domingo, 1 de febrero de 2009

Silencio.



Silencio: Relato en primera persona de un condenado a muerte.


Me gusta el silencio, el silencio absoluto. El silencio de cuando entras en una habitación o en el cuarto de baño y puedes oír el zumbido de los tubos fluorescentes, el vibrar eléctrico de las bombillas en el techo. Me encanta estar en silencio, escuchar mi propia respiración, oír a lo lejos los sonidos de la ciudad como un rumor de fondo.

Me llamo Laurent, mi padre era francés, y estoy recluido en mi casa porque hay unos hombres afuera que quieren matarme. Les debo dinero, mucho dinero. Y saben que no voy a pagárselo.

Todo está en silencio. Oigo el sonido de las olas rompiendo más allá de mi ventana, el ronquido del frigorífico, el siseo del disco duro de mi ordenador, y oigo los pasos de los tres tipos que me acechan al otro lado de esta puerta.

-¡Abre, francés!

El que habla es Álvaro, solía ser mi amigo, él me introdujo en la banda. Sé que sólo cumple órdenes, no le culpo. Y sé que será su cara lo último que vea si abro esta puerta. Así que no contesto.

Ahora empiezo a oír también una motosierra. Mierda, están tirando mi puerta abajo.

Un estruendo de golpes y pasos y un fogonazo de luz diurna irrumpen en mi apartamento hasta entonces en penumbra y en silencio como una tumba. Y tan deprisa como en un mal sueño tres pares de brazos se abalanzan sobre mí y me sacan a rastras de la casa. Álvaro es uno de ellos, sujeta mis manos en la espalda y me une las muñecas con cinta adhesiva de embalar. Los otros son Velluci y Garcés, y son los que me están dando puñetazos. Soy un tipo corpulento pero no puedo resistirme. Afuera nos espera su boss, le llamamos Señor Valerio pero sabemos que no es su nombre. Ni siquiera es italiano el hijoputa.

Cuando terminan de zurrarme me llevan ante él y de nuevo vuelve el silencio. El Señor Valerio me mira de arriba a abajo y yo entiendo su pregunta sin palabras.

-No, no tengo su dinero, pero…

Lo último que siento es un brutal golpetazo en la cabeza antes de despertarme dentro de este maletero.

Es imposible que sepa cuanto tiempo llevamos de camino, pero por el hambre que tengo me parece demasiado. A dónde demonios me llevarán estos… Un momento, se abre la portezuela. La luz de la tarde ha caído, casi es de noche, pero aún así me deslumbra la claridad cuando me arrastran fuera del maletero. Caigo al suelo de bruces, con las manos atadas a la espalda, y el golpetazo contra la tierra húmeda y fría hace que empiece a sangrarme la nariz. Álvaro me ayuda a ponerme de pie y veo que me han llevado a un cementerio.

-Nadie ha dicho que te incorpores.

Garcés me arrea un puñetazo en la entrepierna que vuelve a doblarme de rodillas en el suelo.

-Levántalo tráelo.

El que ha hablado, con su voz ronca y su acento fingido, es el boss, el Señor Valerio. Al oírlo Álvaro y Garcés me levantan por las axilas y me llevan a empujones a través del cementerio, vadeando un sin fin de árboles caducos y alejándonos de la carretera. El Señor Valerio camina delante y Velluci nos sigue de cerca, con su zurda dentro de la solapa de la chaqueta acariciando su pipa. Ja, como si fuera a irme a algún sito. Aunque consiguiera zafarme de estos dos, por más que grite nadie me iba a oír.

Nos detenemos y el Señor Valerio me señala una fosa cavada en el suelo. Es del tamaño de una tumba.

-Su tumba, señor francés –me explica.

Noto que Álvaro desliza un objeto delgado y metálico en la palma de mi mano antes de empujarme y dejarme caer al interior de la fosa.

Grito como un condenado pero no obtengo respuesta. Les veo patear el suelo mientras kilos y kilos de tierra fría van cayendo sobre mi cuerpo, me aplastan el pecho, me cubren la cara. Si sigo gritando la tierra se colará en mi boca así que aprieto los labios y me concentro en respirar. Intento colocar mi cuerpo de manera que entre la tierra y yo quede un espacio de aire, trato de retorcerme para salir de debajo de ella y trepar algunos metros, pero vuelvo a caer y la tierra me sepulta de nuevo. Agotado, deslizo entre mis manos la navaja que Álvaro me entregó antes de “despedirse” y consigo cortar la cinta de embalar. Rápidamente me llevo las manos a la cara, despejo de tierra cuanto puedo de mi nariz y mi boca y me esfuerzo por crear un hueco, una especie de bolsa de aire entre mis brazos y mi cara. Pero los sabuesos de Valerio no dejan de echarme tierra encima y no sé cuánto tiempo más podré aguantar su peso.

El aire no me durará demasiado.

Enseguida se ha hecho de noche sobre mí. El silencio es ahora absoluto. El silencio.

Siento mi pulso latir contra mis sienes, sólo oigo el terror de mis jadeos acelerados. Debo frenarlos o me asfixiaré, ¡me asfixio!

La muerte deja de ser algo futuro, algo probable para mí. La muerte está aquí, ¿a cuánto? ¿A cuatro inspiraciones? ¿A cinco?

Siento el dolor de mis músculos y huesos aplastados por el peso de la tierra. Me duele el pecho como si fuera a quebrarse por la falta de aire, se me duermen las extremidades, me mareo…

¿Voy a dejar que todo acabe aquí? ¿Voy a cerrar el libro? ¿Éste va a ser mi final? Mi cerebro me pide que afloje la tensión en mis brazos, que deje escapar el aire y me rinda a este calor, a este sofoco. Sin embargo mi mano atrapada consigue liberarse un ápice, se desliza hasta el hueco entre mis rodillas y empieza a hurgar en la tierra con la punta del cuchillo de Álvaro. De alguna manera he conseguido despejar un hilillo de polvo y piedras que cae lentamente a mis pies liberando un poco el peso de mi pecho. Quizá de esta forma pueda aflojar la tierra que cubre mis brazos, tal vez pueda liberar uno de ellos, con suerte, zafarme de este enterramiento improvisado y volver a respirar. No sé cuánta tierra me han tirado encima, no sé si han llenado la fosa o si se han aburrido y se han largado antes de terminar. Pero es mi única esperanza y no me queda aire para intentar otra cosa.

La respiración se me hace cada vez más dificultosa, el esfuerzo por cavar está acabando conmigo antes de tiempo. Sin embargo parece que mi idea surte efecto y siento mi brazo algo más suelto. Si consigo moverlo antes de que esta tierra húmeda se apelmace…

No sé cuánto tiempo ha pasado pero he conseguido sacar el hombro y subir el brazo unos centímetros, de momento sólo palpo tierra pero quién sabe lo que ocurriría si fuera capaz de llegar más arriba. El problema es que ahora, sin protección, toda la arena cae sobre mi cara y me veo obligado a contener la respiración.

He subido el brazo un poco más, todavía insuficiente. Inevitablemente el aire se me acaba, siento mi pecho romperse en pedazos y mi garganta se convulsiona como si fuera de papel. Extiendo la mano, sacudo los dedos frenéticamente intentando hurgar más en la tierra. Utilizo mis últimas fuerzas para luchar contra la gravedad y levantar mi cuerpo, pero aunque he liberado bastante peso de mi pecho todavía no es suficiente. Ahora mis piernas están atrapadas. Me duele, me duele demasiado la cabeza, mis ojos van a explotar si no abro la boca y respiro, ¡pero no tengo nada que respirar!

No puedo más. Mi mano cae sobre la tierra, mi pecho cede, separo los labios… y mi boca se llena de arena.

Ya no oigo nada -el silencio al fin-, ya no…

-Sal de ahí, imbécil.

La mano helada de Álvaro ha encontrado la mía a pocos centímetros de la superficie y tira de mi brazo hacia arriba. Mis pulmones parecen reventar cuando los lleno de aire y mi grito debe haberse oído más allá de los muros del cementerio.

-Calla, francés, levanta y corre conmigo.

Le oigo, le escucho por fin. Ya no quiero el silencio. Quiero las voces, los graznidos, los pasos que oigo, los disparos que rozan mi cabeza. Álvaro tira de mí mientras yo corro a oscuras, todavía incapaz de ver, apenas percibo un halo de claridad y algunas sombras que empiezan a tomar forma de árboles. Entonces a uno de los disparos sigue un alarido en mi oído y Álvaro cae al suelo.

-¡Me han herido! –me grita-¡Corre!

Me incorporo dubitativo y echo a correr, oigo los disparos a mi alrededor y sólo puedo esperar estar huyendo en la dirección correcta. Cuando mis ojos empiezan a reconocer lo que ven miro hacia atrás y veo las siluetas del Señor Valerio y de Garcés acribillando a mi amigo y salvador a bocajarro. Velluci corre hacia mí, me apunta con su pistola y parece esperar el momento de abrir fuego con garantías. Reanudo la carrera, esta vez por mi vida, pero tropiezo con una rama que no debería estar allí y caigo de bruces contra el suelo. Al darme la vuelta el pie de Velluci se clava en mi pecho y me aplasta contra la tierra. Se ríe de mí mientras me apunta. Se agacha y acerca su cara a la mía para decirme algo, pero yo no quiero escuchar sus gilipolleces, maldito sucedáneo de siciliano de película. Le clavo el cuchillo de Álvaro en el cuello y le quito la pistola de las manos antes de que me vuele la oreja con ella. Cuando me zafo de él tengo a Garcés y mi ex jefe a menos de un metro. Levanto los brazos y aprieto los párpados y el gatillo al mismo tiempo. No sé cuantas veces disparo, pero al abrir los ojos los dos pesos pesados están desplomados en el suelo a mis pies.

Me dejo caer contra la tierra, la tierra húmeda que ha estado a punto de ser mi último lecho. Me tumbo y respiro, en silencio, una inspiración larga, profunda, mientras los pájaros y el rumor de un riachuelo llenan mis oídos.

1 comentarios:

Anónimo,  20 de diciembre de 2011, 20:31  

orale buen relato, Felicitaciones al Autor. Buen trabajo. me ah gustado mucho.

Tikis Friedman.

Morelia MEXICO.

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