Una historia de Amor.
Se llamaba Lina, Lina Márquez, la conocí en el instituto pero después de lo que nos pasó no había vuelto a verla. Ahora la tengo delante, es curioso, sentada frente a mí en la biblioteca. Yo me mudé hace tres años, así que es la biblioteca de otro barrio, de otra ciudad, muy, muy lejos de donde nos conocimos. Me esquiva la mirada y sonríe nerviosa pero yo sé qué es ella, aunque en su chapita pone que se llama Marta.
Hace diecisiete años Marta –entonces Lina- se sentaba tres pupitres delante de mí en el aula A-3 del instituto. Yo era mal estudiante, mis inquietudes iban más por otros lados, pero ella no. Ella aprobaba siempre. Y además era preciosa. Después de dos cursos y varios meses tonteando y pidiéndole apuntes, bolis de sobra y goma de borrar, un viernes de enero me atreví a pedirle una cita. Fue el último día que la vi.
Aquella noche la invité al cine y ella pagó las palomitas. No recuerdo lo que vimos. Tampoco vimos demasiado. Sé que era una película de miedo, algo sobre un viejo cementerio, y al salir me hice el valiente alardeando de atreverme a entrar de noche en uno de ellos. Lina entonces sonrió y me hizo ver que dos manzanas más abajo encontraríamos la cerca desgastada del cementerio municipal.
Entré sin preguntarle si estaba loca, cumpliendo la promesa de un fantasma fanfarrón, y ella me siguió sin ocultar su burla y su descarada curiosidad. El camposanto estaba vacío y solitario, pero me hizo sentir menos miedo del que suponía. Tras recorrer algunos metros Lina debió entender que era suficiente y me detuvo contra la pared de un mausoleo, me besó y empezó a abrirme la camisa. Sus ojos parecían distintos bajo la única luz de la luna y las sombras cimbreantes de los sauces, su mirada aterradora, más que el propio cementerio. Su boca me buscaba y lamía mi piel y yo a penas acertaba a recorrerla con mis manos. La diferencia de experiencia me hizo avergonzarme.
Entonces oímos algo al otro lado de una formación de arbustos que se internaba en la oscuridad de un campo de tumbas, no entendimos lo que era y yo jamás comprendí por qué Lina dejó lo que estaba haciendo y se acercó con tal curiosidad a aquellos árboles. ¿Acaso había escuchado algo diferente a lo que había oído yo? ¿Algo más claro? La pregunta ha estado corroyéndome durante una mitad entera de mi vida.
Lina se abotonó la camisa y se despegó de mi piel sin dedicarme siquiera una última sonrisa, se dirigió a los arbustos medio agachada, con sigilo y una expresión horrorizada en su semblante. La vi alejarse por lo que me pareció un grotesco huerto de lápidas carcomidas y no tuve valor ni iniciativa para seguirla. Cuando me decidí a hacerlo era ya demasiado tarde. Lina había desaparecido y jamás volví a verla, hasta ayer, en la cafetería.
Todo pasó de una manera tonta, como en las películas. Por mi trabajo me veo obligado a recorrer diferentes barrios y calles a pie, deambulando de un lado a otro pegado a una cartera y a un teléfono móvil. En uno de mis descansos, no recuerdo la hora, topé con una persona a la entrada de un bar, chocamos de bruces, mi teléfono cayó al suelo, y tras agacharme a por él y levantar la cabeza me encontré con esos ojos que hacía casi dos décadas que no veía, pero que al parecer no había olvidado. La mujer me pidió disculpas y continuó su camino calle abajo. Era ella, estoy seguro, me vio, aunque no pareció reconocerme. Hasta hoy no he sabido lo equivocado que estaba.
Pero yo sí que había reconocido a mi adorada Lina, un sueño de juventud, presente para mí el resto de mis días, que no pensaba dejar escapar. Tenía que hablar con ella, tenía que comprobar que era ella, y, de ser así, acorralarla con mil preguntas.
Olvidé el café que necesitaba, ignoré el trabajo que me quedaba por el resto de la tarde y empecé a caminar siguiendo sus pasos. Su taconeo rápido y ágil me llevó, a través de la ciudad, por entre un laberinto de coches aparcados y callejones sombríos. La seguí de cerca, aunque no tanto como para arriesgarme a que se diera cuenta. Empezaba a oscurecer y la noche ayudaba a mantenerme oculto, a esconder la infamia de espiar a la mujer que amaba.
Casi una hora después de encontrarla en el bar habíamos cruzado de lado a lado la ciudad, estábamos en un barrio de los que se pueden denominar poco recomendables, con edificios desahuciados, cochambre y ruina y suciedad por todas partes. El óxido rumiaba lentamente las farolas y señales de tráfico y la mugre se confundía con los charcos de las alcantarillas desbordadas. Lejos de dar la vuelta y largarme de allí, seguí a Lina más allá de un abandonado vertedero hasta un complejo de edificios de oficinas desvencijado y decadente. Las puertas de madera carcomida no se soportaban en sus goznes y las ventanas desnudas estaban protegidas apenas por retales de plástico o telas rotas.
Lina me tenía asombrado, jamás hubiera imaginado encontrarla recorriendo con tal soltura un lugar así, ni siquiera hubiera pensado que alguien tan angelical pudiera conocer la existencia de un lado tan oscuro de la carroña humana. Por todas partes se escuchaban gritos, llantos de bebés, disputas ininteligibles y golpes huecos contra paredes caducas. Lina esquivó unos despojos imposibles de identificar que bloqueaban la entrada principal y poco después yo la seguí al interior de uno de los bloques. Cuando llegué al otro lado del recibidor, mi antigua amiga ya se perdía por una escalerilla al final de un pasillo maloliente, tan alargado como oscuro.
El edificio no parecía vacío, se oían voces, pero se escuchaban tan lejanas que no dudo en seguirla escaleras arriba sin temer ser descubierto. La chica subía deprisa, conocía el lugar, pero no llegó arriba del todo, sino que abandonó la escalera y se internó en otro pasillo cuya moqueta envejecida presentaba tantos agujeros como si hubieran plantado en ella. Yo la alcancé unos segundos después, extremando la precaución, pues sus pasos se oían cada vez más lentos. Me estaba acercando demasiado.
El pasillo tenía acceso a cinco habitaciones o despachos, desde dentro de uno de ellos escuché la voz que no oía desde cierta noche adolescente en aquel cementerio. Mi corazón dio un vuelco.
Hace diecisiete años Marta –entonces Lina- se sentaba tres pupitres delante de mí en el aula A-3 del instituto. Yo era mal estudiante, mis inquietudes iban más por otros lados, pero ella no. Ella aprobaba siempre. Y además era preciosa. Después de dos cursos y varios meses tonteando y pidiéndole apuntes, bolis de sobra y goma de borrar, un viernes de enero me atreví a pedirle una cita. Fue el último día que la vi.
Aquella noche la invité al cine y ella pagó las palomitas. No recuerdo lo que vimos. Tampoco vimos demasiado. Sé que era una película de miedo, algo sobre un viejo cementerio, y al salir me hice el valiente alardeando de atreverme a entrar de noche en uno de ellos. Lina entonces sonrió y me hizo ver que dos manzanas más abajo encontraríamos la cerca desgastada del cementerio municipal.
Entré sin preguntarle si estaba loca, cumpliendo la promesa de un fantasma fanfarrón, y ella me siguió sin ocultar su burla y su descarada curiosidad. El camposanto estaba vacío y solitario, pero me hizo sentir menos miedo del que suponía. Tras recorrer algunos metros Lina debió entender que era suficiente y me detuvo contra la pared de un mausoleo, me besó y empezó a abrirme la camisa. Sus ojos parecían distintos bajo la única luz de la luna y las sombras cimbreantes de los sauces, su mirada aterradora, más que el propio cementerio. Su boca me buscaba y lamía mi piel y yo a penas acertaba a recorrerla con mis manos. La diferencia de experiencia me hizo avergonzarme.
Entonces oímos algo al otro lado de una formación de arbustos que se internaba en la oscuridad de un campo de tumbas, no entendimos lo que era y yo jamás comprendí por qué Lina dejó lo que estaba haciendo y se acercó con tal curiosidad a aquellos árboles. ¿Acaso había escuchado algo diferente a lo que había oído yo? ¿Algo más claro? La pregunta ha estado corroyéndome durante una mitad entera de mi vida.
Lina se abotonó la camisa y se despegó de mi piel sin dedicarme siquiera una última sonrisa, se dirigió a los arbustos medio agachada, con sigilo y una expresión horrorizada en su semblante. La vi alejarse por lo que me pareció un grotesco huerto de lápidas carcomidas y no tuve valor ni iniciativa para seguirla. Cuando me decidí a hacerlo era ya demasiado tarde. Lina había desaparecido y jamás volví a verla, hasta ayer, en la cafetería.
Todo pasó de una manera tonta, como en las películas. Por mi trabajo me veo obligado a recorrer diferentes barrios y calles a pie, deambulando de un lado a otro pegado a una cartera y a un teléfono móvil. En uno de mis descansos, no recuerdo la hora, topé con una persona a la entrada de un bar, chocamos de bruces, mi teléfono cayó al suelo, y tras agacharme a por él y levantar la cabeza me encontré con esos ojos que hacía casi dos décadas que no veía, pero que al parecer no había olvidado. La mujer me pidió disculpas y continuó su camino calle abajo. Era ella, estoy seguro, me vio, aunque no pareció reconocerme. Hasta hoy no he sabido lo equivocado que estaba.
Pero yo sí que había reconocido a mi adorada Lina, un sueño de juventud, presente para mí el resto de mis días, que no pensaba dejar escapar. Tenía que hablar con ella, tenía que comprobar que era ella, y, de ser así, acorralarla con mil preguntas.
Olvidé el café que necesitaba, ignoré el trabajo que me quedaba por el resto de la tarde y empecé a caminar siguiendo sus pasos. Su taconeo rápido y ágil me llevó, a través de la ciudad, por entre un laberinto de coches aparcados y callejones sombríos. La seguí de cerca, aunque no tanto como para arriesgarme a que se diera cuenta. Empezaba a oscurecer y la noche ayudaba a mantenerme oculto, a esconder la infamia de espiar a la mujer que amaba.
Casi una hora después de encontrarla en el bar habíamos cruzado de lado a lado la ciudad, estábamos en un barrio de los que se pueden denominar poco recomendables, con edificios desahuciados, cochambre y ruina y suciedad por todas partes. El óxido rumiaba lentamente las farolas y señales de tráfico y la mugre se confundía con los charcos de las alcantarillas desbordadas. Lejos de dar la vuelta y largarme de allí, seguí a Lina más allá de un abandonado vertedero hasta un complejo de edificios de oficinas desvencijado y decadente. Las puertas de madera carcomida no se soportaban en sus goznes y las ventanas desnudas estaban protegidas apenas por retales de plástico o telas rotas.
Lina me tenía asombrado, jamás hubiera imaginado encontrarla recorriendo con tal soltura un lugar así, ni siquiera hubiera pensado que alguien tan angelical pudiera conocer la existencia de un lado tan oscuro de la carroña humana. Por todas partes se escuchaban gritos, llantos de bebés, disputas ininteligibles y golpes huecos contra paredes caducas. Lina esquivó unos despojos imposibles de identificar que bloqueaban la entrada principal y poco después yo la seguí al interior de uno de los bloques. Cuando llegué al otro lado del recibidor, mi antigua amiga ya se perdía por una escalerilla al final de un pasillo maloliente, tan alargado como oscuro.
El edificio no parecía vacío, se oían voces, pero se escuchaban tan lejanas que no dudo en seguirla escaleras arriba sin temer ser descubierto. La chica subía deprisa, conocía el lugar, pero no llegó arriba del todo, sino que abandonó la escalera y se internó en otro pasillo cuya moqueta envejecida presentaba tantos agujeros como si hubieran plantado en ella. Yo la alcancé unos segundos después, extremando la precaución, pues sus pasos se oían cada vez más lentos. Me estaba acercando demasiado.
El pasillo tenía acceso a cinco habitaciones o despachos, desde dentro de uno de ellos escuché la voz que no oía desde cierta noche adolescente en aquel cementerio. Mi corazón dio un vuelco.
-Sabes lo que necesito –decía Lina, por supuesto no tuve arrestos de asomarme y averiguar a quién. No me pareció recomendable ser encontrado por nadie que necesitara esconderse en un lugar como ése.
-Y tú sabes lo que necesito yo –le contesto una voz ronca y apagada, de hombre de cierta edad y probablemente fumador en exceso-. Consígueme lo que yo necesito y tendrás de lo tuyo hasta hartarte.
La voz de Lina emitió un resignado gruñido y escuché el rumor de su ropa y sus zapatos poniéndose en marcha. Decidí no esperar a volver a toparme con ella, esta vez sería mucho peor si descubría que la había esperado y seguido hasta aquel mugriento rincón del infierno. Me despegué de la pared y abandoné el pasillo agradeciendo esa moqueta ruinosa que amortiguaba mis pasos y me precipité escalera abajo para huir antes de que Lina pudiera verme.
Han pasado dos días y ahora la tengo aquí, sentada delante de mí en uno de los escritorios de la biblioteca. No sé cómo me habrá encontrado aunque, en fin, supongo que es mucho más sencillo localizarme a mí que dar con ella, dado que yo no me he cambiado el nombre y mis datos figuran en la guía. Está aquí, mirándome con media sonrisa y los mismos ojos canelos que recordaba. Se ha recortado el pelo y lo ha teñido de caoba, pero sigue siendo ella, tal vez más cansada y vivida, pero la misma muchacha que copaba mis sueños.
-Así que eras tú.
-Has tardado en llegar –me dice. Yo arqueo las cejas.
- ¿Cómo sabías..?
-Vienes todos los días.
Muy bien, asumo que me ha estado observando, tal vez siguiendo, pero no me puedo quejar porque yo hice el otro día lo mismo. Me fijo en sus manos, largas y delgadas pero fuertes, con uñas mordidas y marcas de algún corte. Están entrelazadas sobre una pila de libros de medicina.
- ¿Eres doctora?
Lina sonríe, hace la cabeza hacia atrás y al menear su melena veo la oreja derecha repleta de aretes plateados.
-No, pero me interesa el tema –se acerca a mí-. Tú eres escritor. Al menos es tu hobby. Vienes aquí para documentarte, para… inspirarte.
Frunzo el ceño y me siento incómodo en mi butaca. Ella sonríe complacida.
- ¿Ves? Soy mucho mejor detective que tú.
Finjo una sonrisa y recorro la biblioteca con la mirada. ¿Cuánta gente me estará viendo tan pequeño, tan sumiso?
-Yo lo que quiero saber es por qué te fuiste, qué has hecho este tiempo –señalo la chapita verde que la identifica sobre la camisa de su uniforme-. ¿Y quién es Marta?
Ella sonríe, de medio lado, me muestra una imagen clavada en mi pasado.
-Me temo que esas son demasiadas preguntas. ¿Nos vamos?
El mediodía calienta la ciudad con un sol abrasador. Hemos comido en un Vips abarrotado, de los pocos sitios donde el aire acondicionado permite relajarse. La charla constante entorno a mis libros, mi trabajo y mi nueva vida no ha dejado espacio para averiguar nada de ella. Creo que ha sido premeditado, ella ha dirigido las conversaciones, como todo desde que me encontró esta mañana. Y ahora dice que me invita a un café en su casa, a pocas manzanas.
No sé qué hacer, esto es como un sueño. Y siento que si niego seguir el juego y me aparto de ella despertaré y jamás volveré a verla. No, debo jugar, seguiré jugando.
Su casa es un batiburrillo de libros y ambiente confuso. Alfombras, telas y tapices en las paredes, muebles viejos, mesas de diseño, espero que las fotografías sobre los estantes me ayuden a averiguar algo de mi misteriosa anfitriona, pero sólo son paisajes y reproducciones de obras de arte. Me temo que seguiré sin saber nada de esta nueva “Marta”.
Ha ido ha cambiarse de ropa y regresa de su habitación con una falda de tela multicolor y una fina camiseta de tirantes, en un instante me ha hecho olvidar todas mis dudas. Y en lugar de un par de tazas de café aparece con sendas copas de algún licor rojizo. No huele a vino, pero agradezco el cambio. Brindamos y me llevo la copa a los labios, dulce, cálido, casi he de controlarme para no bebérmela de un trago. Después Marta me arrebata la copa y la tira sin cuidado al suelo, su boca asalta mis labios y me veo enseguida apretado contra sus hombros, sus pechos, su cadera. Me arrastra hacia la habitación, esquivando algún tipo de obstáculo en el suelo que no reconozco. Cajas, ropa sucia… ni lo sé ni me importa. Caigo sobre la cama debajo de ella, me lame la cara, el cuello, no recuerdo cuando perdí la camiseta. El resto apenas son visiones, ramalazos de imágenes difuminadas y confusas. Su cuerpo desnudo, su olor, mis sensaciones, mi sed… Hasta que en algún momento del clímax me quedo inconsciente.
Tengo frío, frío en el abdomen. Algo me corta. Creo que no duele.
Cuando despierto me han trasladado hasta el portal de mi casa. Son las dos de la madrugada y no se cuánto llevo allí. Espero que ningún vecino me haya visto y se pregunte qué demonios hace un tipo tan cabal como yo ahí tirado como un vulgar borracho. Rebusco entre mis ropas para dar con las llaves de mi piso, me han vestido a la carrera, de medio lado, llevo los zapatos desabrochados y la camiseta del revés. Al menos las llaves y mi cartera siguen dentro del bolsillo de la americana. Apenas pongo un pie en mi salón me derrumbo en el sofá y vuelvo a quedarme dormido.
Por la mañana la ducha me arranca un acceso de resaca y me carga de remordimientos por faltar al trabajo. A la mierda todo. Me encuentro como el culo. El escozor del agua me revela un terror que yo creía ajeno y propio de las películas: tengo un corte a la derecha del ombligo, diez centímetros en diagonal cosidos con la torpeza de un cirujano aficionado. Marta, Lina… ¿Qué me has hecho?
El doctor Arranz lleva siendo mi médico desde que llegara a esta ciudad. Era una opción perfecta pues su consulta queda cerca de mi apartamento y al visitarle me ahorro los líos del tráfico y el aparcamiento en el centro. Hoy me vendrá de perlas: con esta mierda en el cuerpo no me atrevo a dar un paso por miedo a que revienten los puntos y salga todo para afuera.
-La radiografía no muestra nada -me dice, enseñándome una lámina negra con un curioso dibujo azulado que no comprendo-. No te falta ninguno de los extras de serie que deberían estar ahí.
Me sonríe. ¿Pero tú crees que tengo ganas de broma, imbécil?
Devuelta a casa sigo sin entender qué carajo quiso hacer Marta con mis entrañas. ¿Curiosidad? ¿Prácticas de cirugía? Y entonces me aterra el saber que no sé nada sobre ella. Ha vuelto a desaparecer, me ha dejado tirado y ha profanado mi cuerpo y ni siquiera sé su número de teléfono para preguntarle por qué. Sólo conozco dónde vive, al menos, a dónde me llevó. Vuelve a caer la noche y el sueño puede conmigo, creo que seré capaz de encontrar esa casa caótica por la mañana.
Los retortijones son insoportables. Abro un ojo para mirar el reloj y veo las cuatro y algo más de la madrugada. El sudor me nubla la vista y mis dientes castañetean y crujen apretados por el dolor. Siento que el estómago quiere salir de su urna de piel y grasa, me da pánico palpar con mis manos esa zona palpitante de mi cuerpo. Cierro los ojos con fuerza y empiezo a gritar de terror.
La puerta de mi apartamento se abre e irrumpen en él varios pares de botas y zapatos. Quienquiera que sea ha conseguido hacerse con una copia de la llave de mi casa. Marta… Tres hombres vestidos con monos blancos, guantes y máscaras se cuelan en mi dormitorio y me arrancan la sábana de encima. Uno me corta la camiseta con unas tijeras enormes y se deshace de ella. Encienden la luz, y veo mi “abdomen”.
La piel que debería ser blanca aparece enrojecida y se convulsiona como si algo quisiera salir de su interior, haciendo el dolor cada vez más fuerte. Un bulto del tamaño de un botón sube y baja sin cesar, mientras siento como si unas garras me rascaran desde dentro. Entonces oigo un débil ¡flap! y un salpicón de sangre mancha mi pecho. Por el agujero en mi carne que ha quedado abierto veo el pequeño ser repugnante que se mueve dentro, un bicho blanco, un gusano de mil pies y boca de esfínter que asoma la cabeza desde mi estómago y parece mirarme fijamente.
Rompo a chillar horrorizado, incrédulo, deseando despertar. El gusano empieza a trepar por mi cuerpo y sale completamente del agujero. Corre por mi piel, inquieto, blanquecino, sucio de sangre y vísceras. Pero detrás de él sale otro, y luego otro, y otro más. Pronto mi cuerpo y mis sábanas se llenan de bichos que corretean ciegos mordiéndome la carne, entrando y saliendo de mí como si fuera un queso de gruyere.
- ¡Ahí están! –oigo gritar a través de la máscara a la voz que días atrás hablaba con Marta en aquel edificio clandestino-. ¡Cogedlos a todos!
Intento imaginarme a Lina, mi Lina, desapareciendo tras los arbustos del cementerio. Intento recordarla anoche, montada sobre mí, besándome. Intento abrir los ojos y descubrirla aquí, tal vez, observándome morir desde el umbral. Pero es inútil. Los gusanos invaden mi cuerpo y mi cama. No me dejan chillar, no puedo moverme, incluso he empezado a respirar bichos. Estallan en mi boca cuando pretendo una bocanada de aire. Los noto dentro de mí, los siento moverse y morder mis entrañas. Ya veo lo que soy, una incubadora, una maldita incubadora. Lina, Marta, quien demonios sea, me ha vendido a cambio de Dios sabe qué. Ahora los tres hombres se abalanzan sobre mi cuerpo armados con pinzas gigantescas y extraños frascos de cristal. Tal vez me los quiten de encima y deje de sentirlos. Me da igual. Sé que pronto no sentiré nada.
Publicado el 21/01/09 en:
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