El Horror tiene siempre la misma forma.
“Desperté y tuve que apartarme los pedazos de cadáveres de la cara para poder respirar”.
Aquella noche no había luna, y en las noches sin luna, al menos en este páramo, lo que menos te ha de preocupar es la falta de luz, la oscuridad, porque lo que realmente aterra es lo que habita en ella.
Formamos parte del Cuerpo de Vigilancia del Páramo, lo más parecido a agentes de la ley, más cerca de guarda bosques, que podemos encontrar en estos parajes dejados de la mano de Dios. Mi tío siempre dice precisamente eso, que si existe un Dios ahí arriba–y él siempre fue creyente- jamás ha bajado la mirada por aquí.
Intentamos que la última ronda del día, la que linda con el anochecer, se haga siempre antes de que la oscuridad sea completa, empezando por las villas más alejadas para que en caso de que nos alcance la noche lo haga lo más cerca posible de las luces del pueblo. Es un pueblo pequeño, minúsculo, una mota de polvo entre la inmensidad del bosque que lo rodea.
Nuestro compañero salió aquella noche más tarde de lo habitual, aún no sé por qué, todavía no está claro si se desvió de su ruta… o si algo le hizo retrasarse. Su comunicador dejó de emitir señal alguna y estuvimos buscándole durante horas. Lo encontraron desnudo y malherido, al borde de la inconsciencia en mitad de uno de los caminos del páramo. Ahora está aquí, en la Central, intentando explicar lo sucedido. Hay algo habitando en las sombras, siempre se dijo, hoy podemos confirmarlo.
“No recuerdo cómo llegué hasta allí, recuerdo la carretera, mi Quad reglamentario y el barro salpicando las perneras de mis pantalones. Recuerdo que nevaba, y que por eso dudé si el destello que veía al final del camino era real o un reflejo causado por la cortina de nieve. Decidí echar un vistazo y… No sé, después desperté.
Desperté y tuve que apartarme los pedazos de cadáveres de la cara para poder respirar. El peso sobre mí me contraía el pecho, me aplastaba las costillas y me impedía mover cualquier extremidad. Cuando la conciencia empezaba a reanimar mis sensaciones, sentí aquel calor viscoso rodando por mi mejilla, una especie de baba que se adhería a mi piel, como resina. El olor… Oh, Dios me permita olvidar ese olor.
Cubiertos de esa baba pegajosa, me costó una eternidad, y un terrible dolor, conseguir separar los párpados. Todo estaba oscuro, aunque al poco mis ojos empezaron a acostumbrarse a una débil penumbra. Una leve luz debía colarse por algún lado.
Cubiertos de esa baba pegajosa, me costó una eternidad, y un terrible dolor, conseguir separar los párpados. Todo estaba oscuro, aunque al poco mis ojos empezaron a acostumbrarse a una débil penumbra. Una leve luz debía colarse por algún lado.
Había perdido la noción del tiempo y por supuesto no sabía dónde estaba. Aquella habitación tenía paredes de piedra, desnudas, distinguí frente a mí una chimenea apagada cuyo hogar, oscuro como un pozo sin fondo se encontraba tapiado por las telarañas. No podía ver nada más porque una sombra, como un pulpo inerte y deforme, flotaba en la oscuridad frente a mis ojos. Fuera lo que fuese no parecía moverse, pero chorreaba sobre mi hombro la misma baba repugnante. Conseguí liberar un brazo y golpeé aquella cosa, que se desplazó como un péndulo y volvió contra mí para golpearme la cara. No era un pulpo sino una mano, sus dedos en mi boca me hicieron probar el sabor metálico de la sangre. Porque eso era la sustancia pegajosa que nos envolvía, alguna asquerosa mezcla de fluidos y sangre.
Imposible moverme con aquel peso encima traté de de girar, de empujar, de levantarme… Decidí deslizarme hacia la oscuridad. Apoyé las manos bajo mi espalda y mis dedos se hundieron en una masa de carne fofa, peluda y sanguinolenta. Yo no formaba la base de la montaña sino que era uno más en la barriga de aquella pira de cuerpos y despojos humanos. De una manera u otra logré escurrirme como un pescado y caí de bruces sobre un suelo duro y pringoso que me recibió con un golpetazo brutal. Sin embargo –en situaciones así nos sorprende la capacidad del ser humano- incluso aturdido acerté a rodar sobre mi mismo y huir del montón de cadáveres que se me venía encima.
Cuando mi cuerpo chocó con la base de la chimenea me apoyé en ella para ponerme de pie. Entonces el miedo, la náusea y la debilidad me hicieron encogerme para vomitar toda mi cena sobre las telarañas”.
Nuestro compañero estaba muy débil cuando lo encontraron. Una de las tres patrullas que enviamos a buscarle había dado con él casi por casualidad, tiritaba de frío y balbuceaba palabras incomprensibles. Le hemos traído un médico, pero cuando ha querido acercarse a él para tomar su temperatura, lo ha asesinado devorando su cuello a bocados. A uno de los hombres que ha intentado separarle le ha herido en un brazo, ha desgarrado su piel hasta el hueso como hubiera hecho la garra de un oso salvaje. El ayudante del doctor le asestado tres puñaladas de calmantes, dice que con eso se dormiría un mamut. Espero que no exagere. Los superiores intentan mantener su actitud en secreto para el resto de los agentes, pero los que estábamos allí hemos visto sus ojos de fuego y la espuma que babeaba teñida de sangre de sus encías abiertas. No ha hecho falta que nos digan que guardemos silencio.
Más calmado, vuelto en sí, empezó narrar lo que recordaba.
“La habitación, como dije, era de piedra de arriba abajo, paredes y suelos iguales. Sin ventanas, sin respiraderos ni tragaluz, un pequeño cuadrado de roca gris con una chimenea decrépita y un sofá antiquísimo como sostén de una montaña de cadáveres. Eso me daba pavor. Por qué esos cuerpos, por qué todos muertos menos yo. Por qué me querían vivo.
Una vez de pie encontré la abertura por la que se filtraba la luz. Había una puerta.
Yo estaba desnudo, pero a pesar del frío que recordaba haber dejado en el exterior los vapores y gases de aquellos cuerpos mantenían en la habitación el calor del infierno, me acerqué a la abertura de la puerta sintiendo una brisa casi gélida que me erizó la piel y me hizo estremecerme de frío. Debía salir de allí antes de que quien quisiera que me hubiera secuestrado trajera más cuerpos y descubriera la montaña de cuerpos desparramada frente a la chimenea.
Tuve que esforzarme por no estornudar”.
Cada pocos minutos mi superior y el ayudante del doctor fallecido salían del despacho donde tenían a mi compañero atado a una silla y literalmente se abalanzaban sobre la máquina de café. Si pretendían mantener la calma en la Central sus miradas desencajadas y sus gestos de terror no contribuían a que los agentes perdiéramos el interés. Más bien al contrario. Sin embargo, en una de esas entradas y salidas mi superior me indicó que me quedara con ellos, eso sí, a cargo de un bloc de notas y un buen surtido de bolígrafos. No imaginaba lo que iba a tener que apuntar allí.
“Al otro lado de la puerta no había mucha más luz que en la habitación. Un pasillo, también de piedra desnuda, separaba dos escaleras de caracol: una bajaba y la otra subía. No se oían voces ni tenía manera de orientarme, la claridad procedía de un tragaluz enrejado a tres metros del suelo del pasillo.
Descender o subir, para mí podía ser lo mismo, puesto que no sabía si el cuarto en que había despertado era un sótano o un altillo. Me abracé a mi mismo, cruzando los brazos entorno al pecho herido y cubierto de sangre gelatinosa y me esforcé por detener el castañeteo de mis dientes. Decidí probar hacia arriba.
Los escalones mostraban marcas de sangre como si por allí hubieran bajado los cuerpos, tal vez hubiera acertado y allí arriba estuviera la salida. Pedacitos de piedra, afilados como agujas, se clavaban en mis plantas desnudas en cada peldaño, la escalera giró dos vueltas enteras antes de que empezara a escuchar los sonidos metálicos sobre mi cabeza. Sonidos que nunca podré olvidar”.
La patrulla encontró la casa de la que hablaba nuestro compañero por la mañana, no por sus indicaciones, vagas y a menudo contradictorias, sino por el rastro de sangre en la tierra que la lluvia aún no había borrado. Tuvimos suerte de que no nevara, o dar con las huellas hubiera sido imposible. Su moto no estaba tan dañada como se esperaba, de modo que le hubiera servido para huir de haber tenido fuerzas y consciencia para dar con ella. Tuvimos que tirar la puerta abajo, y el hedor que salió del interior casi nos tira a nosotros también. Un grupo examinó la planta principal de la vivienda, yo tuve la mala suerte de ir con el segundo a registrar la habitación donde él había despertado.
“Los sonidos metálicos eran tenedores y cuchillos chocando contra platos de arcilla. Cuanto más subía, mejor distinguía los gruñidos –a eso no puedo llamarlo voces- y crujidos de carne al ser masticada. La escalera me llevó a otro pasillo, éste olía a guiso, a mi derecha encontré la luz de un salón en penumbra, sus ventanas tapiadas con gruesos tablones me impedían asomarme y encontrar la orientación. La puerta también estaba clausurada. En la chimenea crepitaba un fuego alimentado por los despojos de un perro y dos gatos.
Al otro lado del pasillo –lo atravesé de puntillas y agazapado contra el muro- hervía un caldero de un tamaño descomunal sobre el fuego de la cocina, me fijé en que asomaban de él tres dedos humanos. Más hacia la derecha, a donde preferí no asomarme, debían estar los comensales. No quise mirar, sus eructos, sus gemidos de placer al degustar nuestra carne, me animaron a no arriesgarme a ser descubierto.
Tal vez debí quedarme, mirar, lamento no poder ser de más ayuda. Sé que mi deber como Vigilante es averiguar de quién se trataba, quiénes habitan esa casa y tal vez detenerles, pero comprendan ustedes mi terror al verme solo, indefenso y herido, en aquel lugar de demencia y canibalismo. Decidí huir, o, más bien, no decidí nada, escuché el rumor de una silla, alguno de ellos se levantaba de la mesa, y sin pensar me arrojé corriendo hacia la escalera”.
Mi superior le preguntó si eran criaturas o personas, si eran humanos o no. Le preguntó si tenían armas o si eran de tamaño especial, si eran muchos o pocos. A todas estas cuestiones mi compañero respondió negando con la cabeza, apretando los puños y conteniendo las lágrimas. Explicó que, agazapado en la escalera, estuvo a punto de ser descubierto por uno de esos seres que atravesó el pasillo para entrar por otra puerta, y también juró que lamentaba no haber tenido el valor de abrir los ojos para mirarlo.
Cuando al día siguiente el primer equipo examinó aquel comedor, encontraron la olla de cadáveres pudriéndose sobre el fogón extinguido. Encontraron los platos servidos, yo no quise mirarlos.
“Corrí escaleras abajo sin importarme el ruido de mis pasos, el miedo era mayor, desbordaba cualquier instinto de supervivencia. La piedra destrozaba mis pies cuando entendí en qué me había equivocado: por aquella escalera no bajaban los cuerpos, los subían desde la despensa. Bajé corriendo, con el corazón en la garganta y dejé atrás el pasillo en que había despertado, si la puerta principal estaba tapiada tenía que haber otra abajo. Continué por el caracol de piedra viva y llegué a otro pasillo de suelo encharcado y fétido como una cloaca. Sin luz ni ventanas, me encontré en las tinieblas agitando las manos en el aire para no chocar contra nada. Ahogué un grito cuando mis dedos extendidos golpearon la pared contraria y las uñas se me clavaron en el ladrillo.
Empecé a escuchar pasos procedentes de la escalera cuando me arrodillé para hundir mis manos en el agua que anegaba la piedra a mis pies. Por supuesto no era agua, era orín, era sangre, eran fluidos de la descomposición no sé lo que era pero por un segundo calmó mi dolor, aunque enseguida los dedos me empezaron a escocer como si estuvieran en carne viva. Los pasos se habían detenido, probablemente en la despensa. No oí la puerta pero tampoco seguían bajando. Me dirigí hacia mi derecha, por elegir algún lado, y a tientas y a cuatro patas llegué al final del pasillo. Otra pared mugrienta y pringosa junto a la que se apilaban no sé cuántas bolsas de plástico de tamaño industrial con todos aquellos... “desperdicios” dentro”.
Fui el segundo en entrar en lo que empezamos a llamar La Despensa. Cargué la escopeta de caza de mi tío e irrumpí en la oscuridad, la hicimos pedazos con nuestras linternas. Sólo uno de nosotros consiguió no vomitar, los demás nos reunimos con él entorno al sillón que almacenaba los restos de carne muerta. El forense, que llegó al páramo un día después, distinguió los pedazos de cinco cuerpos diferentes, dos mujeres y tres varones, uno de ellos un niño. Al parecer coincidían con los otros restos, los cocinados y servidos en los platos de arriba.
Había cabezas y huesos roídos, tendones a medio masticar, ropas y botes vacíos de mermelada en las bolsas de basura que encontramos en el sótano.
Saqué de la máquina el mío y le llevé a mi superior su enésimo café. El ayudante del doctor, ahora doctor jefe, salió a la calle a fumar un cigarrillo. Dijo que no le importaba que estuviera diluviando, lo que no dejó indiferente a la tropa. Mi superior y yo le esperamos sentados frente a nuestro compañero, que hubiera podido encontrar en nuestros ojos el horror y la duda, si los suyos no hubieran estado perdidos, idos, su humanidad definitivamente quebrantada para siempre.
“No pude evitar un alarido cuando mis manos se hundieron en una de esas bolsas y escuché el chasquido de un ojo al explotar atravesado por mi dedo. Me lo arranqué del pulgar y me puse de pie de un brinco, resbalé en el charco de bilis y pus y tiré al suelo un armario de herramientas. Oí los pasos precipitándose por la escalera, debía haber cogido una de esas herramientas y tratar de defenderme, pero a tientas y en la más absoluta oscuridad, sólo tuve coraje para gatear hacia el otro extremo del corredor y agazaparme en una esquina.
Fue al acurrucarme allí y encomendar mi alma al Altísimo cuando mi cabeza chocó contra la cadena. Ignorando el dolor levanté mis manos y empecé a palpar a mi espalda, era una puerta, una puerta sin más cerradura que un candado y un cadena, la noche cerrada en el exterior me había impedido distinguir sus formas desde el otro lado del pasillo. Volví al suelo y me arrastré hacia las herramientas caídas, con el redoble de pasos acercándose sobre mi cabeza. Tanteé el suelo viscoso y di con algo alargado y rígido, una llave inglesa, tal vez, quizá otro utensilio por el estilo, me dio igual en ese momento. Los gruñidos se comían mi razón rebotados por el eco en las paredes de piedra. Me incorporé, eché a correr hacia donde yo creía que estaba la puerta y me estampé contra el muro rebotando después sobre la cadena. Por si el ruido no me había delatado ya…
Algo pesado cayó sobre el charco de fluidos, si uno de los seres había alcanzado el pasillo no quiso encender ninguna luz, o quizá no la necesitaba, lo cuál me asustaba mucho más. Así la cadena e incrusté la herramienta entre ésta y la puerta, hice palanca con todas mis fuerzas, casi salte sobre ella y me dejé caer para utilizar todo mi peso. El candado no resistió, escuché el estallido de los eslabones y los dos hilos de la cadena rota golpear contra la puerta. Empujé, tiré, la plancha de madera cedió y me precipité a la noche, a la fresca, limpia y húmeda noche sin mirar atrás y por unas escaleras que ascendían entre los restos de nieve hacia las estrellas”.
Escribí el punto final de la historia de mi compañero sin creer lo que había escuchado. En los dos hombres que me acompañaban descubrí la misma mirada de asombro. Cómo, cómo un ser humano puede pasar por todo aquello. Cómo un tipo normal puede deteriorarse tanto, cuánto debe sufrir para protagonizar todas esas atrocidades… y seguir cuerdo.
Para cuando cerré el bloc de notas y el ayudante del doctor administró una última dosis de somnífero a mi compañero –mejor evitar nuevos sobresaltos-, hacía varias horas que se había terminado el informe final de las patrullas sobre el terreno, con todos los cabos atados y todas las informaciones necesarias de los distintos departamentos. La vivienda en cuestión pertenecía a una familia nueva en el páramo. Un tipo callado, trabajaba en la ciudad. Mujer, tres hijos, uno de ellos un niño. Un perro y dos gatos. Coincidía con los cuerpos encontrados… por toda la casa. La hija había sido violada antes de trocearla y servirla como plato principal en un guiso. Uno de sus brazos, hallado en la despensa, tenía restos de piel bajo las uñas. Ya se había pedido el análisis de ADN.
Nunca encontramos seres, ni criaturas, ni intrusos escondidos. Eso era lo que nos reconcomía, más aún tras escuchar el relato. Cómo un hombre…
No corría prisa, realmente, por eso nuestro superior decidió obedecer al nuevo doctor y dejar que nuestro compañero durmiera un buen rato, mientras le esposaban y trasladaban al calabozo, antes de decirle que habíamos encontrado la casa y entre las herramientas del sótano un hacha manchada de sangre con el escudo del Cuerpo de Vigilancia grabado y sus iniciales escritas en el mango.
Cómo un hombre…
Fin.
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Fin.