jueves, 1 de julio de 2010

Microrrelato Z: Unas gotitas de curiosidad.


Dani era todavía muy pequeño, pero lo bastante mayor para saber lo que había visto. Aquel tampoco había sido su primer funeral, antes de enterrar a mamá habían tenido que despedir a papá tres años atrás, así que ya sabía lo que era normal en un entierro y lo que no. Y lo que acababa de ver, sencillamente, no lo era.

Estaban de pie junto a la entrada del cementerio, tenía de la mano a su hermanita, Claudia, mientras esperaban que tío Andrés terminase de despedir a los invitados. Desde allí había visto a una extraña mujer acercarse, primero, y arrodillarse, después, junto a la tumba de su madre. Era una vieja encorvada, llevaba un pañuelo azul entorno a la cabeza y en la mano un objeto de cristal que titilaba bajo la luz mortecina del atardecer. Se inclinó sobre la tierra todavía fresca y empezó a mover el objeto por encima de ella como si dejara caer gotitas de perfume. De repente pareció sentir la mirada del niño desde la entrada y se giró hacia él, le miró con su único ojo, no es que tuviera un parche o una prótesis de cristal, no, es que su cuenca izquierda estaba completamente vacía. A Dani, por algún motivo, aquella mujer le resultaba tremendamente familiar, como si la hubiese visto antes. Cuando el niño empezó a temblar la vieja le sonrió con los tres dientes amarillos que le quedaban y acto seguido se alejó de la tumba escabulléndose entre los árboles y las lápidas.

Dani era todavía muy pequeño, pero estaba seguro de lo que había visto. Mientras tío Andrés seguía hablando con unos adultos, tiró de la mano de su hermana y empezaron a subir la colina hacia donde yacía su madre. La huella de la mano de la anciana todavía se distinguía sobre el montículo de tierra que se había formado al cubrir la tumba. También se notaban ciertas motitas húmedas, gotas del líquido que la vieja había derramado y que empezaban a filtrarse rápidamente. Dani no entendía qué significaba aquel ritual y Claudia sólo miraba aquella humedad secarse sin saber por qué su hermano la había llevado hasta allí. Pero entonces la tierra empezó a temblar, a moverse. Algo se estremecía dentro de la tumba. Los niños se acercaron un poco más, las piedritas de lo alto del montículo parecían danzar como si bajo ellas zumbara un enjambre de abejas. Dani acercó los dedos para tocarlas cuando súbitamente una mano azulada y fría surgió de la tierra y se aferró a su muñeca. Aquellos dedos muertos se le clavaban en la carne como unas tenazas de acero. La tierra sobre la tumba comenzó a abrirse. Lentamente, muy despacio, de aquella profundidad brotaron docenas de gusanos y lombrices, jirones de pelo, astillas de madera quebrada, pedazos de un vestido azul desgarrado por el empuje de unos músculos inertes, una peste a carne rancia que arrugó la nariz de los niños, petrificados por el horror. La segunda mano agarró el pelo de Claudia, la cabeza deforme surgió de la tumba como una exhalación e incrustó sus mandíbulas en el cráneo de la niña.

Entre los gritos histéricos de su hermana, el niño escuchó otra voz a su espalda, era la voz de la vieja.

-Alégrate, Dani. Mamá ha vuelto.

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