientes.
¾¡Ah! En serio, olvídalo ¾se dejó caer hacia atrás en la toalla y cerró los ojos, ridículo como si tomara un sol inexistente¾ Te digo que es una tontería y no te va a interesar.
¾¿Y si es tanta tontería qué más te da contármelo?
La presión de su mano en la pierna de Marco se endureció ligeramente, casi insinuante. Hastiado y a la vez sorprendido, el chico levantó la cabeza y se quedó mirando pensativo a la muchacha que tenía a sus pies. La brisa de la noche agitaba dulcemente su melena rojiza, de la que la luna llena arrancaba destellos de luz parduzca que parecía verdosa al reflejar el color de la hierba. Su camisa, de un tejido sedoso y cuello amplísimo, caía levemente por su hombro izquierdo esbozando el dibujo de su pecho. No sonreía, sino que cerraba los labios y arqueaba las cejas inclinando la cabeza. Parecía un perrito que suplicara por su paseo.
¾¡Por favooor!
Linda pestañeó dos veces y se apartó de la cara el flequillo zarandeado por el viento. Cuando sus ojos azules volvieron a acariciar los de Marco, él ya sabía que le iba a contar la historia del cementerio. Mierda, escuchó el chico en algún rincón de su cabeza.
¾¡Bien! ¾exclamó Linda cuando vio que Marco al fin se incorporaba, gruñendo y dedicándole su más sentida mirada de odio. Ella sonreía hasta el límite de sus mandíbulas, aplaudió divertida casi sin darse cuenta y se sentó en la toalla al lado de su amigo. Muy cerca, rozándole. A su manera, le agradecería el esfuerzo. Vamos, cuenta.
El cementerio. Tal vez no todo estuviera aún perdido, ya que en algunas ocasiones ¾aunque sólo en algunas ocasiones¾ Marco había tenido que recurrir a él como última oportunidad de éxito con una chica. La cosa funcionaba así: ¿Noche fría, nublada y, por lo tanto, sin estrellas? ¿Chica desconfiada? ¿Falta de inspiración o mal día en eso del imán personal de Marco? Bien. Pues se cuenta la historia del cementerio ¾una payasada mayúscula, pero con tanto encanto y misterio que resulta irresistible para quien la oye¾, se adorna, de paso, con un poco de cosecha propia para convertirla en un relato verdaderamente espeluznante y, cuando la chica está bien cocida a fuego lento, se susurra lentamente y con cara de diablillo: Oye, ¿te atreves a entrar? A eso no hay respuesta femenina posible. La chiquilla siente un escalofrío, le tiembla el labio en una mueca de asco y se abalanza a los brazos de uno gimiendo: ¿Estás loco? ¡Ni de broma entro yo ahí de noche! Ay, tío, qué miedo. Abrázame fuerte... Y suena la campana. ¡Campeóooon... Marco, una vez más!
Ese era el único lado bueno, el de la posibilidad, remota, pero posibilidad, al fin y al cabo. Pero el lado malo era mucho peor. En este pueblo, los niños crecen de esa manera, escuchando una vez tras otra las incontables leyendas que los siglos han cultivado en su tierra. De muchas se ríen y a otras no hacen caso, pero nadie se burla de la del cementerio, de ella derivan noches de pesadillas infantiles y un pánico adolescente casi febril a ese lugar, de modo que muchos de los jóvenes del municipio ni siquiera se atreven a acercarse a cien pasos de su puerta. ¿Y por qué? Pues porque esa era la única leyenda, junto con la del campanero, que estaba justificada y comprobada históricamente. Vamos, que había pasado de verdad. Con la diferencia de que en la de los crímenes de la iglesia un tipo se volvía loco y se liaba a cuchilladas antes de suicidarse, y ahí se acaba el tema. Pero en el cementerio habían ocurrido cosas mucho peores, cosas inhumanas, cosas tan terribles que habían hecho que el mito perdurase por los siglos sin variar un ápice sus detalles principales, de tan arraigada como estaba su leyenda en el subconsciente popular. Pero era cierta, eso nadie lo negaba. Cierta y terrorífica.
Por eso a Marco no le gustaba contarla. Había vivido demasiados años asustándose cada vez que alguien nombraba el viejo cementerio y ahora, que ya tenía edad suficiente para distinguir realidad de fantasía, todavía era incapaz de hablar sin pudor de aquel lugar, mucho menos de entrar. Pero eso las chicas con las que le gustaba fanfarronear no lo sabían. Solamente cuando el fin justificaba los medios, cuando recordar la vieja historia podía traer algún fruto, un desenlace beneficioso para sus intereses, entonces y sólo entonces, Marco se atrevía a contarla, eso sí, alterándola lo suficiente como para que no resultase demasiado familiar, o correría el riesgo de asustarse él también, y no se trataba de eso. Pero con Linda no iba a ser tan sencillo. Algo le decía que muy poco le importaba a ella si él se asustaba o no, que deseaba escuchar la leyenda tal cual era, sin aditivos, y que ya ella decidiría si había motivo para el miedo. Así que esta vez no habría sorpresa, ni susto, ni resultado favorable, ni nada parecido a un escalofrío o un abrazo final, eso estaba claro, y a Marco le irritaba a más no poder. Y no eran los ojos color turquesa de ella, ni su pelo brillante ondeando bajo las estrellas, ni siquiera su sonrisa perfecta iluminada por la luz de la luna llena. No sabía qué era, pero maldijo los muertos de aquel impulso que le obligaba a contar la verdad. Tomó aire y lo expulsó lentamente con los ojos cerrados. Preparados, ahí iba eso.

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