lunes, 15 de diciembre de 2008

Feliz cumpleaños.



Las normas estaban claras. Cada gemela compraría el regalo de la otra por separado, saldrían en direcciones opuestas por la zona comercial y si se cruzaban disimularían con un gesto de cabeza y mirando para otro lado. Justo una hora después, con todo bien empaquetado, volverían a encontrarse en la puerta del cine.
Erika se despidió de su hermana Camila a las diecinueve cero cero y empezó a caminar entre las tiendas. En algún lugar entre Mango y H&M la sombra le apretó el pañuelo húmedo contra la nariz y la boca. Cuando volvió a despertar no sabía qué hora era, estaba en una habitación cuadrada y vacía, de paredes, suelo y techo de metal oxidado, como una jaula de mugre y roña. No se escuchaba ningún ruido, aparte del traqueteo de una especie de turbina, como un ventilador gigante. Estaba completamente desnuda a excepción de sus braguitas de algodón y una camiseta naranja de hombre, tres tallas mayor que la suya, que le llegaba por las rodillas y en la que alguien había pintado su nombre en rojo con brochazos desiguales: EriKa.
Sólo había un mueble en la habitación, una especie de carrito metálico para llevar medicinas. Tenía una jeringuilla usada encima, por lo demás estaba vacío. Erika encontró una puerta a su espalda y salió a un luminoso pasillo. La intensa claridad le hizo daño en los ojos y la sensación de mareo le hizo notar el bulto que tenía en la frente. Lo rozó con los dedos y encontró el tacto viscoso de unos puntos de sutura, alguien le había cosido una herida como quien remienda una muñeca rota. No recordaba haberse hecho esa herida.
El pasillo era largo como el corredor de un motel, enmoquetado, e igual que éste tenía puertas a ambos lados, aunque Erika no pudo contar cuántas. Corrió a trompicones hacia un extremo del pasillo: la puerta estaba cerrada, y después hacia el otro, pero el ascensor no funcionaba. Demasiado atolondrada para pensar, empezó a probar con las sucesivas puertas, sabía que alguna la ayudaría a salir de allí. Eso era lo único que quería, y cuanto antes.
Las dos primeras estaban cerradas, no parecían poder abrirse sin su correspondiente llave, sin embargo la siguiente no tenía el pestillo echado. Erika la abrió y asomó la cabeza, tanteó la pared pero no dio con el interruptor de la luz, de manera que la oscuridad no le permitió ver la bandeja de aluminio, el espejo tocador y el bisturí quirúrgico. Se alejó de allí y abrió la puerta de al lado, también estaba oscuro pero el olor a comida le hizo entrar y cerrar la puerta tras de sí. La luz se encendió al instante.
Había comida, sí, dos estantes repletos de embutidos, conservas y botellas de vino. Y en el centro de la habitación dos enormes perros negros que devoraban a medias una pierna de mujer como si no hubieran comido en semanas. La pareja de dobermans levantó la cabeza casi a la vez y encontró a Erika apretada contra la puerta, incapaz de mover un músculo. Los dos perros le mostraron los dientes y empezaron a caminar hacia ella, cuando logró encontrar el picaporte comenzaron a correr. Consiguió saltar al pasillo y encerrarles en la habitación antes de que se le echasen encima. A partir de entonces tendría más cuidado al probar una puerta.
Avanzó unos metros más por el pasillo, temblando a la vez de miedo y de frío, y encontró tres habitaciones más cerradas, en la cuarta sí pudo asomarse pero también estaba a oscuras. La única manera de encender la luz era entrar y cerrar la puerta. La habitación estaba en silencio y no percibía ningún olor. Pasó, cerró, y un trío de tubos fluorescentes parpadeó hasta encenderse por completo y descargar una luz azul sobre la habitación. Paredes y suelo parecían de espejo, había una mesa de comedor en el centro, y sobre ésta una jarra de agua y dos vasos de cristal. Erika se dirigió hacia ellos, se sirvió agua y en el momento de levantar el vaso cayó del techó una lámina de acero que cortó la mesa en dos, y que le hubiera partido a ella por la mitad si no hubiera tenido la suerte de que sus reflejos todavía funcionaran. ¿Dónde demonios estaba?
Retrocedió sobre sus pasos y regresó al pasillo. Esta vez no estaba sola. A su derecha, apenas a quince metros, había un hombre de espaldas a ella. Era alto, musculoso, llevaba una camiseta de tirantes y una capucha negra. Hablaba por teléfono en una lengua que Erika no conocía. Aprovechó para cruzar con sigilo el pasillo y entrar en la puerta de enfrente. Por suerte estaba abierta. Al cerrarla se encendió la luz. Tampoco era la salida.
Era una habitación más grande, parecida a una sala de espera. Tenía tres sillones sucios y desvencijados formando una ele frente a una televisión rota. En las paredes había restos de papel pintado y colgaba del techo un ventilador que parecía haber sido destrozado a golpes. Al fondo había una puerta, Erika escuchó los ruidos de cadenas del otro lado cuando ya casi estaba dentro.
La luz se encendió en aquel cuarto estrecho y agobiante, una luz rojiza como en el estudio de un fotógrafo. Las paredes eran de madera pero no llegaban hasta el techo, por detrás escondían alguna especie de mecanismo. Había dos hombres amarrados con grilletes a las paredes, pies en una, manos en otra, y el mecanismo tiraba de ellos descoyuntándolos con ese ruido de cadenas que Erika había escuchado. Los dos habían muerto. De uno, los brazos habían quedado colgando apenas por la piel, eran lo único que mantenía su cuerpo unido, el otro había reventado como un saco de sangre y el movimiento de la pared lo arrastraba por el suelo.
Erika contuvo las náuseas y cruzó la habitación de tortura para volver al pasillo, miró primero, y salió al comprobar que el hombre del móvil ya no estaba. Continuó probando todas las puertas, y en una encontró unas escaleras. Bajar o subir, y todas las viviendas tienen la salida por abajo.
Cada tramo de escalera estaba iluminado por un pequeño dispositivo en la pared. Erika descendió dos de esos tramos, todo lo que se podía, y encontró una puerta cerrada. Volvió a subir, y regreso al pasillo un piso por encima de donde había despertado.
Estaba igual de vacío que el otro, pero en lugar de limpio y luminoso, éste era lúgubre y decadente, como si lo hubieran abandonado. Tenía tantas habitaciones como el de abajo. La primera puerta estaba cerrada, la segunda, no.
La luz se encendió en cuanto Erika cerró la puerta a su espalda, se agarraba al picaporte por si tenía que salir corriendo de nuevo. Encontró una serie de taquillas, como en un vestuario deportivo. La mayoría estaban abiertas, reventadas a golpes, y todas estaban sucias e invadidas por el óxido. De alguna de ellas surgía el sonido de una caja de música.
La curiosidad mató al gato, pensaba Erika mientras se acercaba a las taquillas, despacio, asustada. Examino cada puerta, abierta o cerrada, y de repente la caja de música calló. Clic.
Erika salió de la habitación y regresó al pasillo en mitad de un chirrido agudo. Tenía ante sí una silla de ruedas volcada, una vieja silla que antes no estaba ahí. Una de las ruedas giraba y giraba sin cesar, chirriando lentamente. Desde debajo de la silla surgía un camino de sangre que manchaba el suelo desnudo del pasillo. Se perdía en la penumbra pero Erika pudo seguirlo hasta una puerta varios metros más adelante. Entró, y cuando se hizo la luz encontró a un hombre desnudo, golpeado como ella, era calvo y delgado y tenía unas grandes ojeras. Estaba sentado en el suelo de una especie de biblioteca, había encontrado un abrecartas y se estaba acuchillando con él el muslo derecho, destrozando la carne y haciendo brotar la sangre de una herida mal cosida que a Erika le recordó a la de su propia frente. Cuando la vio, levantó el cuchillo y lo apuntó hacia ella.
¡Sácamelo! ¡Sácamelo!
Erika se dio la vuelta horrorizada y salió de la habitación. Escuchó el gruñido demasiado tarde. Los perros de abajo, o quizá otros diferentes, estaban libres y la amenazaban desde el extremo del pasillo. Gruñían sin quitarle la vista de encima y babeaban a través de sus dientes apretados. De pronto empezaron a correr.
No eran dos, eran por lo menos cinco, iban a por ella y no tenía con qué defenderse, además, el estrechó pasillo no ofrecía ninguna protección. Esquivó al primero de un salto y probó suerte con una puerta cerrada, el segundo perro logró morderla en la pantorrilla, se lo quitó de encima de una sacudida. Dos puertas más cerradas y a la tercera se coló en una habitación antes de que otro de los dobermans le destrozase la cara. La luz ya estaba encendida y el tipo de la capucha estaba dentro. Sostenía una sierra eléctrica por encima de una camilla de hierro sobre la que otro hombre estaba perdiendo los miembros uno a uno. Erika empezó a gritar, el de la capucha abandonó su cometido y empezó a perseguirla por la habitación con la sierra en alto. Imposible regresar al pasillo, Erika encontró un corredor al fondo del cuarto y otra puerta más al otro lado. Rezó porque estuviera abierta y se abalanzó contra ella antes de ser alcanzada por el encapuchado. Entró y cerró tras de sí con pestillo, cerrojo y todo lo que encontró a mano. Al instante se encendieron una serie de focos que apuntaban a la pared contraria. Una pared de metal, como una rejilla de acero, en la que habían encadenado a su hermana Camila, brazos y piernas amputados, languideciendo mientras se desangraba sobre cuatro cubos de plástico.
Camilla había perdido el oído y la vista, apenas podía llorar. Erika bordeó la habitación incapaz de contener el llanto y al borde de la histeria mientras el gigante de la sierra aporreaba la puerta. La chica salió por el otro lado y encontró al final del pasillo la puerta del ascensor. Funcionaba.
Pulsó el piso más bajo y el elevador la llevó hasta el interior de un jardín. Más bien una selva descontrolada de plantas y hierbajos entremezclados que no parecía recibir ningún cuidado. El sonido vibrante de las luces de invernadero zumbaba como en un panal, y junto a él zumbaba algo más, el más de un centenar de avispas que se cernieron sobre Erika en cuanto ésta salió del ascensor.
La joven echó a correr sin rumbo fijo, esquivando hiedras y enredaderas con la nube de aguijones a su espalda. Salió por una puerta más allá de un grupo de violetas y aterrizó en un corredor angosto y oscuro que regresaba a la mansión. Lo dejó atrás y llegó a un tercer pasillo de habitaciones, las arañas se acumulaban en el suelo rodeando un cuerpo embalsamado en un saco de telaraña. Erika lo vadeó intentando no llamar la atención de los insectos y trató de abrir la puerta del fondo. Cerrada.
De pronto la herida de la cabeza le dolía demasiado, parecía palpitarle, como si el bulto tuviera en su interior un cascarón del que fuera a salir… cualquier cosa, a esas alturas. Los puntos de sutura eran firmes pero tremendamente irregulares, malos. Y el bulto estaba caliente, demasiado.
Abrió la puerta que tenía más cerca a su derecha y entró. Encontró una especie de cocina, más bien un cuarto de trinchar carne. Bebió agua del grifo y se armó con un cuchillo. Al fondo había una puerta cerrada pero rompió el cristal de una ventana y pasó al otro lado. Había tres hombres entorno a una mesa de metal cenando, tal vez desayunando, Erika no tenía ni idea de qué hora era. Parecían tan sorprendidos al verla como ella. Iban desnudos de cintura para arriba y tenían el pelo rapado. Les amenazó con el cuchillo y no hicieron nada por detenerla. Salió de la cocina por una puerta doble y entró en un hall impresionante, como el recibidor de un gran hotel, con lámpara de araña y cuadros de escenas de caza. Al pie de una escalera imperial estaba el hombre de la capucha, en realidad había cuatro. Sólo uno tenía la sierra eléctrica en la mano, reconoció al que había matado a su hermana. Todos la miraban, o parecían hacerlo a través de los pasamontañas. A su izquierda tenía la puerta de la mansión.
El bulto de la cabeza empezó a pitarle, pi-pi-piii, como una especie de alarma. Recordó los gritos del otro hombre intentando arrancárselo -¡Sácamelo! ¡Sácamelo!- de la pierna. Agarró con fuerza el picaporte, apretando los dientes y estrujando la empuñadura del cuchillo. En cuanto estuviera libre haría que la policía echara abajo ese sitio.
Pi-pi-piii.
Los tipos encapuchados la miraban, los que comían en la cocina también se asomaron. Giró el picaporte y miró hacia arriba, había un letrero, como un escudo heráldico sobre el dintel de la puerta.
No witnesses.
Erika no sabía inglés. Abrió del todo y cruzó el umbral de la puerta.
Pi-pi-pi-pi-pi-pi-pi-pi-piiiiii. Crock.
Silencio.
Los sesos de Erika encharcando el pavimento.

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jueves, 13 de noviembre de 2008

Voces.




El pasillo de la planta baja era oscuro y estrecho. Al fondo, una única luz brillaba en el umbral de las escaleras que bajaban al sótano, a la sala de la caldera, allí donde una noche más volvían a escucharse las voces.

Cristóbal era el tercer vigilante nocturno en lo que iba de año, el undécimo desde que, según la leyenda, empezaran a escucharse los gritos. Ninguno de sus predecesores habían terminado en condiciones de contarlo, tres estaban ingresados en diferentes centros psiquiátricos, cinco habían desaparecido, el resto se había suicidado.

El complejo llevaba cerrado más de sesenta años, abandonado en algún momento cercano al final de la Guerra Civil. Había sido concebido como hogar de discapacitados a principios de siglo y reconvertido en hospital de campaña durante los años más oscuros de la contienda. Los últimos informes databan del cuarenta y dos, después, nada. El terrible incendio había devorado dos de las alas anexas y parte del edificio principal, los expertos declararon que el fuego había surgido de un fallo en las conducciones de la caldera, pero nadie había querido investigar más allá. Ni causas, ni víctimas, ni responsables, todo había quedado silenciado. Hasta que la llegada del nuevo equipo ministerial supuso el inicio de las labores de restauración del viejo y defenestrado caserón.
Cuatro años antes de que Cristóbal consiguiera el puesto las autoridades habían vuelto a abrir las puertas, habían quebrado los sellos, habían desenterrado sus secretos. Y habían dado comienzo a las voces.

Aquella noche, como otras tantas, Cristóbal atravesó el estrecho pasillo con la linterna tiritando en su mano zurda y la diestra aferrada a la empuñadura de la porra que llevaba sujeta al cinturón. Sólo llevaba dos meses en aquel trabajo, y jamás hubiera imaginado que el terror iba a comenzar tan pronto. Le habían hablado de las voces, no le habían ocultado nada. Le habían explicado los misterios y los inconvenientes de aceptar el turno nocturno de vigilancia en un hospital abandonado, en un hospital con esa historia, en un lugar con aquella leyenda negra. ¿Qué había ocurrido entre sus paredes en el año cuarenta y dos? Las voces intentaban explicarlo, pero nadie sabía o quería hacerles caso.

Los gritos no sonaban cada noche, sino solamente algunas, en las madrugadas más frías y silenciosas de la sierra de Madrid. El tiempo parecía detenerse, el aire empezaba a oler a rancio, a reseco, chillidos como de reses siendo abiertas en canal recorrían las paredes del antiguo sanatorio como un filo de navaja. Siempre procedían de la habitación de la caldera, igual que el calor, el olor a sudor sucio, igual que la temperatura infernal que surgía de una caldera muerta hacía más de medio siglo.

Cristóbal volvió a sentir su corazón acelerarse cuando llegó al final de la escalera. El titubeante haz de su linterna dibujó un círculo espectral en la pared de hormigón que conducía a la puerta reforzada de la sala de calderas. Empezó a avanzar, muy despacio, sabiendo a ciencia cierta que el calor que sentía al acercarse era sólo producto de su imaginación, así como las voces, los gritos, chillidos estremecedores de niños ardiendo. ¿Qué ocultaban aquellas paredes? ¿Qué escondía esa máquina infernal? ¿Qué habían hecho con ella?
Los gritos se clavaban en las sienes del vigilante rompiendo su fortaleza, pensó que por qué las autoridades no se decidían a derruir el ala de la caldera, ¡el edificio entero!, olvidar la restauración y enterrar para siempre los terrores y los crímenes cometidos ahí dentro. Entonces las voces gritaron más fuerte.

¡Basta!, chilló Cristóbal, cerrando el puño entorno al pomo que parecía arder en su palma. Sólo tenía que entrar, cerrar la llave una vez más, así cesaría el dolor, cesarían los gritos. Al menos hasta la próxima noche.

Antes de abrir ya sabía lo que iba a encontrar al otro lado, nada. La sala iba a estar vacía como siempre, la caldera fría y sus juntas oxidadas, la vieja rueda hexagonal giraría con un quejido para acallar los gritos que no pertenecían a nadie de este mundo, que no eran reales, que nunca lo eran. Realizaría el ritual, jugaría con ellos una vez más, pero cuando el calor y las voces desaparecieran de nuevo correría hasta su garita y engulliría un litro de café pensando en cómo redactar su carta de despido. No lo soportaba más. No quería acabar como los otros, completamente loco.

Su mano giró el picaporte y empujó la puerta sin esfuerzo, qué raro, debería estar oxidada. En lugar de una habitación oscura encontró la sala iluminada, caliente, vibrante debido al inmenso calor que despedía el monstruo de acero que dormitaba en su interior. Los gritos resonaban con más fuerza que nunca en unas paredes de cemento que habían perdido sus telarañas como si no las hubieran ganado nunca, los tubos de metal que recorrían el suelo y trepaban hacia el techo aparecían relucientes como recién bruñidos y hasta la última de las herramientas estaba colocada en su sitio. La puerta se cerró de golpe tras los talones de Cristóbal.

En el centro de la habitación la calabaza de acero parecía mirar a los ojos del vigilante. Un fuego infernal se sacudía en su interior, golpeando el cristal del ventanuco redondo de su única puerta. Las llamas crepitaban despidiendo por las rendijas de la caldera un intenso calor y un hedor a carne quemada que Cristóbal no había experimentado antes. Nada de eso debería estar pasando, nada debería ser tan real, o al menos no parecerlo. Sin embargo el sudor se deslizaba por su piel desde debajo de su gorra y sentía el dolor del fuego calentando su cara, su uniforme, sus manos. Los chillidos brotaban del interior de la caldera, no cabía duda, tan dolorosos, tan intensos, que estaban rompiendo el alma del aterrado vigilante.

¡Silencio! ¡Callad!

Cristóbal dio un paso más hacia la caldera que parecía estar a punto de reventar. Las agujas de sus medidores, que deberían estar rotas e inservibles, marcaban niveles de temperatura y presión sobrehumanos. La visión del vigilante comenzaba a nublarse por el vapor y el sofoco y decidió hacer lo único que sabía podía funcionar: si giraba la llave hexagonal, si apagaba la caldera, podía conseguir que todo terminara.

Se acercó al monstruo de acero con la mirada fija en ese ojo de cristal contra el que se sacudían las brasas, empañado y turbio por la ceniza y que no dejaba distinguir su interior. El plástico negro de la linterna se arrugó como uno de los vasos de la máquina de café que había visto arder en algún momento de aburrimiento, la lanzó contra una de las paredes y alargó la mano hacia la rueda de hierro en la unión de los dos medidores. ¡Está muerta, lo sé!, gritó para sí, al borde de la locura, consciente de que si conseguía hacerla girar, ilógicamente aquel infierno cesaría.
Sus dedos rodearon las muescas de la manivela y dejó escapar un alarido al sentir la piel quemada. El hierro ardía pero aún así reunió fuerzas para obligarse a girar una manija desahuciada desde los años cuarenta. ¿Qué había ocurrido allí dentro? La pieza de metal giró por fin pero lo hizo para separarse de su soporte, para romperse, para desprenderse de la caldera y bailar entre los dedos del vigilante como en una broma macabra. Casi a la vez algo explotó en el interior del horno, su gruesa barriga se estremeció de repente y la temperatura aumentó todavía algunos grados. Los gritos, los gritos, Cristóbal se llevó las manos a la cabeza, ¡los gritos!

Estaba paralizado en el centro de la habitación cuando empezaron los golpes. Aunque le resultara increíble –y qué no lo era ya- procedían del corazón de la caldera, mezclados entre las voces. Eran sacudidas, como pataleos, puñetazos contra las paredes del gigante de acero. Cristóbal retrocedió horrorizado, los gritos además tenían forma, tenían cuerpo y querían escapar. No podía ser cierto, quiso asomarse apenas unos centímetros al interior del cristal y entonces una mano delgada y gris golpeó desde dentro el ventanuco. El vigilante dio un salto hacia atrás y se sintió al borde del infarto. Aquella mano era real, ¡la estaba viendo! Los dedos huesudos se deslizaron por el cristal dejando una marca como de cinco arañazos en el hollín. Había gente allí dentro, era cierto, había gente abrasándose viva.

Cristóbal se abalanzó contra la puerta y trató de abrirla pero sólo consiguió quemarse los dedos y que el calor sofocante le dejara sin respiración. Volvió a intentarlo, golpeó el cristal con su porra, buscó entre las herramientas con qué forzar la maldita caldera pero todo fue imposible. Aquellas personas se estaban quemando ante sus ojos sin que pudiera hacer nada para evitarlo.

Entonces los gritos cesaron y, de alguna manera, Cristóbal lo entendió todo. Aquellos condenados no estaban intentando salir, ya estaban muertos de todos modos.

Se dio la vuelta hacia la caldera y encontró la portezuela abriéndose lentamente. Distinguió las sombras retorciéndose entre las llamas. Brazos, torsos, ojos que le buscaban, ojos que le encontraron.

Echó a correr hacia la puerta de la habitación mientras, a su espalda, una pierna ennegrecida surgió de las fauces de la caldera. Un ser calcinado salió de su interior, luego otro, vestían jirones quemados de batas de hospital que debieron ser azules y presentaban vagamente forma humana. El vigilante chocó de sopetón contra la puerta y contra la realidad al mismo tiempo: aquella puerta no iba a abrirse, nunca más, al menos para él. Chilló como no había chillado nunca y lloró como un niño antes de que la mano caliente y descarnada le agarrara por los pelos y le diera la vuelta.

La forma le miró con su único ojo, cabeza sin pelo y pústulas por todo el cuerpo. Detrás de él le esperaban más. Cráneos rapados, cicatrices, puntos de sutura, sangre en encías y globos oculares. Enfermos, todos enfermos. El fruto de la ignorancia, del miedo, de la crueldad y de la matanza. Le miraron durante unos segundos y él leyó la venganza en sus rostros. Sacrificio, escuchó, no supo bien de dónde. El olor de sus propias heces se confundió en su cabeza con el de la carne quemada, el de los brazos y manos que le agarraron y le levantaron del suelo, que arrancaron su mano del picaporte de la puerta cerrada, de su último asidero con la realidad. Gritó en busca de auxilio pero sabía bien que nadie iba a oírle, igual que sabía que nadie iba a encontrarle, que le darían por desaparecido como a los otros vigilantes. No había podido escapar a la caldera, no había podido eludir la purga de los pecados de otros.

Las criaturas tiraban de él hacia el interior de la caldera mientras luchaba por escapar de la muerte. Golpeó a una de ellas en la cara y escuchó el crujido de la piel quebrarse cuando su puño atravesó aquella cabeza tostada y reseca. De una patada arrancó un brazo decrépito que le agarraba el tobillo y por un momento consiguió zafarse y correr otra vez hacia la puerta. Pero las criaturas doblaron su esfuerzo, más y más de ellas brotaron del interior de la caldera que parecía vomitar cadáveres calcinados. ¿Qué había sucedido ahí dentro? Los enfermos volvieron a abalanzarse sobre él, le agarraron quince brazos, treinta manos, despojos de mujeres y niños le asieron del pelo y le mordieron las manos, los hombres más fuertes le levantaron del suelo y le cargaron en volandas hacia las fauces abiertas de aquel horno crematorio infernal, mal parto de las mentes enfermas de hombres supuestamente cuerdos.

Las suelas de los zapatos del vigilante se derritieron como goma y los dedos de sus pies ardieron en llamas. Sus gritos eran tan fuertes como lo habían sido los de las criaturas durante aquellas noches horribles de hacía sesenta años. Sus tibias crujieron, las rótulas estallaron y sus muslos se llenaron de ampollas sangrantes. Los testículos de Cristóbal reventaron y empezaron a brotarle llamas del abdomen, estómago y demás vísceras incendiadas, pero no conseguía morir. El humo encharcó sus pulmones pero la asfixia tampoco acabó con él. La piel de sus manos se desprendió del hueso y se arrugó hacia atrás como un calcetín, con medio cuerpo dentro de la caldera los globos oculares saltaron de sus órbitas y su cabello ardió como un manojo de bengalas. Las criaturas entraron en la caldera detrás de él, se sentaron a su alrededor en el centro de las llamas. Le miraban. Le oían chillar, le observaban consumirse. Entonces sus voces se unieron a la suya. Voces estremeciendo los cimientos del viejo sanatorio, los crímenes del pasado, las raíces de un mal ancestral. Del mal que surge del propio ser humano.

Dieciocho minutos después de haber empezado, todo terminó de golpe. La caldera se apagó y las voces… las voces guardaron silencio.



Publicado el 13-nov-08 en

Publicado el 13-nov-08 en

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miércoles, 1 de octubre de 2008

En la Gruta.


La lancha se acercaba a la bahía despacio y con apenas un candil de queroseno como única luz. Sus dos ocupantes miraban hacia el frente con una mezcla de curiosidad y miedo y los ojos entornados para otear mejor en la oscuridad. El italiano sujetaba el timón, dejando que la suave corriente del Pacífico les empujara hacia la orilla, mascaba un palillo de dientes mientras sus ojos azules buscaban las siluetas de los promontorios que flanqueaban la bahía y parecían vigilarles como gigantes de piedra. Timo Suárez iba sentado delante de él, con los pies encharcados hasta los tobillos en el agua tibia que se mecía silenciosa en el fondo de la barca y el pequeño libro marrón apretujado entre sus dedos. Sus rígidas y cuarteadas cubiertas parecían a punto de deshacerse.
– ¿Estás seguro que es por aquí? – le preguntó Gianno, su acento calabrés deslizaba las eses como el silbido de un pájaro.
–Lo es, según el diario –le contestó–. Ahí, en el centro de la bahía, a la misma distancia de los promontorios y de la orilla.
El italiano sacudió la cabeza y suspiró, se apartó de la cara un mechón de rizos rubios y escupió el palillo por la borda.
– Lo intentaré.
Afirmó el timón con ambas manos y dirigió la barca silenciosa entre las débiles olas. No terminaba de creer en ese diario.
Timo miró a su compañero. No eran amigos, ni siquiera le conocía más allá de algunas pillerías, pero había sido el único lo suficientemente loco o lo suficientemente desesperado como para acompañarle. Y a pesar de todo nunca le había ocultado sus reservas. Gianno apagó el motor de la zodiac y lanzó por estribor un cabo con un ancla de fondeo, después colocó la bolsa de deporte entre los dos y sacó de su interior los trajes de buceo.
–Vamos, no quiero que la Guarda Costera nos encuentre por aquí –dijo, tendiéndole el suyo a Timo.
Se calzaron los monos de neopreno y se armaron con dos cuchillos y sendas linternas. Antes de colocarse la bombona, Timo guardó el diario en la bandolera hermética que lo aislaría de la humedad. Podrían necesitarlo en la gruta.
–Si existe –apuntó el italiano.
–Si existe.
Apagaron el candil y se hicieron al agua. Estaba cálida y tibia en el Mar Caribe, tanto cómo lo había estado sesenta años atrás, si se fiaban de las fechas que apuntaba el diario, ligeramente más fría a medida que descendían. Mientras buceaba hacia la negra inmensidad, en pos de poco menos que un fantasma, tal vez no mucho más que un delirio, Timo sentía en su costado el peso del diario y se esforzaba por recordar las confusas indicaciones que había memorizado durante meses y que ahora, con el medidor de profundidad en una mano y la linterna en la otra, parecían tan distantes.

El viejo había muerto de cáncer más cerca de los cien que de los noventa, aunque nadie sabía exactamente la cifra. No era su abuelo, ni siquiera su misma sangre, pero se había acostumbrado a llamarlo así desde pequeño y con el nombre de Abuelo se había quedado. Todavía no había terminado de enfriarse en su sepulcro cuando Timo había forzado la cerradura de su buhardilla y con la llave que le robara del cuello en el mismo lecho de muerte abrió el cofre dorado que el viejo guardaba debajo de una especie de poncho sudamericano. Aquel baúl olió a alcohol dulzón y a puro habano, pero el aroma se escapó nada más abrirlo, como si el tiempo encerrado lo hubiera debilitado. Timo encontró el cajón de fotografías del Abuelo, fotos de Cuba, de la guerra, encontró cartas y pliegos ajados de papel amarillento y tinta descolorida. Encontró un uniforme desteñido, galones sucios y medallas mugrientas, una pipa de caña de boquilla mordisqueada y al fondo, debajo de una blusa de mujer manchada de sangre, el libro marrón y desgastado que el viejo utilizaba como diario.
Timo sólo lo había visto una vez, todavía era muy pequeño, el Abuelo había anotado algo rápido y después se lo había llevado, el recuerdo que había dejado en el niño era un bofetón por atreverse a mirarlo. Ahora lo tenía entre sus manos, huyó con él a una cafetería, tan lejos que nadie pudiera reconocerlo, y leyó con avidez sus páginas finas y desmigajadas por el tiempo. La letra del Abuelo era fina y apretada, manchurrones de tinta como cemento mantenían pegadas entre sí algunas páginas, y en las que se podían leer hablaba constantemente de un “botín”, de otro hombre, un gringo al que se refería como Glock, y de un tesoro robado en la guerra. También de una cala frente a las costas de Cuba, y de la mujer que murió por no desvelar su secreto. Al final relataba la huída de la isla, y la última anotación, casi veinte años después, según las fechas, iba acompañada de una breve carta en inglés en la que Glock explicaba que no podía esperarle más y regresaba a por su parte. En su diario, el Abuelo lamentaba no poder acompañarlo, ya no era joven, ni intrépido, y en su última frase suponía que el gringo mal nacido, si no había muerto en el intento, habría aprovechado la oportunidad de quedárselo todo.
Esto no se lo contó Timo al italiano cuando decidió contratarle, para Gianno la gruta iba a estar llena de perlas y oro cubano, si bien Timo tenía la impresión de que su disposición a acompañarlo se debía más bien a sus ganas de perder de vista a la Guardia Civil que a que se hubiera creído una sola palabra. No iba a tardar en salir de dudas, las linternas acuáticas acaban de descubrir la abertura en el fondo de roca marina.

La entrada de la gruta difícilmente permitiría el paso de un hombre, siglos de acumulaciones coralinas y formaciones de algas la habían disminuido hasta el tamaño de una rendija. Suerte que ni Timo ni Gianno eran precisamente fornidos, pero les preocupaba la posibilidad de no caber con las bombonas a cuestas. La eventualidad se resolvió al instante, el italiano cortó un amasijo de musgos y algas y consiguió despejar la abertura lo suficiente. Ante ellos se introducía en la roca un angosto desfiladero poroso y afilado cuyas aristas arañaban sus neoprenos y se les clavaban en los músculos como astas puntiagudas. Tras unos metros de buceo el pasadizo se abrió como el cuello de una botella y pudieron sacar la cabeza del agua en el centro de una caverna. Las paredes y el techo parecían echarse sobre ellos, cargados de estalactitas como colmillos de tiburón. La luz de las linternas titilaba en las rocas reflejada por mil destellos de agua cristalina.
– ¡Así que el lugar existe! –exclamó Timo retirándose la boquilla y cerrando la bombona de oxígeno. Gianno hizo lo mismo y se pasó una mano por el pelo.
–Nunca dudé de la gruta –dijo–. Sino del tesoro. Todavía no tengo tan claro que no sea una patraña del viejo.
Timo nadó hacia el extremo de la caverna, donde las rocas y el agua formaban una especie de playa. Más allá comenzaba otro túnel de piedra cubierta de liquen y oscuro como la boca de un lobo. Se acercó y asomó la linterna, harto de discutir.
–Bueno, al menos sabemos que si no lo es, debe estar aquí.
El italiano se unió a él en la entrada del conducto, se deshicieron de las aletas y de las bombonas, que dejaron en el suelo listas para el regreso, y se armaron con los cuchillos. Se introdujeron en la negrura claustrofóbica siguiendo a los vacilantes haces dorados de sus linternas.
– ¿Cómo de profundo crees que lo escondió el viejo? –pregunto Gianno. Timo sacó el diario de su bandolera y lo ojeó fugazmente. Casi se lo había aprendido de memoria.
–No tengo ni idea –contestó, encogiéndose de hombros–. El cuaderno no lo dice.
Por el estrecho pasillo no cabían dos en paralelo, avanzaron, por lo tanto, Timo delante y Gianno detrás, investigando cada saliente de la pared igual que el suelo bajo sus pies. No se atrevían a dar un paso en falso y quedar sepultados allí, tal vez para siempre. Los muros parecían horadados por algún objeto metálico contundente que se hubiera esforzado por pasar por allí a pesar de su tamaño, y poco después encontraron en el suelo los restos de una expedición anterior. Gafas de buceo sucias y empañadas, un par de aletas a medio pudrir y un objeto brillante casi sepultado en el polvo.
–Una bombona… –apuntó el italiano–. Estas son las huellas de alguien que entró…
–Y no volvió a salir –Timo miró a Gianno con el ceño fruncido y el diario en la mano–. El Abuelo no mencionó nada de que la gruta fuera peligrosa.
Gianno se sopló el flequillo que al secarse volvía a caerle sobre la cara.
–Bien, entonces tenemos a alguien ahí esperándonos.
Timo apuntó con la linterna a la inmensidad frente a él y se giró hacia el italiano.
–Eso es imposible, vamos.
El joven empezó a andar mientras su socio se sacaba la mitad superior del traje de buceo. Hacía un calor sofocante en aquella gruta, sin ventilación ni corriente de aire alguna. El rumor del océano a lo lejos y el goteo incesante del agua que se filtraba entre las rocas eran lo único que les separaba de estar encerrados al vacío. ¿Qué ha sido eso? –murmuró Gianno. Timo se giró y le apuntó con la linterna a la cara.
–No jodas –jadeó, a tal profundidad el oxígeno empezaba a faltarles–. Si buscas un buen momento para gastar bromas no es éste.
El italiano se encogió de hombros y tosió tres veces, sus pulmones de fumador no soportaban igual que los de Timo la falta de aire.
–Creí haber oído algo –dijo, al fin.
–No lo hiciste.
Continuaron avanzando y la gruta se convirtió en un minúsculo túnel descendente por el que debían caminar agachados y casi de lado. Las paredes cortantes de roca desprendida arañaban su piel y les golpeaban en la cabeza. Para colmo, en aquella negrura las linternas prácticamente no servían para nada.
–Estoy empezando a arrepentirme, amigo –gruñó el italiano–. Este desfiladero parece no tener final.
Timo no miró hacia atrás, le hubiera costado demasiado girarse.
–No te preocupes, la caverna no puede ser demasiado profunda. El diario explica que…
– ¡A la mierda con el diario! –exclamó Gianno jadeando ostensiblemente– Aquí dentro no se puede respirar, y ni siquiera estamos seguros de que el puto viejo no chocheara cuando escribió el diario.
–No seas imbécil –respondió Timo manteniendo la calma–, el diario no lo escribió ayer.
–Me da lo mismo.
–Ah, cállate, no sabes lo que dices.
–Puede ser. Pero lo que sí tengo claro es que cabe la posibilidad de que no encontremos nada. ¿No pone ahí que su antiguo compinche volvió a por su parte? ¿Quién te dice que no se lo llevó todo?
–Me temo que no.
–Pues yo no lo hubiera hecho, desde…
Timo le puso una mano en el pecho, se había detenido sin que el italiano se diera cuenta. Apuntaba con su linterna hacia el suelo.
–Estoy seguro –dijo–. Pero desde luego Glock no lo hizo.
Gianno se acercó a él y dirigió su linterna al mismo punto.
–¿Por qué lo..?
No pudo terminar la frase, las palabras se atascaron en su garganta cuando descubrió el amasijo de huesos rotos y vísceras resecas que una vez había tenido forma humana. Estaba medio tendido al pie de la pared rocosa, lo que quedaba de sus piernas, apenas unas tibias carcomidas y fragmentos de fémur y peroné embutidos en un podrido traje de buceo, atravesaban el camino. Los brazos caían a los lados arrancados del cuerpo y la cabeza, ladeada y desencajada del cuello, apenas se sostenía en su lugar con un terrible boquete en el cráneo y la mandíbula desprendida. Lo poco que asomaba de piel por debajo del cabello estaba marchito y amarillento como un pergamino putrefacto.
– ¿Crees que es..? –preguntó Gianno.
–No me cabe duda.
Timo se inclino hacia el viejo Glock y le arrancó un pedazo de papel del interior del traje de buceo. El tiempo y la humedad lo habían adherido a las costillas. Regreso junto al italiano y le mostró el dibujo descolorido de un mapa, el mismo que figuraba en el diario del Abuelo.
Las paredes de la gruta se estremecieron como si las azotara un terremoto. Los huesos de Glock se hicieron añicos y se deslizaron como gravilla hasta fundirse con el suelo del pasadizo a la vez que por toda la galería resonaba un crujido atronador. En el fondo de la oscuridad unos pasos rápidos pero pesados cruzaron de un lado a otro y las linternas de Timo y Gianno arrancaron de ella destellos fugaces de algo parecido a unos ojos que desaparecieron el instante. El temblor cesó y la caverna volvió a quedar en silencio.
–¿Qué ha sido eso? –preguntó Gianno, la linterna temblaba en su mano. Timo negaba con la cabeza.
–No tengo ni idea– contestó con un hilo de voz.
–Larguémonos de aquí, tío. En esta cueva de mierda no hay nada.
Guardaron silencio durante algunos segundos, no se oía nada, no se veía nada.
–No. Continuemos –ordenó Timo–. No hemos venido hasta aquí para darnos la vuelta con las manos vacías.
El italiano no salía de su asombro.
–Pero ¿y el temblor? ¿Y lo que hemos visto?
–Un murciélago.
– ¿Y el temblor?
–Esas cosas pasan en cavernas como estas.
Gianno resopló y le pegó un empujón en la espalda.
–Tú estás loco, pero yo me marcho –dijo, dándose la vuelta. Apenas se había alejado unos metros el suelo desapareció bajo sus pies y se vio arrastrado al vacío por una especie de rampa en medio de un grito desgarrador. Timo salió corriendo detrás de él pero lo único que encontró fue la cima polvorienta de un desprendimiento, seguramente ocasionado por el temblor.
– ¡Gianno! –gritó. Unos segundos después le llegó la voz del italiano.
– ¡Estoy bien! –gruñó éste entre toses– Al menos no me he roto nada. Aquí hay otro conducto pero es imposible subir por donde me he caído. Sigue en la misma dirección, tal vez nos juntemos luego.
Poco a poco la voz de Gianno se fue perdiendo en la profundidad del túnel, Timo se alejó de la boca del agujero y recobró su camino por encima de las cenizas de Glock. Se introdujo en la oscuridad del pasadizo, cada vez más asfixiante y tortuoso, esquivando mazacotes de roca desprendidos y sorteando grietas del tamaño de un hombre, con el único objetivo de encontrar el famoso tesoro del Abuelo y salir de allí echando leches, con o sin el italiano. Llegado a un punto el conducto desembocó en una especie de cúpula y se bifurcaba en dos direcciones distintas.
–Mierda –murmuró–. No decía nada de esto en el diario.
Era cierto, el viejo libro no hablaba en absoluto de cavernas titubeantes ni de criaturas nocturnas ni de bifurcaciones del camino. Se detuvo para revisar las instrucciones por enésima vez y escuchó un gruñido profundo y salvaje, como de un animal gigantesco, procedente de alguno de los conductos. ¿De cuál?
– ¿Gianno? –se acercó a uno de ellos– ¡Gianno!
La oscuridad no le devolvió ninguna respuesta, así que cerró el libro y volvió a guardarlo, decididamente a partir de entonces resultaba inútil, y empezó a caminar por el túnel que tenía más cerca. Parecía internarse en las profundidades de la tierra, el aire, el poco que había, era denso y viciado, infestado de vapores que llegaban a escocer los sentidos, sin embargo las paredes estaban húmedas, resbaladizas, y el suelo crujía cubierto de una especie de polvillo, similar al yeso. Empezaba a imaginar el tacto de las perlas y del oro caribeño en sus manos cuando le hizo estremecer un alarido aterrador lejanamente humano. Se trataba de Gianno, era su socio el que gritaba. Y su voz resonaba en las paredes de piedra como la acometida de un cuchillo.
La luz de Timo buscó en la oscuridad, imposible adivinar a qué distancia se había producido el grito. Intentó correr por el pasillo, y cuando pocos metros después el olor a sangre y vísceras se había intensificado, empezó a escuchar los jadeos y los estertores de muerte del italiano. La linterna le encontró, encontró sus partes, primero un brazo, aferrado a una linterna estampada contra el suelo, después las piernas, amasijos palpitantes de músculo y neopreno desgarrados como sacos de carne. La cabeza seguía unida al cuerpo, colgando boca abajo, su pelo rubio y sucio rozaba el suelo y su abdomen… La luz de Timo encontró su abdomen embutido en las fauces de un ser descomunal, deforme, una criatura a la que no supo dar nombre y que su cerebro no consiguió asimilar. Timo abandonó a su amigo y lo abandonó todo, dio media vuelta y deshizo sus pasos huyendo de aquel engendro. Llegó a la desembocadura de los dos conductos y recordó que el camino de regreso estaba cortado por el fatídico desprendimiento que había arrastrado con él a Gianno. Su única alternativa era internarse por el segundo túnel y apostar todas sus fichas a que aquel le brindara una manera de salir de la caverna.
Sus pasos precipitados tropezaron con todo tipo de obstáculos invisibles, algunos rígidos como rocas que taladraban sus canillas, otros blanduzcos y viscosos que se pegaron a su piel y parecían trepar por ella. No escuchaba a su espalda los pasos del monstruo, no sentía su aliento tras él ni el temblor en las paredes que indicaría que le perseguía, pero aún así no se sentía aliviado en absoluto. No lo haría hasta que notase en su cara primero el agua tibia del mar Caribe y después la brisa fresca de la superficie. El motor de la lancha, eso era lo único que querría oír ahora.
La luz de la linterna danzaba desbocada sobre las paredes de granito, no tardó en encontrar los restos del desprendimiento y Timo los trepó para pasar al otro lado. Había conseguido llegar en su huída más lejos que Glock, pero todavía no podía considerarse a salvo. Ese túnel era más estrecho y tortuoso y ni siquiera podía asegurar que tuviera salida al mar. Entonces la providencia le llevó hasta lo que andaba buscando.
Había estado allí, aunque alguien se lo había llevado. La roca roja estaba allí, la pintura un tanto ajada, ennegrecida por el tiempo. Debajo, cuando Timo la empujó, la bolsa marrón con las iniciales del Abuelo ocupaba un espacio cavado con torpeza en el suelo. Estaba vacía. Sólo quedaba en ella un jirón de tela enmohecida, un retal bordado con el escudo de la Revolución. Detrás, alguien había pintado con letras gruesas: Gracias, Viejo.
Timo dejó caer la bolsa al suelo, sintiendo las lágrimas agolparse al borde de sus ojos y la desesperación acumularse en su pecho. El zarpazo en la roca le despertó de golpe y borró de su mente bolsa, tesoro y Abuelo. Había fallado por poco y Timo sabía que eso podía no volver a repetirse. Un segundo azote le dio la vuelta y le enfrentó cara a cara con el monstruo. Cara, por llamarlo de alguna manera. El ser abrió sus fauces en un rugido demencial que hizo sangrar los oídos de Timo y sus ojos vacíos se clavaron en los del chico como centellas negras la luz de la linterna. Cuando aquellas garras se abalanzaron sobre él consiguió esquivarlas dejándose caer al suelo y gateando logró alejarse de allí. Su hombro sangraba agotando sus fuerzas, sus rodillas se desgarraban al arrastrarse por la roca dura y para colmo estaba completamente a ciegas. Había perdido la linterna.
Una pared de piedra detuvo su huida casi antes de comenzar. Consiguió trepar, se dejó caer al otro lado y se quebró un tobillo por ello. Sólo podía oír los gruñidos de la criatura que le seguía con asombrosa facilidad, como si pudiera ver en la oscuridad, como si dominara el terreno. Timo intentó ponerse en pie, quiso correr, tirando de su pierna inútil, incapaz de mover el brazo derecho, tentando la pared con la otra mano para avanzar. Las pisadas del ser hacían temblar el suelo detrás de él, un aliento pútrido y abrasador erizaba su nuca y cuando creía que todo estaba perdido el pasadizo desapareció, cayó al agua y empezó a hundirse.
El corazón le dio un vuelco y su cuerpo recuperó nuevos bríos. La gruta terminaba allí donde había empezado, solamente le restaba nadar, bucear fuera de allí y ascender hacia la superficie. Pero sin oxígeno, sin linterna…
No quería pensar en nada de aquello. El ser se había zambullido detrás de él, podía sentir la vibración del agua en sus pies con cada una de aquellas colosales brazadas. Se sacudió en la oscuridad esforzándose por desplazar algo de agua con su único brazo y su única pierna y sólo la suerte quiso que no tardara en encontrar la abertura en la roca que salía de la cueva. No le quedaba mucho aire, por eso utilizó sus manos para avanzar con la ayuda de los salientes del pasadizo, sabía que pocos metros después encontraría el mar abierto, y si los pulmones se lo permitían, también la lancha. Luchó, luchó con todas sus fuerzas por no desfallecer, por no perder el sentido. No le quedaba aire, no le quedaba aire, ¡no le quedaba aire!
El conducto no terminaba nunca.
Timo sabía que se estaba ahogando, los últimos salientes antes de esa débil luz que titilaba al fondo parecían demasiado lejanos, y luego el mar, todavía le quedaba mucho mar antes de la superficie. Se ahogaba, sus pulmones contraídos eran presa de convulsiones, el pecho le estallaba de dolor, la cabeza le daba vueltas, perdía la visión, así como las energías para seguir braceando en lugar de rendirse al instinto y abrir la boca, dejar entrar el agua, a falta de aire.
Aire, aire ¡Aire!
Había llegado al borde de la abertura. Unas mandíbulas como de acero se aferraron a su pie, se lo llevaron con ellas. Después la pantorrilla, un muslo.
Timo no sintió el dolor, sus ojos se fueron nublando, fijos en la sombra gris de la lancha que bailaba en la superficie. La criatura engulló su vientre, su brazo sanguinolento, lo último que Timo escuchó fue el crujido de su propio esternón astillándose al ser masticado por aquella bestia. Su cabeza y su brazo estirado hacia la luz se desprendieron de su cuerpo, se deslizaron por el fondo del mar dejando tras de sí un hilo de sangre que parecía jugar con las corrientes y los bancos de coral. Lo que quedaba de Timo salió a la superficie, su cabeza carcomida por los peces miraba al cielo rojizo del alba, su brazo rígido señalaba de forma macabra a la lancha motora que nunca conseguiría alcanzar.

Fin.
Homenaje a H. P. L.
Publicado el 19-oct-08 en

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lunes, 25 de agosto de 2008

Disculpen que me despida.


Estaba desencantado de las mujeres, las últimas que habían pasado por mi vida me habían causado más dolor que placer. Dolor del corazón, se entiende, no me va lo masoquista, y placer, bueno, el placer en cualquier parte del cuerpo siempre es aceptable. Pero yo nunca había tenido suerte con las mujeres, no, si por suerte entendemos algo que dure más de un par de meses y que no te deje cicatrices. El caso es que no quería saber nada de mujeres, como le dije a un amigo, a menos que una vigilante de la playa llame una tarde a mi puerta y diga hola soy la supervisora del contador de la luz y vengo a echar un vistazo y acostarme contigo. No, a menos que pasase algo así, yo prefería mantenerme al margen.
La conocí como siempre se conoce a las mujeres especiales, por casualidad. Me dijo que se llamaba Amanda, la que merece ser amada, le comenté, me gusta la etimología. Pues tú te llamas Ricardo, me contestó, no es demasiado alentador. Dejamos la etimología a un lado y nos sentamos en la barra. Yo venía de una tarde horrible en la oficina, una de esas que es mejor diluir en la bebida, y tal vez por eso terminé en ese bar. Ella no me dijo cómo había llegado allí, en verdad, prácticamente jamás me contó nada, al menos nada que fuera real.
Intimar con ella fue sencillo y relativamente fácil, no era una vigilante de la playa con ganas de analizar mis conexiones pero casi, la conversación era fluida y las miradas ágiles. Ella tenía los ojos muy oscuros, profundos y redondos como bocas de pozo, su pelo era de un rubio casi blanco, reflejándose en azul dependiendo de qué luz la iluminara, su sonrisa era infernal, no por malévola, sino porque la utilizaba de una manera muy alejada de ser inocente y pura. Escuchó mi llantina sobre los por menores de mi sufrido trabajo de telefonista y después me sacó a bailar. Dios, qué cuerpo y qué manera de moverlo. No acabé con ella en la cama en la primera noche, pero acabé en todas las demás posibilidades de mi modesto estudio junto a la calle Mayor. En el sofá, sobre la alfombra, medio cuerpo en la mesita y el otro encima de la butaca, y antes de entregar las armas, la revancha en la bañera. Pensé que dejábamos la cama para el día siguiente, aunque después descubrí que eso iba a ser muy, muy difícil.
Le gusté tanto que ansiaba presentarme a sus amigos, eso me dijo la muy puta. Y para qué esperar, mejor al día siguiente.
El sábado por la noche me reuní con ella en la entrada de la estación de Sol, y me guió por una red de túneles y trasbordos tan enrevesados que yo, que me precio de conocer el suburbano madrileño como la palma de mi mano, me sentí perdido como un turista despistado. Mis alarmas empezaron a dispararse cuando nos bajamos en una parada estrecha y oscura que no tenía nombre. No sabía que existiera un sitio así, le dije. Me contestó que no fuera tonto y miedoso, que la siguiera y no me preocupara por tonterías. Así lo hice, aunque sólo a medias, no me quité de la cabeza esa parada sin luz ni nombre hasta que los acontecimientos posteriores casi me la quitan, la cabeza.
Iba a decir que salimos a la luz pero realmente no fue así. Cuando me sacó del metro ya era de noche, tanto había perdido la noción del tiempo. Atravesamos una plaza desierta y llena de humo de cloaca en la que la única claridad procedía de la luna, que caía como una cascada azul sobre los coches aparcados, la mayoría tan sucios que parecían parados desde hacía años. Me llamó la atención que muchas ventanas estaban rotas, pero no le eché mucha cuenta mientras cruzábamos la calle y nos introducíamos en un callejón lúgubre y pestilente. Me sorprendió el silencio y lo “muerto” que parecía estar aquel barrio. En el callejón abundaban los desperdicios y las bolsas de basura hasta desembocar en una escalera descendente. Los escalones de metal se sumergían en la tierra y terminaban en una puerta que por lo robusta parecía de acero forjado, Amanda la golpeó tres veces, no me pareció ninguna contraseña ni señal, al instante nos abrieron y accedimos a un pasillo estrecho y húmedo iluminado sólo por una línea de fluorescentes de neón en el techo.
No pude ver a nuestro portero, todo estaba demasiado oscuro lejos de los fluorescentes, y a la vez yo empezaba a sentir un cosquilleo incómodo en la boca del estómago. Ese paseo, esa cita con los amigos de mi nueva amiga, estaba dejando de ser algo divertido. Amanda me ordenó acompañarla por el pasillo, nuestros pasos resonaban en las planchas de metal del suelo como el pico de un minero. A veces oía los chapoteos de las goteras, otras, pasos diminutos que me recordaban a ratas. Pero lo que más me marcó y me punzó los sentidos durante el recorrido por ese laberinto de pasadizos era el olor, un olor rancio, pútrido, el olor que sólo había conocido el fin de semana que tuve el frigorífico estropeado en espera de un técnico. Seguimos avanzando y cada vez hacía más calor, eso me hizo pensar que la temperatura podría ser la responsable de aquel olor, y es que estaba claro que si tenían comida fuera de la nevera ese calor tenía que estarla estropeando. No me detuve mucho a pensar en ello, me preocupaba más que cada vez que Amanda se giraba para mirarme encontraba su mirada más sombría, más fría. Al principio pensé que me miraba para comprobar que seguía tras ella, qué estupidez, a dónde iba a ir. Con el tiempo he llegado a estar seguro de ello, me miraba preocupada por si daba media vuelta y echaba a correr. Le preocupaba que me escapara.
Por fin llegamos a la desembocadura del pasillo y pude conocer a sus amigos. Un salón gigantesco iluminado por una lámpara de araña en el techo, una sala tan grande que la luz de las doce velas de la araña no llegaba a mostrarme las paredes que la limitaban. No supe calcular el número de personas que había ahí dentro, sin música, sin televisión, sin hablarse. Se sentaban en unos sillones desvencijados colocados sin ningún orden ni disposición coherente, en algunos llegaba a haber hasta tres personas subidas unos encima de otros. Vestían ropas de cuero negro, la mayoría, y otros no vestían nada, algunos de los primeros sostenían a los desnudos amarrados con cadenas, grilletes que se les aferraban al cuello y les obligaban a comportarse como perros, como mascotas. Casi todos tenían manchas de sangre en la barbilla, en los labios y en el pecho, y permanecían inmóviles, muy quietos, como maniquíes que esperasen el paso del tiempo. Amanda me condujo a través del salón y me presentó al que parecía el líder del grupo. Se sentaba en un sillón mayor, solo, tenía los ojos muy oscuros, tanto como ella, y los sostenía fijos en un punto indefinible del suelo. Cuando llegamos levantó la cara pero no me saludó, me miró un instante y luego se dirigió a mi amiga. No se dijeron nada pero juro que hubo comunicación entre ellos, no sé a qué nivel, no creía en esas paparruchas hasta entonces, pero durante ese minuto que permanecieron conectados por sus miradas estoy seguro de que se comunicaron. Amanda me hizo una señal entonces y la acompañé a un sillón que uno de los tipos de negro nos trajo como sacado de la nada. Nos sentamos los dos solos, ella subida en mis rodillas, y empezó a besarme con tanta pasión como habíamos follado la noche anterior. No entendí a qué se debía todo aquello, a qué se debía la oscuridad, a qué se debía el silencio. No entendí por qué nadie hablaba hasta mucho después e incluso atendiendo a sus rasgos feroces, a sus facciones casi animales y a su manera sincopada de moverse, llegué a pensar que tal vez no supieran hacerlo. Tampoco tuve tiempo de preguntarme a qué tipo extraño de tribu urbana me había llevado a conocer Amanda porque sus labios y sus manos se sabían mover tan bien que nublaron todas mis demás preocupaciones.
Un hombre vestido con algo parecido a un esmoquin apareció de la nada y se acercó al centro del círculo con un pedazo de carne sanguinolenta en la mano. Hubiera jurado que se trataba de una pierna humana pero una vez más los besos de Amanda me impedían fijarme mejor. El tipo tiró el pedazo de carne al suelo y casi antes de que tuviera tiempo de apartarse los hombres y mujeres encadenados se abalanzaron sobre la pieza como verdaderas fieras hambrientas, empezaron a arrancarle trozos con los dientes y con las manos, gruñendo, llenándose de sangre la piel del pecho y de la cara. Lo que más me llamó la atención fue que los bocados que arrancaban no eran para ellos sino que se los llevaban gateando al que hacía las veces de su amo al otro lado de la cadena. Al Líder le trajeron un pedazo especial, esta vez sí que lo vi bien, era la cabeza de un hombre con barba.
A dónde me has traído, quise gritar retirándome de Amanda, pero en cambio cuatro de esos hombres, por llamarlos de algún modo, me agarraron de brazos y piernas y me levantaron en volandas para sacarme del círculo de luz. Mis ojos estaban cegados por la oscuridad y el miedo pero sé que me llevaron a través de un pasillo caluroso y asfixiante. Sus gruñidos resonaban en las paredes con el eco de una bandada de buitres y al poco me dejaron caer de espaldas sobre un suelo mullido, creo que de paja. Un cuadrado de luz se filtraba por una ventanita muchos metros por encima de mi cabeza y tuve la sensación de encontrarme en el fondo de un pozo o de una torre. Uno de ellos se acercó entonces a mi cara, juro que no le encontré nariz, ni mejillas, ni orejas, sólo ojos negros y dientes como estacas. Se acercó a mí, como digo, y sentí el dolor de un mordisco en mi garganta. Luego otro hizo lo mismo, aferrado a mi brazo derecho, el tercero me mordió en un pliegue del costado, y el último no recuerdo dónde, aunque estoy seguro de que no me dejó de lado, porque caí profundamente inconsciente.
Desperté encadenado a la pared, como un antiguo preso de una prisión medieval, un Don Mendo moderno, un Conde de Montecristo, un Segismundo. Los grilletes que me apretaban los tobillos y las muñecas no tenían cerradura, ni modo alguno por dónde aflojarlos, cómo consiguieron meterme en ellos sigue siendo para mi un misterio. Por el rectángulo de luz veía el cielo convertirse en naranja, en lila, en azul, ese primer amanecer lo recuerdo, el resto… No sé cuántos días pasé en aquella prisión. Durante las horas de luz me traían cada poco una cazuela de puchero, un asado infernal que sabía a papas rancias y olía a pescado quemado, al principio me negaba a probarlo pero después lo llegué a aceptar y hasta a devorarlo con fruición. El hambre me mataba en aquellas horas de aburrimiento y pérdida continua de sangre. Porque eso era lo que hacían durante las noches. Recuerdo, cómo olvidarlo jamás, el tañido de la campana que anunciaba la entrada en mi calabozo del tipo del esmoquin, el ser que llegó a convertirse casi en mi única visita. Se acercaba a mí con un cuchillo y una fuente de cristal, me punzaba en algún lugar distinto cada vez, a menudo un muslo, otras veces los brazos, y recogía mi sangre en la fuente para llevársela a Ellos. Al principio entraban también algunos de esos seres, nunca demasiado de seguido, jamás en grupos de más de dos, me mordían en el cuello o en los huecos entre los dedos de las manos y bebían durante unos segundos mi sangre. Supongo que si se alargaban o permitían que su gula les poseyera corrían el riesgo de quedarse sin fiesta. Si yo moría se les acababa el pastel, como solía decir mi madre. A la que no volví a ver fue a mi amiga Amanda. Bueno, hasta hoy.
Como he dicho antes desconozco cuántos días pasé en la torre, llegado a un punto la luz se me confundía con la noche y mi debilidad y la falta de aire me mantenían más tiempo dormido que despierto. Supongo que mi constitución fuerte o mi tamaño, ligeramente superior a la media, ayudó a que conservara la vida más tiempo del que Ellos esperaban. Hasta tres veces me desperté y me encontré al Líder y al del esmoquin mirándome, una suerte de Señor y Mayordomo decidiendo de qué manera servir la cena. Creo que discutían sin palabras, como yo ya les había visto hacer antes, si acabar conmigo de una vez o seguir sacándome la sangre. Si terminaban mi calvario me despiezarían como al pobre infeliz que había pasado por allí antes que yo, y aunque puede parecer un final horrible era exactamente lo que yo estaba deseando. Si no me equivocaba por mucho, el momento más doloroso sería el primer hachazo, el golpe fatal. Después el shock y el colapso de los órganos harían mucho más llevadera la muerte que permanecer allí una sola noche más. Por eso le sonreí de esa manera la última vez que vino el Líder a visitarme. Je, le sonreí y se enfureció tanto que se abalanzó sobre mi cabeza y me mordió con rabia la mejilla, todavía me falta ese pedazo.
Igual que no sé cuánto tiempo llevaba allí dentro, cuánto tiempo sin que mi familia o mis compañeros de la oficina tuvieran noticias mías, tampoco sé cuántas horas más pasaron hasta que desperté tumbado en el potro de la habitación de las velas, un cuarto que todavía no conocía y que, de haber llegado allí antes, tal vez hubiera acortado mi cautiverio. Aunque supongo que en mi huida hubo mucha más carga de suerte que de destino.
Contar una historia de terror en primera persona y además en pasado conlleva la carga de que salvo que el autor de repente se saque de la manga un final sobrenatural, partimos de la base de que el protagonista no puede morir. Y es cierto, sí, escapé, y espero que con la excitación y la falta de riego no haya olvidado lo suficiente para que mi relato mantenga la consistencia.
Desperté en la habitación de las velas, decía, un cubículo rectangular, no más grande que el ascensor de un buen hotel, desnudo y amarrado a una mesa de madera con forma de cruz mediante unas correas de cuero, gracias a Dios no eran grilletes de hierro. Antes de abrir los ojos escuchaba el raspar de las hojas de acero afilándose contra la piedra, me atreví a mirar, aunque me esforzaba todavía por respirar como si siguiera dormido, y descubrí al Mayordomo poniendo a punto su colección de cuchillos de espaldas a mi sobre otra mesa. Las correas de las muñecas me apretaban en la carne y las que me sujetaban los tobillos me cortaban la circulación hasta el pie. No veía cómo iba a poder salir de allí sin que aquel carnicero me arrancara primero tres cuartos de pierna y medio kilo de abdomen para dar de cenar a sus amigos. Me sentí perdido, roto, desamparado, y eso no era nada. Cómo empecé a gritar cuando el monstruo se giró hacia mí y me clavó el primer cuchillo en la cadera. No se molestó en callarme la boca, rasgó hacia abajo como si laminara un jamón y les llevó a sus comensales un filete de nalga que me dejó el culo en carne viva. Me quedé mirando mi herida abierta, horrorizado ante las pulsaciones del músculo y la sangre que chorreaba, escasa ya, hasta el suelo, y antes de que pudiera reaccionar el tipo del cuchillo regresó y me cortó el mismo pedazo del otro lado. Me estiré y me sacudí al límite de mis ataduras pero no conseguí hacerlas ceder ni un milímetro, durante los minutos siguientes perdí medio muslo, mi bíceps derecho y los dedos de los pies, esto especialmente sangró en abundancia pero, me cago en diez, no me moría. El Mayordomo volvió más veces, cambió de cuchillo para rebañar las partes más difíciles y se me llevó un pecho como si rebanara una loncha de queso. Las correas no se aflojaban por más que yo las forzara y cada vez me quedaban menos fuerzas para tirar. Mátame, cabrón, mátame y comedme luego.
El Mayordomo regresó del salón una última vez, si bien él no sabía que iba a ser la última, se acercó a mi cabeza con toda la confianza que le daban sus dos cuchillos y empezó a recortarme una oreja. Le mordí, giré mi cabeza y clavé los dientes en la frágil piel de su moflete. Empezó a sangrar como un cerdo pero en lugar de gritar emitía una especie de gruñido seco y ahogado, me asusté porque pudiera comunicarse desde allí con su Líder o con cualquier otro con ese poder extraño de su mente, pero, si podía, no lo hizo. Mordí hasta el límite de mis mandíbulas, me rompí un diente masticando su piel, fría y pálida como un lienzo, y para mi sorpresa resultaba ser él el que mostraba más debilidad que yo pese a la sangre perdida. Tanta porquería para comer no podía mantenerles muy sanos y saludables, y si bien habían aprendido a comunicarse sin hablar, el tema de volar y tener fuerza sobrehumana parecía más bien destinado a la fantasía del cine y la literatura. Tal vez por eso no salían a cazar y necesitaban que zorras como Amanda hicieran el trabajo sucio, porque alimentándose a base de sangre tenían menos fuerza que un junco batiéndose contra el viento.
El chupasangre se retorcía atrapado entre mis fauces y en una de ésas pude arrebatarle el cuchillo sin demasiado esfuerzo. Se limitaba a intentar zafarse y lloriquear en lugar de forcejear conmigo, si lo hubiera intentado yo no hubiera tenido ninguna posibilidad, por Dios, yo seguía inmovilizado, y en uno de sus gestos bruscos conseguí que se clavara él solo la hoja del cuchillo en la sien. El metal atravesó su carne como si fuera pergamino, y vi el brillo de sus ojos negros apagarse con un hilillo de sangre. Me lo quité de encima empujándole con la cabeza, esforzándome porque no se me escapara el cuchillo. Estaba débil como si me acabaran de parir, y con una mezcla de pánico y autocontrol, no hace falta que diga quién ganaba en la proporción, introduje la hoja entre la correa y mi muñeca y conseguí cortar hacia el lado correcto. Tenía que darme prisa en liberarme antes de que alguien echara de menos al Mayordomo, jefe de intendencia. Le desvestí y me puse su ropa, no me quedaba bien pero me había puesto cosas peores en mi vida, me armé con dos de sus cuchillos, le corté un pedazo de carne de un muslo fláccido y reseco y me dispuse a entrar en el salón en su lugar.
Mil preguntas asolaban mi mente: mi piel estaba translucida y seca por la pérdida de sangre y había perdido más de diez kilos, pero a parte de eso ahí terminaba mi parecido con el difunto; sería capaz de correr en caso de que me reconocieran, sabía el dichoso Líder cómo leer mi mente… Decidí ponerla en blanco, una de las decisiones más absurdas y difíciles de cumplir de toda mi vida, y empecé a caminar. El esmoquin se me pegaba al cuerpo en las zonas en que no me quedaba carne, las piernas me flaqueaban y mi mano temblaba con un trozo de muslo sanguinolento colgando de las puntas de mis dedos. Solté el pedazo de carne en el centro del círculo igual que le había visto hacer al Mayordomo aquella noche, las fieras enfermas de sangre se abalanzaron sobre él y se lo llevaron con los dientes a sus respectivos amos. El Líder miraba fijamente al suelo, ensimismado, como un aparato humanoide que tuviera pulsado el botón de pausa, ni siquiera levantó la mirada hacia mí. Me deslicé entre las bestias y atravesé el pasillo de neón, siguiendo el olor del aire fresco por el oscuro laberinto hasta la puerta de la calle, y no me fue sencillo dar con ella. Al llegar pensé que no había portero, estaba tan oscuro… Pero me equivoqué. Una manaza fría y enorme me detuvo agarrando mi hombro a pocos metros de la entrada, le clavé un cuchillo entre los dedos y cuando el gorila se echó hacia mí le clavé otro en la frente, escuché el crujido de la hoja contra el hueso y me dieron ganas de vomitar. Salí al encuentro de la calle con mi esmoquin ensangrentado y la piel pálida como la cera, azul bajo la luz de la luna llena. Hubiera corrido de haber tenido fuerzas pero como no era así me escondí entre las sombras de la plaza brumosa y dejé que las bestias que salían a buscarme creyeran que me había metido en el metro. Me alejé con todo el sigilo que pude y me colé en uno de los coches que tenía la ventanilla rota para tirarme en la oscuridad del suelo de los asientos traseros. Permanecí allí hasta que me encontró la luz del sol y sólo entonces me atreví a volver a mostrarme. Como esperaba, la plaza ya estaba desierta.
He dicho al principio que estaba desencantado con las mujeres, hasta entonces sólo me habían dejado, abandonado y olvidado con el corazón roto, qué tipo de sentimientos puedo albergar ahora. Mi bíceps izquierdo nunca se ha recuperado y desde entonces tengo dos antojos en las caderas que hacen que al sentarme parezca uno de esos juguetes infantiles que no se mantienen tiesos. Lo de los dedos de los pies ha sido lo menos traumático, ahora me puedo comprar zapatos dos números más pequeños, pero si sumamos mi oreja de menos con todas las cicatrices de aquellos días en que fui despensa viviente de chupasangres, mi aspecto es sencillamente grotesco, no me será sencillo volver a relacionarme. Por eso sólo salgo por las noches, cómo hoy, lo que me lleva a poner fin a esta carta, disculpen que me despida tan de prisa, tendrán preguntas, supongo, y yo muchas ganas de responderlas, pero mi amada Amanda acaba de entrar en el bar. Llámenme romántico y tal vez acierten, pero he decidido volver al bar donde nos conocimos, esta vez armado con una Uzi preciosa que compré en el mercado negro. Viene acompañada por otro muchacho, un pardillo como yo lo era, pero no soy celoso. Este parece más pequeño, no aguantará tanto como yo si nadie le pone sobre aviso. Tal vez el tiroteo lo haga.
Disculpen que me despida, digo. Tengo una cita.
Publicado el 27-ago-08 en
Publicado el 20-ago-08 en
Publicado el 18-ago-08 en

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domingo, 24 de agosto de 2008

Alicia



PRONTO EN http://www.cazadorderatas.com/

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Próxima parada: La Casa de Muñecas


Los jóvenes siguen desapareciendo desde hace ocho años, pero el ritmo parece estar creciendo.
El detective Matt el Rojo ya no sabe cómo seguirles la pista.


Los informes de desapariciones se acumulan sobre su mesa, rastros, indicios, pistas que no le conducen a nada. Encontrar un coche abadonado en una cuneta podría significar el principio del camino, un descenso terrorífico y gélido a las profundidades de la crueldad humana.


Linda tenía nueve años el día que empezó todo, pronto cumpliría los dieciocho, si siguiera viva. Su padre quiere hacerle un regalo especial, el más bonito, el que más le guste. Y lo que más le gusta a Linda son las muñecas. Las muñecas que sólo su padre sabe fabricarle.


El día de entregar el regalo se acerca. Hoy, un hombre solitario despierta confuso en lo alto de una loma perdida. Sabe que estaba cerca, antes de que le dejaran sin sentido. Cerca de salvarle la vida a su hija.


Porque su hija es ahora la que ha desaparecido.

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Noctámbulo


Hace muchos años que Paula Montero y su hermano Javier no tienen noticias de Diego, su viejo amigo de la infancia. Eso resulta particularmente doloroso para Paula, que siente por él una atracción especial.

Hoy Paula es forense criminalista en Las Palmas y está enfrascada en uno de los casos más complicados de su reputada carrera: las víctimas aparecen brutalmente asesinadas en las condiciones más insólitas y sin una gota de sangre en sus cuerpos.

Ahora Diego aparece de nuevo en su vida. Pero ahora Diego es un asesino a sueldo. Y ahora Diego está muerto.

Esta es la historia de Sable, el Noctámbulo.


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Laberinto


Un fotógrafo que se está quedando ciego y que tiene el corazón roto.

Una niña perdida, en busca de su novio perdido.

Un viaje temerario, un error tras otro.

Un destino cruel.

Una jauría de lobos.

Un pueblo con su propia leyenda negra.


Muerte. Miedo. Secretos. Las horas contadas para salir de allí con vida.

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Claro de Luna


Buenas noches a todos. Bienvenidos a vuestro “Claro de Luna”, donde cada palabra tiene respuesta.

Así comenzaba cada noche Luna Ortega su programa de radio.La vida no ha resultado fácil para Luna, monotonía y frustración entre medias de un fracaso amoroso tras otro. Sabe que ha llegado la hora de un cambio.

Presenta un programa radiofónico nocturno, cada madrugada presta oídos a las voces anónimas que buscan en ella consuelo y compañía.Hasta que una de esas llamadas resulta ser diferente a todas las demás, a medio camino entre un crimen horrible y una broma macabra.

Luna no sabe qué pensar, pero desde ese momento se sentirá acosada, vigilada, perseguida, con su vida sumida en una espiral de miedo y confusión en la que sólo tendrá la ayuda de un joven del que sabe tan poco como de ella misma.

Ahora Luna debe luchar por sobrevivir, ése no era el cambio que su vida necesitaba.

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La Venganza del Rey Demonio


No hace mucho alguien me contó una historia, no era mejor ni peor que otras, sino simplemente una historia. Aunque todos sabíamos que ésta era especial.Se trataba de un cuento de príncipes y princesas, de dragones, de espadas y de brujería, pero sobre todo de amor y de aventura. Era la historia de alguien cuyas hazañas sobrepasaron su tiempo y rompieron las barreras de la eternidad.


Quien la contaba era un gran orador, sabía dar vida a los relatos y hacer que su audiencia vibrara con cada palabra, algo rara vez posible y que sólo consiguen los verdaderos cuentacuentos. Hablaba con gran emoción y empleaba el énfasis exagerado de quienes pretenden que sus historias sean ciertas, aunque sepan muy bien que no lo son.


Sin embargo este cuentacuentos sabía bien poco de la verdad, aunque eso no le importara mucho a la hora de divertir a la multitud en la plaza del mercado cada domingo, y desde luego tampoco sabía que yo ya conocía su historia. Y es que yo estuve allí.


Mi nombre es Zûl, y esta que voy a contar es la auténtica leyenda de Égodar de Báalbek.


Sólo que no es una leyenda.

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Rencores Enterrados


Richie Santoro terminó sus días en la silla eléctrica jurando venganza contra el abogado que logró su condena. Todos decían que lo que había hecho a esa niña no tenía perdón de Dios.

Han pasado dos años y el entonces abogado Marcus Crane ha dejado de ejercer. Vive atormentado por la crueldad y la inmundicia con las que lidiar al hacerse cargo del caso Santoro.

Ahora que se cumple la efeméride una ola de crímenes parece cebarse con los amigos y allegados de Crane, obligado a contemplar las imágenes de cada uno de los asesinatos.


Asesinatos que llevan la extraña marca de un viejo conocido...

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Los Ojos de Dios







Ecos de un Eclipse.


Todo parecía normal en Madrid. Ríos de gente fluían por sus calles chocando los unos con los otros sin levantar la vista del suelo, dirigiéndose a sus trabajos. La mañana era cálida como correspondía a aquella época del año, todo resultaba rutinario y aburrido, desesperadamente habitual y monótono, y, bueno, también estaba lo del eclipse...

Todo parecía normal, pero no lo era. Cuando una serie de rumores que recorren las entrañas de Madrid comienzan a tomar forma de verdad, el terror comienza a tomar forma. El pánico se apodera de los ciudadanos, el caos se hace dueño de las calles. Y la figura siniestra de un hombre sin rostro se erige en guía fatal de los madrileños alimentándose de su miedo.
Solamente un grupo reducido será capaz de hacer frente al fin del mundo y encontrar la verdad oculta bajo la superficie, mucho más terrorífica y mortal que todo lo que hayan podido conocer hasta entonces.

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jueves, 21 de agosto de 2008

Terror de Antaño.


Cuando amanece llega el miedo. Las bestias duermen durante la noche.
Mi nombre es Nanuk, pertenezco al clan de las Tierras Altas, pero no sé cuánto más conseguiré sobrevivir. Mi clan y yo solíamos vivir en las montañas, habitábamos juntos, no menos de cincuenta entre hombres y mujeres, establecidos en un complejo de cuevas, algunas naturales y otras que nosotros mismos excavamos en la roca con nuestras propias manos y las pocas herramientas que podíamos fabricar con palos, huesos y piedras.
Durante generaciones vivimos con cierta calma, sin faltarnos alimento y protegidos de los vientos y el frío de las estaciones más duras. Allí teníamos suficientes frutas, vegetales y animales a los que cazar además de los que hemos aprendido a domesticar. Los ríos nos daban pescado, y las lluvias la suficiente agua para sobrevivir a salvo del hambre, la sed y las enfermedades.
Pero todo cambió con la llegada del último invierno. Después del terrible temblor el cielo se oscureció y quedó instalada esta pesada masa gris de nubes oscuras que nos impide ver el Sol, que nos quita el calor, que trae consigo la desgracia. Los ancianos dijeron que era cosa de los dioses, que Gaia, la Madre Tierra, se había enojado con nosotros, sin duda por no ser merecedores de seguir recibiendo sus favores. Todos se pusieron muy nerviosos, sacrificamos bueyes en la piedra ritual, intentando honrar a Gaia, las mujeres danzaron con las pinturas ancestrales y muchos de nosotros emprendimos el peligroso viaje a la cima del Gran Monte, todo con la intención de agradar a la Diosa. Pero nada. La nube gris siguió instalada sobre nosotros y así ha continuado cada día.
Las temperaturas descendieron como nunca antes, los más ancianos no recordaban estaciones tan frías, las frutas y los vegetales se congelaron, los ríos bajaban arrastrando bancadas de peces muertos de frío y los animales terrestres, que no encontraban qué comer, abandonaron estas tierras. No teníamos comida, pero sí mucho frío. Esta nueva estación que no termina trajo consigo vientos terribles, temperaturas que no sabíamos soportar, pues las pieles conque nos abrigamos ya no eran suficientes. Nuestras cuevas dejaron de protegernos, nuestras tierras se volvieron inhabitables.
Una noche el Gran Anciano nos reunió a todos entorno a la piedra ritual, donde el afanoso fuego de la hoguera luchaba por combatir al granizo. Llegamos junto a él tiritando, algunos tan enfermos que sabíamos que no llegarían a completar el viaje que el Gran Anciano iba a proponernos. Nos dijo que había estado observando a los animales terrestres, viendo cómo emigraban hacia el sur en busca de prados más verdes con temperaturas más amables, y tras consultarlo con la Diosa tenía una solución que presentarnos. Nos convenció de abandonar nuestra montaña, el hogar de nuestro pueblo desde tan antiguo como llega la memoria, y de que siguiésemos a los animales terrestres hacia los valles del sur.

Han pasado doce lunas desde que emprendimos aquel viaje. Y de los cuarenta y siete que partimos, sólo quedamos trece. No encontramos valles verdes al sur de nuestra montaña, o bien el Gran Jefe, o si no los Sabios del clan o quizá la Gran Diosa Gaia, la Madre Tierra, alguien debió estar equivocado, pero ya nos da igual. Viajamos hacia al sur durante muchas estaciones, combatiendo el hambre y el frío y viendo morir uno a uno a nuestros enfermos y a otros muchos que eran pasto de fieras terrestres que hasta entonces no conocíamos, pero jamás encontramos los prados fértiles y las temperaturas amables que nos habían anunciado.
No. En todas partes hace el mismo frío que en nuestra montaña, la nube gris sigue encima de nosotros y no hay mucha más comida. Aquí lo que hay son bestias.
Hemos llegado a un lugar que el Gran Anciano, antes de morir devorado por una de esas fieras que llaman Diente de Sable, nos presentó como Selva. Hay árboles altos que nos rodean, matorrales del tamaño de un hombre y grandes lagunas sembradas de arbustos y trampas de arena. Los animales que encontramos aquí no son fáciles de cazar, más bien nosotros somos sus presas. Tenemos armas, algunas que aprendimos a hacer con filos de piedra y hueso, pero casi nunca son suficientes. Y aquí abajo no hay cuevas. Debemos vivir en chozas que malamente sabemos construir con ramas, algunos troncos y barro seco y que intentamos proteger del frío con pieles, pero que demasiado a menudo el viento y las lluvias torrenciales propias de esta región se encargan de tirarnos abajo. Aquí tenemos miedo, aquí cada vez somos menos.
Lo peor es cuando amanece. Durante el día lo único que podemos hacer es escondernos. Al llegar la mañana intentamos reparar los daños que las chozas hayan sufrido por la noche, siempre unidos, trabajamos en silencio mientras algunos de nosotros hacen guardia por si llegaran las fieras. A veces nuestra única esperanza es oírlas llegar, porque los matorrales son tan altos que lo normal es que las veamos aparecer cuando ya están encima de nosotros. Los dientes de sable se llevan uno o dos cada vez que atacan, aunque a veces conseguimos ahuyentarlos si los vemos a tiempo. Pero las otras fieras, esas tan grandes que los ancianos llamaban Mamuts, entran en nuestro poblado con una fuerza terrible y lo destrozan todo. Chozas, personas, les da lo mismo.
Todavía no hemos aprendido a combatir ni a unos ni a otros, por eso nuestra única oportunidad es oír sus pisadas y escondernos, casi siempre subiéndonos a los árboles. Esa es la razón por la que aquellos más débiles, los menos ágiles o los enfermos, han ido cayendo en el poco tiempo que llevamos aquí.
Por la noche intentamos salir de caza. Las bestias duermen y si somos sigilosos podemos acercarnos a animales terrestres más pequeños y conseguir comida con la que volver a casa. Hace algunas estaciones, mucho antes de emprender nuestro camino. Recibimos en nuestras cuevas la visita inesperada de una tribu nómada del este. Nos enseñaron cosas que nosotros desconocíamos. Aprendimos a mejorar nuestras armas con nuevos materiales más cortantes de mayor dureza que las piedras que solíamos utilizar. Lo llaman hierro, pero no es fácil de encontrar en nuestra tierra. También nos enseñaron a utilizar de diferentes maneras el fuego. Hasta entonces sólo lo utilizábamos para calentarnos, pero ahora sabemos cocinar la carne e incluso transportarlo haciendo arder un trozo de piel de buey atado al extremo de un hueso. Gracias a eso podemos buscar nuestras presas de noche. Así las cazamos.
Ese fue nuestro primer error. Acostumbrados a cazar de día, los hombres marchábamos por la mañana en busca de antílopes o jabalíes y dejábamos desprotegidas las chozas. Cuando regresábamos, encontrábamos el campamento arrasado por las grandes pisadas de los mamuts o por la fiereza de los dientes de sable, sus huellas demostraban el cruento ataque y nos llevaban hasta los restos a medio devorar de nuestros familiares y compañeros. Perdimos demasiados de esa manera y ahora, aunque hemos aprendido y cambiado nuestros hábitos, el miedo se apodera de hasta el más bravo de nosotros al llegar cada mañana. Amanece. Y cuando amanece y resucitan las fieras.
Nunca sabemos cuándo será el siguiente ataque. Quedamos trece, los últimos de nuestro clan y a la vez los más fuertes, los que han demostrado mayor capacidad de supervivencia. Entre nosotros no hay mujeres, así que sabemos que nuestro clan no sobrevivirá a nuestra muerte, y hace tiempo que perdimos la esperanza de encontrar otra tribu en estos horribles valles, a los que llegamos en busca de salvación y que se han convertido en nuestra tumba. Estamos a merced del capricho del frío, del hambre y de las fieras implacables. Estamos enfermos, cansados y desesperados. Sólo rezamos a Gaia para que el frío remita, o si no para que las heladas que nos echaron de nuestro hogar en la montaña se ceben con esta selva y terminen de una vez con todas las fieras, aunque muramos nosotros con ellas. Rezamos porque la desaparición de nuestro clan no caiga en el olvido.
Amanece y oímos pasos desde algún lugar que la maleza no nos permite distinguir. Amanece y empuñamos una vez más las armas. Madre Tierra protégenos de las fieras.
Publicado el 22-jul-08 en

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Monólogo Perros.





Los perros son como las plantas, hay de dos tipos. Están los perros grandes, fuertes y peludos, que necesitan espacio y terreno para correr, los perros de exterior, digamos. Y luego están los pequeñitos, mimosos y juguetones, más familiares, los de interior. Pero dentro de este segundo grupo existe una rara variedad con sus propias características y peculiaridades: el chucho de mierda.
Este es un tipo de perro más parecido a un parásito que a una mascota. No juega, no ladra, no hace ruido, nunca sabes dónde está hasta que lo pisas... Se dedica sólo a vagar por la casa persiguiendo como una sombra a quien le toque el turno de sacarle a la calle para hacer sus necesidades. No puede aprender a dar la patita, a ver como coño se le enseña a que salga y vuelva solo. Qué va, qué va...
Tú estás sentado en el sillón, muy ocupado y concentrado “estudiando” ¾vamos, tocándote los huevos o lo que te salga de ellos en ese momento¾, cuando empiezas a escuchar unos angustiosos jadeos que esta vez no parecen proceder de la televisión. Primero levantas una ceja y deslizas la pupila derecha hacia el suelo, y allí está, como una esfinge, la puñetera mancha peluda, más tiesa que el cobrador del frac, que te clava la mirada con cara de No te hagas el loco tío, que te tengo fichao. Y tú sólo piensas No jodas, no jodas, no jodas...mientras levantas la otra ceja y vas enfocando poco a poco con el ojo izquierdo el reloj de pared: una aguja, otra aguja... y tras unos momentos de reflexión cognitiva calculas y ¡joder, las dos menos cinco! Ya sabemos dónde estaba el reloj que no encontraba el abuelo, ¡se lo había comido el perro! Entonces vuelves a mirarle y parece que le oyeras: ¿A que jode...? ¿A que jode...? ¿A que jode...? ¿Que los perros no sonríen? ¡Y una mierda!
Pues nada, le pones la correa y a la calle. Ya estás cagando a toda leche, cabrón, le dices. Pero el chucho de mierda no sale para cagar y regar las plantas, no. Él pasea, olfatea, echa una meadita...y planta sus cojones en mitad del paterre pa ponerse a contemplar el parque... Pues sí, pues sí que lo han dejao bonito, sí... Luego observa a sus compañeros... ¡Anda, mira “Chuchi” cómo planta un pino...! ¡Y mira “Pulga” cómo remoja el arbusto..! Qué majetes que son..? Y tú, que está ahí parao con él pegándole tirones de la correa para ver si se mueve, piensas: ¡Joder, pues a ver si haces tú lo mismo!
Es cierto que no hay un buen momento para sacar al perro. ¿Que no hace frío? Pues hala, un sol que no puedes abrir los ojos. ¿Qué no hace calor? Pues un viento que a ver quién camina. Eso si no empieza a chispear. Pero eso sí, el chucho de mierda ni caga ni mea ni siente frío ni calor. Pasea, pasea, pasea, vuelve para atrás, enreda la correa, se para, olfatea, sigue paseando, se tumba a morder una botella de plástico... Tu tiritas y te empapas, pero a él le resbala, ¡más a gusto que la madre que lo parió, ahí tirao en la hierba el desgraciao!
Por otro lado, el chucho de mierda es un rato valiente. Basta que se le acerque otro perro para que se pare y le mire desafiante: Eh, tú, sí, tú, ¿me miras a mí? Eh, ¿me miras a mí, mamón? Da igual que el bicho sea un Rottweiler o un Doberman con malas pulgas, el chucho de mierda, aunque no levante dos palmos del suelo, se pone chulo con quien sea. Tú le miras y piensas: ¿Dónde vas, criaturita de Dios? A ver cómo te encuentro luego yo entre los dientes de esa pedazo bestia. Mi perro un día, por las buenas, se tiró encima de un pastor alemán que pasaba por allí, y hacía como que quería morderle. ¡Pero si no le llegaba la boca a abrirla tanto! ¡Como no quisiera pellizcarle! El caso es que el Pastor no movió ni una pestaña y cuando levanté al mío por la correa nos miró a los dos como si se descojonase de risa. El que sí se descojonaba era su dueño. Joder, qué vergüenza más grande.
El chucho de mierda también disfruta olisqueando los culos de otros perros. Lo que pasa es que, al menos el mío, solamente olisquea los culos de perros macho, que ya estoy yo empezando a mosquearme. Lo que me faltaba ya: feo, canijo, torpe, suicida y maricón. Vamos, que mejor me saldría presentarlo a algún programa de la tele, que todavía me lo cojen como presentador o tertuliano. Por lo menos, si me sale perro-gay, me aseguro no tener más chuchos de mierda en casa en el futuro.

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