Feliz cumpleaños.
Las normas estaban claras. Cada gemela compraría el regalo de la otra por separado, saldrían en direcciones opuestas por la zona comercial y si se cruzaban disimularían con un gesto de cabeza y mirando para otro lado. Justo una hora después, con todo bien empaquetado, volverían a encontrarse en la puerta del cine.
Erika se despidió de su hermana Camila a las diecinueve cero cero y empezó a caminar entre las tiendas. En algún lugar entre Mango y H&M la sombra le apretó el pañuelo húmedo contra la nariz y la boca. Cuando volvió a despertar no sabía qué hora era, estaba en una habitación cuadrada y vacía, de paredes, suelo y techo de metal oxidado, como una jaula de mugre y roña. No se escuchaba ningún ruido, aparte del traqueteo de una especie de turbina, como un ventilador gigante. Estaba completamente desnuda a excepción de sus braguitas de algodón y una camiseta naranja de hombre, tres tallas mayor que la suya, que le llegaba por las rodillas y en la que alguien había pintado su nombre en rojo con brochazos desiguales: EriKa.
Sólo había un mueble en la habitación, una especie de carrito metálico para llevar medicinas. Tenía una jeringuilla usada encima, por lo demás estaba vacío. Erika encontró una puerta a su espalda y salió a un luminoso pasillo. La intensa claridad le hizo daño en los ojos y la sensación de mareo le hizo notar el bulto que tenía en la frente. Lo rozó con los dedos y encontró el tacto viscoso de unos puntos de sutura, alguien le había cosido una herida como quien remienda una muñeca rota. No recordaba haberse hecho esa herida.
El pasillo era largo como el corredor de un motel, enmoquetado, e igual que éste tenía puertas a ambos lados, aunque Erika no pudo contar cuántas. Corrió a trompicones hacia un extremo del pasillo: la puerta estaba cerrada, y después hacia el otro, pero el ascensor no funcionaba. Demasiado atolondrada para pensar, empezó a probar con las sucesivas puertas, sabía que alguna la ayudaría a salir de allí. Eso era lo único que quería, y cuanto antes.
Las dos primeras estaban cerradas, no parecían poder abrirse sin su correspondiente llave, sin embargo la siguiente no tenía el pestillo echado. Erika la abrió y asomó la cabeza, tanteó la pared pero no dio con el interruptor de la luz, de manera que la oscuridad no le permitió ver la bandeja de aluminio, el espejo tocador y el bisturí quirúrgico. Se alejó de allí y abrió la puerta de al lado, también estaba oscuro pero el olor a comida le hizo entrar y cerrar la puerta tras de sí. La luz se encendió al instante.
Había comida, sí, dos estantes repletos de embutidos, conservas y botellas de vino. Y en el centro de la habitación dos enormes perros negros que devoraban a medias una pierna de mujer como si no hubieran comido en semanas. La pareja de dobermans levantó la cabeza casi a la vez y encontró a Erika apretada contra la puerta, incapaz de mover un músculo. Los dos perros le mostraron los dientes y empezaron a caminar hacia ella, cuando logró encontrar el picaporte comenzaron a correr. Consiguió saltar al pasillo y encerrarles en la habitación antes de que se le echasen encima. A partir de entonces tendría más cuidado al probar una puerta.
Avanzó unos metros más por el pasillo, temblando a la vez de miedo y de frío, y encontró tres habitaciones más cerradas, en la cuarta sí pudo asomarse pero también estaba a oscuras. La única manera de encender la luz era entrar y cerrar la puerta. La habitación estaba en silencio y no percibía ningún olor. Pasó, cerró, y un trío de tubos fluorescentes parpadeó hasta encenderse por completo y descargar una luz azul sobre la habitación. Paredes y suelo parecían de espejo, había una mesa de comedor en el centro, y sobre ésta una jarra de agua y dos vasos de cristal. Erika se dirigió hacia ellos, se sirvió agua y en el momento de levantar el vaso cayó del techó una lámina de acero que cortó la mesa en dos, y que le hubiera partido a ella por la mitad si no hubiera tenido la suerte de que sus reflejos todavía funcionaran. ¿Dónde demonios estaba?
Retrocedió sobre sus pasos y regresó al pasillo. Esta vez no estaba sola. A su derecha, apenas a quince metros, había un hombre de espaldas a ella. Era alto, musculoso, llevaba una camiseta de tirantes y una capucha negra. Hablaba por teléfono en una lengua que Erika no conocía. Aprovechó para cruzar con sigilo el pasillo y entrar en la puerta de enfrente. Por suerte estaba abierta. Al cerrarla se encendió la luz. Tampoco era la salida.
Era una habitación más grande, parecida a una sala de espera. Tenía tres sillones sucios y desvencijados formando una ele frente a una televisión rota. En las paredes había restos de papel pintado y colgaba del techo un ventilador que parecía haber sido destrozado a golpes. Al fondo había una puerta, Erika escuchó los ruidos de cadenas del otro lado cuando ya casi estaba dentro.
La luz se encendió en aquel cuarto estrecho y agobiante, una luz rojiza como en el estudio de un fotógrafo. Las paredes eran de madera pero no llegaban hasta el techo, por detrás escondían alguna especie de mecanismo. Había dos hombres amarrados con grilletes a las paredes, pies en una, manos en otra, y el mecanismo tiraba de ellos descoyuntándolos con ese ruido de cadenas que Erika había escuchado. Los dos habían muerto. De uno, los brazos habían quedado colgando apenas por la piel, eran lo único que mantenía su cuerpo unido, el otro había reventado como un saco de sangre y el movimiento de la pared lo arrastraba por el suelo.
Erika contuvo las náuseas y cruzó la habitación de tortura para volver al pasillo, miró primero, y salió al comprobar que el hombre del móvil ya no estaba. Continuó probando todas las puertas, y en una encontró unas escaleras. Bajar o subir, y todas las viviendas tienen la salida por abajo.
Cada tramo de escalera estaba iluminado por un pequeño dispositivo en la pared. Erika descendió dos de esos tramos, todo lo que se podía, y encontró una puerta cerrada. Volvió a subir, y regreso al pasillo un piso por encima de donde había despertado.
Estaba igual de vacío que el otro, pero en lugar de limpio y luminoso, éste era lúgubre y decadente, como si lo hubieran abandonado. Tenía tantas habitaciones como el de abajo. La primera puerta estaba cerrada, la segunda, no.
La luz se encendió en cuanto Erika cerró la puerta a su espalda, se agarraba al picaporte por si tenía que salir corriendo de nuevo. Encontró una serie de taquillas, como en un vestuario deportivo. La mayoría estaban abiertas, reventadas a golpes, y todas estaban sucias e invadidas por el óxido. De alguna de ellas surgía el sonido de una caja de música.
La curiosidad mató al gato, pensaba Erika mientras se acercaba a las taquillas, despacio, asustada. Examino cada puerta, abierta o cerrada, y de repente la caja de música calló. Clic.
Erika salió de la habitación y regresó al pasillo en mitad de un chirrido agudo. Tenía ante sí una silla de ruedas volcada, una vieja silla que antes no estaba ahí. Una de las ruedas giraba y giraba sin cesar, chirriando lentamente. Desde debajo de la silla surgía un camino de sangre que manchaba el suelo desnudo del pasillo. Se perdía en la penumbra pero Erika pudo seguirlo hasta una puerta varios metros más adelante. Entró, y cuando se hizo la luz encontró a un hombre desnudo, golpeado como ella, era calvo y delgado y tenía unas grandes ojeras. Estaba sentado en el suelo de una especie de biblioteca, había encontrado un abrecartas y se estaba acuchillando con él el muslo derecho, destrozando la carne y haciendo brotar la sangre de una herida mal cosida que a Erika le recordó a la de su propia frente. Cuando la vio, levantó el cuchillo y lo apuntó hacia ella.
¡Sácamelo! ¡Sácamelo!
Erika se dio la vuelta horrorizada y salió de la habitación. Escuchó el gruñido demasiado tarde. Los perros de abajo, o quizá otros diferentes, estaban libres y la amenazaban desde el extremo del pasillo. Gruñían sin quitarle la vista de encima y babeaban a través de sus dientes apretados. De pronto empezaron a correr.
No eran dos, eran por lo menos cinco, iban a por ella y no tenía con qué defenderse, además, el estrechó pasillo no ofrecía ninguna protección. Esquivó al primero de un salto y probó suerte con una puerta cerrada, el segundo perro logró morderla en la pantorrilla, se lo quitó de encima de una sacudida. Dos puertas más cerradas y a la tercera se coló en una habitación antes de que otro de los dobermans le destrozase la cara. La luz ya estaba encendida y el tipo de la capucha estaba dentro. Sostenía una sierra eléctrica por encima de una camilla de hierro sobre la que otro hombre estaba perdiendo los miembros uno a uno. Erika empezó a gritar, el de la capucha abandonó su cometido y empezó a perseguirla por la habitación con la sierra en alto. Imposible regresar al pasillo, Erika encontró un corredor al fondo del cuarto y otra puerta más al otro lado. Rezó porque estuviera abierta y se abalanzó contra ella antes de ser alcanzada por el encapuchado. Entró y cerró tras de sí con pestillo, cerrojo y todo lo que encontró a mano. Al instante se encendieron una serie de focos que apuntaban a la pared contraria. Una pared de metal, como una rejilla de acero, en la que habían encadenado a su hermana Camila, brazos y piernas amputados, languideciendo mientras se desangraba sobre cuatro cubos de plástico.
Camilla había perdido el oído y la vista, apenas podía llorar. Erika bordeó la habitación incapaz de contener el llanto y al borde de la histeria mientras el gigante de la sierra aporreaba la puerta. La chica salió por el otro lado y encontró al final del pasillo la puerta del ascensor. Funcionaba.
Pulsó el piso más bajo y el elevador la llevó hasta el interior de un jardín. Más bien una selva descontrolada de plantas y hierbajos entremezclados que no parecía recibir ningún cuidado. El sonido vibrante de las luces de invernadero zumbaba como en un panal, y junto a él zumbaba algo más, el más de un centenar de avispas que se cernieron sobre Erika en cuanto ésta salió del ascensor.
La joven echó a correr sin rumbo fijo, esquivando hiedras y enredaderas con la nube de aguijones a su espalda. Salió por una puerta más allá de un grupo de violetas y aterrizó en un corredor angosto y oscuro que regresaba a la mansión. Lo dejó atrás y llegó a un tercer pasillo de habitaciones, las arañas se acumulaban en el suelo rodeando un cuerpo embalsamado en un saco de telaraña. Erika lo vadeó intentando no llamar la atención de los insectos y trató de abrir la puerta del fondo. Cerrada.
De pronto la herida de la cabeza le dolía demasiado, parecía palpitarle, como si el bulto tuviera en su interior un cascarón del que fuera a salir… cualquier cosa, a esas alturas. Los puntos de sutura eran firmes pero tremendamente irregulares, malos. Y el bulto estaba caliente, demasiado.
Abrió la puerta que tenía más cerca a su derecha y entró. Encontró una especie de cocina, más bien un cuarto de trinchar carne. Bebió agua del grifo y se armó con un cuchillo. Al fondo había una puerta cerrada pero rompió el cristal de una ventana y pasó al otro lado. Había tres hombres entorno a una mesa de metal cenando, tal vez desayunando, Erika no tenía ni idea de qué hora era. Parecían tan sorprendidos al verla como ella. Iban desnudos de cintura para arriba y tenían el pelo rapado. Les amenazó con el cuchillo y no hicieron nada por detenerla. Salió de la cocina por una puerta doble y entró en un hall impresionante, como el recibidor de un gran hotel, con lámpara de araña y cuadros de escenas de caza. Al pie de una escalera imperial estaba el hombre de la capucha, en realidad había cuatro. Sólo uno tenía la sierra eléctrica en la mano, reconoció al que había matado a su hermana. Todos la miraban, o parecían hacerlo a través de los pasamontañas. A su izquierda tenía la puerta de la mansión.
El bulto de la cabeza empezó a pitarle, pi-pi-piii, como una especie de alarma. Recordó los gritos del otro hombre intentando arrancárselo -¡Sácamelo! ¡Sácamelo!- de la pierna. Agarró con fuerza el picaporte, apretando los dientes y estrujando la empuñadura del cuchillo. En cuanto estuviera libre haría que la policía echara abajo ese sitio.
Pi-pi-piii.
Los tipos encapuchados la miraban, los que comían en la cocina también se asomaron. Giró el picaporte y miró hacia arriba, había un letrero, como un escudo heráldico sobre el dintel de la puerta.
No witnesses.
Erika no sabía inglés. Abrió del todo y cruzó el umbral de la puerta.
Pi-pi-pi-pi-pi-pi-pi-pi-piiiiii. Crock.
Silencio.
Los sesos de Erika encharcando el pavimento.
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