sábado, 28 de febrero de 2009

La Muela del Juicio


El zumbido del reloj despertador sacudió la mesita de noche e hizo tintinear el vaso de agua. La radio se puso en marcha y empezó a sonar algo de Bruce Springsteen, ronco y entrecortado. Pablo la apagó de un manotazo, no soportaba a ese tipo. Se incorporó sobre el borde de la cama y se llevó instintivamente la mano al lado derecho de la mandíbula.

- ¿Todavía te duele? –le preguntó Julia, desperezándose.
- Me duele aún más que ayer –contestó él antes de apurar el vaso de agua y mantener el líquido en la boca, calmando apenas el dolor de la encía. Tragó con una mueca de sufrimiento-. Estoy fatal.

El dolor había empezado justo dos días después de bajarse del avión, como si el aire del medio oeste americano no les sentara bien a sus muelas. No era manera de empezar unas vacaciones.

Sofía comenzó a llorar junto a la cama de sus padres. La pequeña cuna portátil que les habían dado en recepción no le debía ser muy cómoda. Pablo se quitó de un tirón los pantalones del pijama y se calzó unos jeans gastados que había dejado en una silla.

- ¿Te vas? –le preguntó Julia.
-Encárgate tú de la niña –masculló él, terminando de amarrarse los cordones de las botas-. Yo tengo que ir al médico. Si no es más que la muela volveré poco después de que terminéis de desayunar. Si para entonces estás lista, saldremos a hacer turismo.

Julia se levantó y se deslizó hasta su marido casi de puntillas, el vuelo blanco del fino camisón apenas rozaba sus rodillas. Se le acercó y le plantó un beso delicado en el moflete dolorido.

-El turismo es lo de menos ahora – le dijo-. Pregunta en Recepción dónde hay un buen dentista y vuelve enseguida.

Pablo terminó de vestirse y salió de la habitación maldiciendo el calor, el aire caliente y el dolor de muelas. Se puso las gafas de sol y recorrió la tarima de tablas de madera hacia la Recepción taconeando con desgana. Qué poquito iba a echar de menos Estados Unidos en cuanto volviera a casa. Todo muy vaquero, todo muy auténtico, pero estaban siendo unas vacaciones de mierda. La niña no paraba de llorar, el calor no les había dejado un momento de relax y para colmo la maldita muela. Parecía que el sueño de cruzar aquel país de costa a costa se había convertido en pesadilla. Entró en la Recepción pensando que lo primero que haría al volver a casa era pasarse un fin de semana entero en la playa. ¡Y adiós para siempre a las hamburguesas!

El recepcionista pakistaní no tenía ni idea de donde podía Pablo encontrar un dentista. Lo único que pilotaba por ahora en inglés era Hola, que tal, habitación noventa dólares. Por ahora, ya que sólo llevaba seis años en los iueséi. No le supo indicar pero le entregó un folleto con la publicidad de un médico local. Un maldito matasanos, pensó Pablo, de los de mascar tabaco y poner inyecciones a las yeguas entre muela y muela. Tal vez el médico local supiera menos que él de dentaduras pero seguro que le podría dar la dirección de un buen dentista. Así que subió al Ford de alquiler y condujo hasta el pueblo sin casi poder mover la boca de dolor.

Habían llegado a esa población la noche anterior, en una de esas paradas no programadas pero necesarias cada ciertos kilómetros para que el conductor no caiga rendido y se duerma en la carretera. Y aunque los dos se alternaban al volante, lo cierto era que después de una semana en la carretera, tanto Julia como él estaban derrengados. Y resultó que el pueblo de paso no era más que eso, el típico pueblo de paso en mitad del desierto enclavado en el centro de la nada. Cuando Pablo irrumpió en su calle mayor acosado por un terrible dolor de muelas, daba la impresión de que hasta los castores y las comadrejas habían acudido a misa. Y eso que sólo era martes por la mañana.

Aparcó el coche cerca de la gasolinera y recorrió la calle principal a pie, intentando orientarse y seguir correctamente el pequeño plano dibujado en la cara trasera del folleto del médico. La gasolinera estaba allí, y la línea azul que la iba a unir con la consulta recorría el mismo camino que Pablo estaba siguiendo ahora. No tenía pérdida.

Las calles estaban desiertas y los comercios cerrados a esa hora tan temprana, pero aún así la tranquilidad era tan sofocante como el calor del propio desierto. Un silencio pesado como una losa que comprimía los sentidos. Por suerte no había tenido que caminar demasiado cuando encontró el enorme local de dos pisos, decorado con letreros y vinilos verdes, que albergaba la consulta médica. Si el pueblo era pequeño y aburrido como un velatorio, lo único que tenía en condiciones era el médico. Pero estaba cerrado.

Pablo volvió a maldecir su suerte y se causó un daño horrible a sí mismo al apretar los dientes de rabia. Regresó sobre sus pasos y entró en la gasolinera igual que el sheriff en un saloon. Igual se le estaba pegando algo. El mostrador estaba vacío, pero a través del ventanal vio que el encargado estaba fuera ordenando una pila de neumáticos usados junto al aseo.

Remy está fuera, rezaba un cartón pintado a mano con spray para carrocería.

El turista dolorido se dirigió hacia allí, luchando por ignorar el hedor a pis y a tubería colapsada que emanaba del interior de los servicios. El tipo, un venerable anciano de edad incierta, gorra calada para proteger la calva del sol y barba enmarañada y gris, se giró hacia él muy despacio y, sonriendo, le mostró una dentadura tan escasa que Pablo supo al instante que para buscar un odontólogo, el tal Remy no era el hombre a quien debía preguntar.

-Disculpe, busco un dentista –chapurreó con su mejor inglés.
-Pues aquí se ha equivocado, amigo –contestó el tipo. La baba marrón del tabaco para mascar teñía como la mugre los pocos dientes que le quedaban. Pablo se obligó a sonreír.
-Lo sé, lo sé –dijo-. He encontrado la clínica local, pero está cerrada.
- ¿La clínica? Amigo si busca un dentista no debe acudir a Jimmy. El condenado es un gran médico, huesos y toses, de eso sí sabe un rato el maldito Jimmy. Pero pregúntele por dientes y se le pondrá la cara del color del culo de una vaca.

Pablo tuvo que pestañear dos veces y tomarse su tiempo antes de decidir que había comprendido lo suficiente de aquella descriptiva respuesta.

-¿Entonces dónde puedo encontrar un dentista?

El viejo pareció pensarlo un rato. Volvió a sonreír. Era evidente que en ese pueblo no abusaban precisamente de las revisiones odontológicas.

-Pues lo cierto es que no recuerdo que haya ninguno, y que me corten la barba si no llevo más de cuarenta años dando guerra por aquí. Pero en cambio estoy bien seguro de que dentro, en la tienda, tengo por algún lado un listín telefónico que le puede servir de ayuda.

El viejo Remy no se apresuró en dejar a un lado un neumático tan liso y desgastado que parecía un donut de chocolate, y condujo a Pablo al interior de la tienda, donde en un rincón al fondo se aburría una cabina de teléfono. El grueso libro de direcciones estaba dentro, encima de una repisa.

La mano diestra de Pablo se movió deprisa por el índice telefónico mientras la izquierda presionaba el cachete contra la encía inflamada. La maldita muela estaba saliendo torcida, haciéndose a empujones un hueco en la encía donde no le correspondía. Encontró tres direcciones en el apartado de Odontólogo, la primera era la de la clínica que acababa de visitar –lo que chocaba frontalmente con la opinión que Remy tenía del bueno de Jimmy-, de las otras dos una no le sonaba nada y la otra parecía estar en algún punto de la carretera principal, no demasiado lejos de motel donde le esperaban sus chicas, Julia y Sofía.

Aunque no confiaba demasiado en el consejo de Remy, el hecho de acercarse a su familia le hizo decidirse por esta última.

Quiso darle las gracias al gasolinero pero Remy ya estaba de vuelta colocando su pila de neumáticos usados y alimentándose del olor a mierda del baño. Así que Pablo no lo lamentó demasiado y salió deprisa derechito a su Ford y de vuelta a la carretera. El kilómetro que había visto indicado en el listín estaba algo más al oeste que el motel, pero calculó que llegaría en menos de media hora. Se equivocó pero no por mucho, sin embargo antes de aparcar el coche frente a un edificio viejo y solitario en mitad de la nada, le hubiera gustado llamar a Julia para decirle dónde estaba. Con las prisas su móvil americano seguía en la mesita de noche de la habitación del motel.

Resignado y con un punto de miedo se bajó del Ford y se dirigió a la entrada del Centro Odontológico Springsteen. Tenía gracia, odiaba a ese tipo. Era un edificio, más que un local, una especie de casa colonial, vieja pero no fea del todo, algo alejada de la carretera y sólo indicada por un desvencijado letrero de madera colocado demasiado tarde junto al desvío. Los escalones de madera crujieron cuando los subió y llamó a la puerta de cristal. Nadie le contestó, y tras insistir dos veces sin mayor éxito se dirigió al lateral de la casa, donde encontró una segunda entrada mucho menos ostentosa y más funcional, con el mismo letrero de Clínica Springsteen pintado sobre el dintel de la puerta. Una cadenita invitaba a tirar para ser atendido.

El sonido de una campana recorrió el edificio de abajo a arriba pero tampoco hubo respuesta. Tras una segunda vez, una voz tan lejana como si anduviera por Marte le indicó que pasara. Así que Pablo empujó la puerta y caminó al interior de un recibidor oscuro y repleto de muebles de madera que apestaba a humedad y parecía el despacho de un taxidermista. Había bichos inmortalizados por todas partes.

El ruido de sus tacones resonó en las tablas macizas del suelo y cuando se detuvo escuchó una vibración continua, un zumbido como de sierra que le llegaba desde más allá de una puerta entreabierta debajo de la cabeza de un ciervo. Unos segundos después el zumbido se extinguió lánguidamente, cambiándose por el punteo de unos pasos subiendo una escalera, y un hombre no demasiado alto pero de constitución más bien gruesa, vestido con bata azul celeste y guantes de látex, se asomó por esa puerta y le saludó desde detrás de una mascarilla de tela que le cubría la boca.

-Disculpe –dijo-. Enseguida estoy con usted.

Y acto seguido desapareció otra vez escaleras abajo.

El ciervo o alce o lo que fuera miraba a Pablo con expresión triste mientras éste escuchaba extrañado los ruidos que le llegaban desde abajo. El doctor movía cosas de un lado a otro, colocaba algún tipo de instrumental metálico, algunos de los mil cachibaches que usan los médicos para aterrar a sus pacientes, en especial los dentistas. Abría y cerraba grifos y hacía rodar sillas, preparándolo todo para recibirle. Sólo cuando volvió a subir a por él y le invitó a bajar, Pablo cayó en la cuenta de que ningún otro paciente había salido de allí, al menos que él lo viera.

El doctor era fuerte, más que gordo, y sin mascarilla aparentaba más años de los que Pablo le había otorgado en un principio. Eso le tranquilizó. Si la veteranía era un grado, con ese dentista estaba en excelentes manos.

Pablo empezó a explicarle, con su mejor inglés de guerrilla, sus penas y vicisitudes con la maldita muela del juicio, pero el tipo se limitaba a sonreír como si no se enterara de mucho. De muy poco, más bien. Sin embargo no pareció importarle. Le ayudó a sentarse en una típica silla de odontólogo, que si bien no era el último modelo no parecía faltarle de nada, y le colocó un delantal blanco de hule por encima del pecho. Eso extrañó a Pablo.

La consulta era amplia pero poco iluminada, tenía un olor peculiar, agrio, y decenas de cuadros en las paredes, sin embargo ninguno era de los habituales diplomas y menciones de los que tanto gustan presumir a los médicos. Casi todos eran fotografías, difíciles de distinguir desde la silla, pensó Pablo. Quizá antes de pagar y marcharse aprovecharía para echarles un mejor vistazo. Curiosidad es curiosidad.

El doctor se retiró para coger su instrumental y Pablo se relajó un poco. Miró la hora en un reloj que colgaba en la pared, justo encima de una especie de nevera. No reparó en que había un frigorífico en la consulta, sólo pensó que todavía era pronto y que mejor que llevar a las chicas de turismo por un pueblo tan soso era coger otra vez la carretera y ganarle millas a aquel martes tan extraño. Entonces regresó el dentista.

Le pidió que abriera la boca y examinó su dentadura con cuidado. Parecía amable, después de todo, aunque hablaba bien poco. Pablo tuvo intención de hacer algún comentario sobre la falta de titulaciones por las paredes pero el tipo caminó hasta detrás de él y le clavó en la nuca una aguja que por lo que le dolió y por lo que tardó en retirarla debía ser del tamaño de una espada.

Pablo quiso gemir, protestar y levantarse, pero de pronto su lengua parecía muerta y sus brazos tan pesados como yunques. Qué me ha hecho, balbuceó. Pero en realidad no se le entendió nada.

El dentista volvió a ponerse frente a él y se colocó la máscara y los guantes de látex mientras le miraba. Acercó a Pablo una pequeña mesita que sólo contenía una sierra radial, un martillo y varios clavos, unas tenazas de herrero y una bandeja de aluminio. Encendió la sierra y la acercó a la cara de Pablo. Lo primero que le cortó fue la oreja derecha, la sangre salpicó por todos lados. La dejó con mimo en la bandeja y se limpió las manos sobre el delantal del hule de su paciente.

Pablo intentó gritar, sentía el dolor todavía pero poco a poco había perdido la capacidad de mover los hombros, las extremidades o el cuello. Antes de que pudiera darse cuenta de que su diafragma se había dormido, dejándole mudo, volvía a tener la cuchilla radial a tres centímetros de su ojo rebanándole la otra oreja.

-Todavía me oyes, ¿verdad? –preguntó el doctor a los muñones deformes a ambos lados de las sienes de Pablo. Sin duda se reía debajo de la máscara. Dejó la oreja recién cortada en la bandeja junto a la anterior y las guardó en la nevera. Desde la silla Pablo pudo ver en el interior del frigorífico cierta cantidad de bolsas de pequeñas de plástico con más apéndices sanguinolentos dentro–. Las necesito para un amigo. Colecciona.

El dentista cerró la nevera y permaneció un minuto mirando a Pablo. Parecía estudiar su fisonomía.

-El resto es para mí.

Regresó junto a él y volvió a encender la sierra. Esta vez se la acercó a la cara de plano y le cercenó la punta de la nariz.

-Mira –dijo-. Ahora pareces un payaso.

Dejó la nariz de Pablo sobre la mesa y apagó la radial, que colocó con cuidado al lado del martillo. Después tomó éste y cuatro de los clavos, el primero lo sujetó de punta sobre el dorso de la mano derecha del joven. Sin dudarlo un segundo descargó el martillo sobre la cabeza de acero y taladró la carne y el hueso hasta fijar la mano de Pablo al brazo de la silla. Hizo lo mismo con la mano izquierda. En las rodillas los clavos no llegaron a tocar el asiento, pero atravesaron la carne destrozando fibras y tejidos. El chico sólo podía agradecer el ser incapaz de sentir ningún dolor.

Epidural. Pensó. O algo parecido. Las lágrimas rodaban por su piel ensangrentada mientras el dentista le acercaba unas piezas cuadradas de yeso a la boca.

-Disculpa, tu problema era la muela, ¿verdad? Pues deja que te ayude.

Los dados de yeso encajaron entre las muelas de Pablo manteniéndole la mandíbula abierta. Si la droga le hubiera dejado sentir, hubiera notado la piel de sus mejillas rasgándose por la tensión. El dentista se asomó al interior de sus fauces y asintió con un gesto. Era grotesco su aspecto ensangrentado y manchado de pegotes de carne y cartílago.

-Te está saliendo la muela del juicio –comentó, como quien constata la lluvia en Abril cuando el diluvio te ha empantanado el garaje. Está lloviendo-. Habrá que sacarla.

Pablo intentó negar con la voz pero no lo pudo hacer ni siquiera con la cabeza. El médico cogió un destornillador de uno de los cajones de la mesilla y también preparó el martillo. Se dirigió a su paciente pero parecía ofuscado.

-Esto no me deja ver –murmuró.

Agarró las tenazas con ambas manos, las colocó pinzando la lengua de Pablo y se la arrancó con un tirón tan salvaje que hizo que su cabeza rebotara contra el respaldo de la silla. El joven empezó a sangrar por la boca con tal abundancia que en pocos segundos su delantal de hule se había convertido en rojo. El doctor dejó las tenazas y tiró la carne blanduzca y enrojecida a la papelera. La lengua de Pablo parecía una sanguijuela gigante retorciéndose en el plástico del cubo de basura.

-Bien, ahora será más sencillo sacarla.

El dentista colocó la punta del destornillador contra la encía de Pablo, justo debajo de la muela maldita. Contó hasta tres balanceando el martillo y ¡crash! golpeó con tanta fuerza que éste quedó incrustado en la boca del chico. El diente cayó rebotado al suelo y rodó hasta los pies del médico, que lo cogió y lo levantó triunfante. Ya está.

Pablo, era incapaz siquiera de pestañear debido a la fuerte anestesia. Veía el mango del destornillador como si brotara de su boca pero no podía sentirlo arañando los dientes. Sólo quería morir, que su torrente sanguíneo se acelerara y le ayudara a poner fin a aquella bizarra pesadilla. Quería despertar junto a Julia, con la boca hinchada, y contarle ese horrible sueño mientras mecía a la pequeña Sofía para que dejara de llorar. Porque algo en el aire del medio oeste no la dejaba dormir por las noches. Tal vez la sequedad, podía ser eso.

La música le devolvió a la pesadilla. Las lágrimas anegaban sus ojos así que ya solamente podía oír. El dentista había encendido la radio y sonaba Glory Days. Qué cabrón, pensó Pablo, odiaba a ese tipo.

- ¿Te gusta? – gritó el doctor en su oído en carne viva- Qué grande, el Boss. Bauticé a mi clínica así por él. Bueno, esto no es más que un hobby. En realidad soy maestro de escuela. Ciencias. Estoy de baja ahora –rió-. Dicen que estoy loco. Vaya mierda. Ese puto matasanos de Jimmy. Psé. No saben qué decir ni hacer para que me jubile. Pero les van a dar.

El dentista se puso delante de él y se acercó mucho a su boca. Le extirpó el destornillador de cuajo.

-Oye, tus dientes son casi perfectos.

Lo último que vio Pablo en su vida fueron las tenazas abrirse para abrazar el primero de los dientes que iban a arrancarle. Después, cuando el martillo aplastó su cráneo y la radial cortó sus articulaciones para que su cuerpo cupiera con mayor facilidad en el horno, Pablo ya estaba muerto.

Tres días después, Julia y Sofía regresaron a casa.

Solas.

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Llega al cine la adaptación de 'Los hombres que no amaban a las mujeres'


Stieg Larsson falleció poco antes de ver su obra publicada y es una verdadera lástima porque se ha perdido cómo su saga Millenium se ha convertido en todo un fenómeno literario con muy pocos precedentes.


No era, por tanto, difícil de preveer que su salto a la pantalla iba a ser inminente. Ahora llega esta adaptación de 'Los hombres que no amaban a las mujeres' de mano de Niels Arden Oplev, interpretada por Mikael Nyqvist (como Mikael Blomkvist) y Noomi Rapace (interpretando a la hacker Lisbeth Salander), y la productora sueca pretende batir todo un record de venta de entradas.




Tanto es así que los yankees, que son tan originales y siempre tienen que estar metiéndose en todo, ya están negociando comprar los derechos para hacer su propia adaptación a la americana.

De la trilogía Millenium sólo se han publicado en España los dos primeros volúmenes: 'Los hombres que no amaban a las mujeres' y 'La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina', y todavía está por llegar 'La reina en el palacio de las corrientes de aire'. Cuentan las aventuras y desventuras de Mikael Blomkvist, un periodista especialista en lo económico, y su equipo de colaboradores en la revista Millenium.





Esta película que se acaba de estrenar se centra en la primera novela, 'Los hombres que no amaban a las mujeres', y en ella nos encontramos a un Mikael Blomkvist hundido ya que debido a diversos vaivenes profesionales su reputación se ah visto sepultada en un abrir y cerrar de ojos. Un acaudalado empresario sueco le ofrecerá la oportunidad de redimirse si le ayuda a investigar la desaparición de su sobrina, dada por muerta hace diecisiete años.


A la espera del tercer libro, que se publicará en España el próximo 5 de junio, la gran virtud de la saga Millenium estriba en contar con una trama sólida y perfectamente construída. El medio millar de personajes encaja con una habilidad natural, dotando las situaciones de fuerza e intensidad narrativa. No se tarda en empatizar con los protagonistas, así como en aborrecer a los villanos. La relación con la historia llega a ser tan íntima que una vez comenzados los libros se hace prácticamente imposible dejarlos, a pesar de su extensión, más que generosa.

No en vano la película va a durar más de dos horas y media, y servirá de avanzadilla para una miniserie de seis capítulos que emitirá la televisión sueca en 2010 y que abarcará toda la saga.



No soy muy amigo de este tipo de adaptaciones, me da grima que me impongan cara y voz a personajes que yo ya había imaginado. Sin embargo asumo que son necesarias para extender la obra al gran público, tal vez muchos así se animen también a leer las novelas.

Yo ya lo hice, casi en cuanto se publicaron. Y sólo espero y deseo que las películas que hagan sobre ellas conserven o casi el espíritu detectivesco y aventurero que Larsson supo crear con maestría.

Eso sí, el que no haya leído los libros, que lo haga. Ya.

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viernes, 27 de febrero de 2009

pruebas de fotos

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jueves, 26 de febrero de 2009

El Misterio de Salem's Lot


Zombies y Vampiros. Dos de las vértebras del cine de Terror contemporáneo. Muertos que reviven por un lado, chupasangres por otro, antes seres fantásticos, ahora su romanticismo simplificado a virus e infecciones ultracontagiosas. Vale, pero está todo inventado.

Stephen King habla de zombies e infecciones también, lo hace sobretodo en Cell, pero muchos años antes ya visitó el mito del vampiro con una genialidad y un acierto muy especiales.

En 1975 un Stephen King recien saltado a la fama gracias Carrie, no estaba todavía convertido a la complacencia ni al afán, desnudo de todo amor por la literatura, de agradar a sus masas de lectores con historias típicas y a menudo poco interesantes. Eso llegaría después, cuando vio que escribiendo lo que los demás querían leer podría comprarse una casa más grande.

No, en la época de Carrie, Salem's Lot o El Resplandor el autor y escritor en ciernes todavía escribía lo que quería, lo que soñaba. Que triste y duro fue después perder todo eso.

Esa joven ilusión, esa falta de responsabilidad o presión al comienzo de su carrera le animó a marcarse un novelón, de todo punto atípico y casi naïf, en el que robaba por un segundo las esencia tradicional de los cuentos de vampiros y creaba su propio Ser, su propio Drácula adaptado al contexto residencial y comunitario que suele definir sus novelas.

El cuento de vampiros de Stephen King no transcurre en Transilvania ni en un decadente Nueva Orleans ni en las raíces profundas del Egipto místico o de la vieja Europa. El vampiro Barlow llega en secreto y se instala en el aburrido pueblo de Salem's Lot, con la simple tapadera de una tienda de antigüedades. Un pueblo en el que nunca pasa nada, uno más de la rutinaria y enmarañada red de pueblos y ciudades americanas de medio pelo. Uno en el que lo único que hasta ahora da que hablar es aquel terrible incidente en la casa de los Marsten y las lascivas intenciones de ese engreído escritor, Ben Mears, con la hija de Bill Norton.

Pero no todo será igual de tranquilo este otoño. Porque este escritor es el mismo Ben Mears que de niño se atrevió a entrar en la casa Marsten y que encontró... todo aquello. Y ahora, después de veinte años, ha vuelto para escribir un libro sobre la vieja casa y sus terribles secretos. Ahora que la casa Marsten ha vuelto a alquilarse, ahora que dos tipos muy misteriosos se han instalado en ella y han abierto una tienda de antigüedades. Ahora que los niños del pueblo empiezan ha desaparecer y hay un perro muerto colgado de la verja del cementerio.


El Misterio de Salem's Lot no es un libro fácil de leer hoy día, es una novela muy del estilo King, del Stephen King más puro. Unos buenos cientos de páginas plagadas de personajes, cargadas de historias, de anécdotas y de recuerdos, salpicadas con encuentros, relaciones y cotilleos de pueblo viejo. Por momentos es más un retrato social de una anquilosada comunidad que un libro de Terror.

Pero una vez más, esa máscara de costumbrismo oculta en su interior una estremecedora novela infestada de horrores. Porque una vez más esa comunidad esconderá un sin fín de secretos, de desgracias, de terrores y miedos que con la llegada del misterioso extranjero saltarán a flor de piel, desencadenando el verdadero miedo, el miedo humano.

Porque aunque el vampiro Barlow de El Misterio de Salem's Lot es uno de los villanos más conseguidos del Terror en los últimos treinta años, el verdadero mal de la novela, como suele corresponder al genio de Stephen King, proviene de cada hombre y de cada mujer de ese pueblo maldito.

El truco mágico, el golpe maestro de Stephen King es retratar la maldad humana a través de una sociedad horrorizada, colocada contra la espada y la pared por un enemigo que ni comprenden ni saben combatir. De manera que el elemento sobrenatural o fantástico vuelve a ser en este caso una mera excusa para mostrarnos nuestro propio miedo.

El vampiro en Salem's Lot no es Lestat ni Drácula ni la misma Lilith, hasta llegado al último cuarto de la novela no se vuelve protagonista. Tanto es así que me atrevería a decir que el verdadero enemigo de Ben, Matt y Susan durante buena parte de El Misterio de Salem's Lot es Striker, su sombrío y fiel esbirro. Pero desde luego cuando el vampiro sale a la luz -de la luna, claro- y muestra su cara, el terror se desata como sólo el gran King sabe hacer: en una carrera despiadada por la supervivencia, agarrotada entre el ingenio y la tragedia.

El Misterio de Salem's Lot es un libro tan bien escrito que debería formar parte de la colección personal de cualquier aficionado al Terror y en especial de todo el que quiera algún día dedicarse a escribir. Leerlo es entender a dónde debemos intentar llegar los aspirantes a escritores de Terror. Es encontrar un ejemplo en cuanto a creación de personajes, a cómo narrar manteniendo la tensión, a cómo crear un climax apropiado e impactante, cómo introducir las descripciones justas, cómo crear ese halo de misterio indispensable para sumergir al lector en la complicidad necesaria para que se crea lo que le contamos y a cómo encontrar una idea original aún partiendo de una base tan manida como Drácula y el mito vampírico tantas veces manoseado.


Es un libro que a mí me inspiró a dedicarme a esto, no fue el único, ni el primero, pero sí fundamental. Fue como abrir los ojos y encontrar un faro con el que guíar mi gusto de escritor. Pasado el tiempo no creo que mi estilo vaya por la novela coral ni por la exaustiva ambientación mediante recuerdos y anécdotas locales. No me veo capaz ni sabría cómo hacerlo. Pero cada vez que me decido por desarrollar una idea pienso en cuánto mejoraría si yo fuera capaz de asemejarla, siquiera lejanamente, a El Misterio de Salem's Lot.

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domingo, 22 de febrero de 2009

Monstruos de Papel: El Hombre Invisible


Imaginación y Ciencia van de la mano. El científico imagina, sueña, especula, y la Ciencia le ayuda aprobar o refutar sus teorías. Eso es hoy y lo fue siempre, si bien el paso de los años hace que cada vez quede menos donde imaginar. Pero en el siglo XIX, hablar de Ciencia era lo mismo que hablar de Imaginación.

En 1865 Julio Verne publicó De la Tierra a la Luna, en 1889 Mark Twain escribe Un Yankee en la Corte del Rey Arturo, acerca de viajes en el tiempo, y en 1895 va la luz La Máquina del Tiempo, de H.G. Wells, a la que seguirían La Isla del Doctor Moreau, El Hombre Invisible y La Guerra de los Mundos. La Ciencia Ficción había nacido.


El Autor:
Herbert George Wells nació en 1866 en Kent, Inglaterra. Hombre marcado por sus profundas convicciones sociales que no dudó en plasmar en su obra, utilizando la ciencia ficción como reflejo de los males que, según él, acechaban su época. Nunca destacó como gran escritor, para él lo importante era el contenido, no la forma. Pero sus obras han pasado a la historia como grandes hitos de la literatura fantástica.

La Novela:

El Hombre Invisible es su novela más oscura y la que presenta más tintes siniestros. Escrita en 1897, narra la historia de un científico que excede los límite de lo considerado ético y correcto en su profesión. Un ser ambicioso en cuyas manos cae un tremendo poder que termina por consumirlo.

La novela habla de la fina línea que separa la ética y la moral del ansia de notoriedad, de poder. En una época en la que la Ciencia daba sus primeros pasos, H.G. Wells enseña lo peligroso que puede volverse quien no sepa lidiar con los nuevos descubrimientos. ¿Y si todo ese poder cayera en las manos equivocadas?

El Personaje: ¿Y quién es el Hombre Invisible?

El Villano, el villano en la literatura. Qué importante es la figura del mal en la novela, en la ficción en general, en la imaginación humana.

El Hombre Invisible se apellida Griffin, hasta la llegada del cine y de James Whale (El hombre invisible, 1933) no sabremos su nombre. Es un joven investigador, ambicioso, inteligente, superdotado para la ciencia. trabaja en un experimento revolucionario, manipular la refracción de los cuerpos a la luz para volverlos invisibles.

Pero a su vez el joven Griffin es un tipo oscuro, solitario, un canalla con muy pocos escrúpulos. Utilizará el dinero de su padre para costear sus experimentos, robará el gato a su vecina para probarlos y no dudará en aplicar su fórmula sobre sí mismo para volverse invisible y huír de las acusaciones.

Tras robar algunas ropas para protegerse del frío se resguardará en la aldea de Iping, ambutido en una larga gabardina, guantes, sombrero, la cara vendada y gruesas gafas, exigiendo soledad a su casero y un lugar donde tratar de revertir el experimento.




Pero en la aldea comienzan a surgir una serie de delitos, delitos en los que nadie puede ver al culpable. Cuando se ve entre la espada y la pared, Griffin se deshace de su ropa y fundido con el aire escapa a las colinas.

Obligado a huir se tendrá que refugiar en la casa del Doctor Kemp, al que explicará su historia y pedirá ayuda. Ayuda para cumplir su nuevo sueño: someter al país haciendo uso de su poder, el don de la invisibilidad que le vuelve todopoderoso e inalcanzable.

El personaje de H.G. Wells es un ser oscuro, malvado, astuto y maquiavélico. Si al principio de la novela se nos presenta como alguien misterioso, solitario, en la revelación que de su verdadera personalidad hace al Doctor Kemp encontramos al autántico monstruo. Griffin es malo, es siniestro, es un voraz asesino y ladrón que se siente capaz de cualquier acto, de cualquier maldad. Así se siente porque sabe que lo es.

¿En qué reside la maldad humana? ¿En planear malas acciones? ¿En tener malas intenciones? ¿O en llevarlas a cabo? El Hombre Invisible es uno de los monstruos más terribles de la literatura porque se atreve a realizar lo que otros sólo pensamos. Se atreve porque sabe que es un ser superior, ¡que es invisible! Que nadie sabrá nunca de su culpabilidad ni de dónde encontrarle.

H.G. Wells convierte al Hombre Invisible en la realización de todos nuestros sueños más sombríos. Porque, ¿quién no ha soñado alguna vez precisamente con todo eso? Wells nos convierte en partícipes de esa trama. Miramos con malévola simpatía las correrías de Griffin porque en el fondo todos haríamos lo mismo si una curiosa coincidencia nos hubiera convertido en invisibles. ¡Dios, cuánto poder!


Eso es lo que aterra del Hombre Invisible, su auténtica Humanidad.


Kemp renunciará a ayudarle, por su puesto, y Grffin le advertirá de que él va a ser la primera víctima de su reinado de Terror. Amenazado de muerte por un ser al que no puede ver, Kemp huye en dirección al pueblo donde es salvado de la muerte por los palazos que un grupo de peones lanzan al aire, hasta que en el centro del círculo de curiosos empieza a aperecer, "como si estuviera hecho de vidrio", el cuerpo de El Hombre Invisible, asesinado a golpes.



El Hombre Invisible ha inspirado cientos de novelas, relatos, obras de teatro y películas de Terror y Ciencia Ficción. Una novela corta que tiene más de cien años. Un personaje aterrador en el que se transfiguran todas las ambiciones y deseos del ser humano: ser capaz de realizar los sueños, conocer los secretos de otros, conseguir cuanto anheles, entrar y salir, estar en todas partes, ser invisible.

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miércoles, 18 de febrero de 2009

Citas de Terror: La Llamada de Cthulhu


En el ranking de los mejores libros de Terror de la historia que publicamos el otro día, descubríamos que para los votantes de nocte.es la mejor novela de Terror jamás escrita era Los Mitos de Cthulhu, de H.P. Lovecraft. Recordamos que Los Mitos de Cthulhu es una compilación de relatos más o menos cortos, un ciclo de historias, de seres, de lugares, con los que Lovecraft dio forma y sustento a su particular literatura.

De todos ellos, el más conocido y que da nombre al mito es La Llamada de Cthulhu. Y este es uno de sus espeluznantes fragmentos:


"El monstruo de los ídolos, el verde y viscoso demonio venido de otros astros, había despertado para reclamar sus derechos. Las estrellas eran otra vez favorables, y lo que un viejo culto no había podido lograr por su voluntad, un puñado de inocentes marineros lo hacía por accidente. Luego de millones y millones de años el gran Cthulhu era libre otra vez."


La Llamada de Cthulhu es uno de los relatos más conocidos de H. P. Lovecraft, y el único escrito por él en el que Cthulhu aparece. Fue publicado en 1928 y ha marcado a muchas generaciones posteriores de escritores, cineastas y artistas en general, por no hablar de que este magnífico relato se convirtió por méritos propios en uno de los pilares en los que se sustentó la génesis de los famosos juegos de rol.


Considerando a Lovecraft como uno de los más grandes escritores de Terror, no cabe duda de que La Llamada de Cthulhu es uno de los libros más influyentes de todos los tiempos. Su legado abarca todas las áreas del arte y parece muy lejos de extinguirse. Espero que en este post el interesado encuentre suficientes enlaces y fuentes para conocer un poco más la obra de este gran genio y de su más famoso relato.

Y para el que lo quiera leer completo, será un placer:


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domingo, 15 de febrero de 2009

Maestros del Terror: Clive Barker


«La criatura se aferró a su labio y tiró del músculo hasta que asomó el hueso, como si le despojase de un pasamontañas.»

Cuando en 1984 se publicó el primer volumen de Libros de Sangre, Stephen King dijo: “He visto el futuro del horror y su nombre es Clive Barker”. Y a continuación añadió: “Lo que escribe crea la impresión de que el resto de sus colegas hemos permanecido estáticos durante los últimos diez años”. Pues no iba desencaminado.

Clive Barker creció en su Liverpool natal devorando todo escrito de terror que cayera en sus manos: Edgar Allan Poe, Ray Bradbury, Herman Melville, William Blake, y más tarde, William Burroughs, Thomas Harris y Anne Rice.

La irrupción de Clive Barker en la literatura de Terror supuso en los ochenta un giro de tuerca más (nunca mejor dicho) en el género. Hasta ese momento los grandes de las letras oscuras estaban estancados cómodamente en sus poltronas de bastantes miles de dólares contemplando la competencia como un ente amable y casi nada agresivo.

El género de Terror se mecía entre las manos de un Stephen King acomodado y de algún otro aspirante o consorte, tipo Straub o Koontz, pero estaba tan muerto como el agua de un lago y el Terror se sustentaba casi por completo en el cine o en la televisión.

Hacía falta un paso más y Clive Barker supo darlo.

La literatura de Clive Barker es oscura, grotesca, violenta y brutalmente sexual. Arrolló, se llevó por delante las historias de fantasmas y de payasos asesinos y tomó el trono –cual golpe de estado- del maestro del Terror contemporáneo.

Leyendo a Clive Barker te da miedo lo que lees, y el pensar que alguien puede haber escrito eso. Los Libros de Sangre –prologados por Ramsey Campbell- son una recopilación de relatos hipermacabros, ultraviolentos y de una imaginación salvaje, sin igual y desbordante. El Terror habita en cada una de sus páginas desde el primero de sus relatos, “Los muertos tienen autopistas”, en el que las fuerzas sobrenaturales empiezan a escribir sobre la carne de Simon McNeal los cuentos que leeremos a continuación.

Un estilo terrorífico y visual que tampoco perderán sus novelas, menos conocidas pero igual de impactantes, como Cabal, Razas de Noche o The Hellbound Heart, la novela que dio origen a la famosísima película Hellraiser.

Barker defiende la búsqueda de lo inusual en cada una de sus obras, la huída de lo predecible, la repulsa por lo convencional: “Casi toda la ficción de horror empieza con una vida rutinaria que es desquiciada por la aparición del monstruo. Una vez eliminado el monstruo, todo vuelve a la normalidad. No creo que eso sea válido para el mundo. No podemos destruir al monstruo porque el monstruo somos nosotros. Piénselo: no hay peores monstruos que las personas con quienes nos casamos, o con quienes trabajamos, o que nos han engendrado”. Tal vez por eso sus protagonistas son asesinos, ladrones, brujos, seres ambiciosos y perversos.

Por último, aunque este artículo pretende ir dirigido a la faceta literaria de Barker, no podemos ignorar su importancia en lo que se refiere al cine y la televisión. Muchos de los relatos contenidos en la piel de Simon McNeal, es decir, en Los Libros de Sangre, han sido adaptados con mayor o menor éxito, a menudo por él mismo. Ni que decir tiene que rozó, tocó y abrazó las mieles del éxito con Hellraiser (1987), y que no menos espectacular resulta Candyman (1992). De las dos hablaremos más adelante.


Hoy, Clive Barker aparece ligado, como siempre, a un sin fin de proyectos. Da la sensación de estar viviendo un regreso a la primera plana, ya que al éxito de su línea de videojuegos, Clive Barker’s Jericho o Undying, se une el inminente remake de Hellraiser y la adaptación de nuevos relatos de los Libros de Sangre, como El Tren de la Carne de Medianoche, y de otras novelas, como El Ladrón de Días, tanto al cine como al mundo del cómic y la novela gráfica. Además prepara su próximo largometraje, Tortured Souls.

Parece que Clive Barker, uno de los más grandes Maestros del Terror, seguirá horrorizándonos durante bastante tiempo.

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sábado, 14 de febrero de 2009

La muerta, de Guy de Maupassant

Segunda píldora de las grandes joyas del cuento gótico, o relato corto de Terror, como queramos llamarlo. En esta ocasión, después de Poe, el maestro Guy de Maupassant.


La Muerta.

¡La había amado desesperadamente! ¿Por qué se ama? Cuán extraño es ver un solo ser en el mundo, tener un solo pensamiento en el cerebro, un solo deseo en el corazón y un solo nombre en los labios... un nombre que asciende continuamente, como el agua de un manantial, desde las profundidades del alma hasta los labios, un nombre que se repite una y otra vez, que se susurra incesantemente, en todas partes, como una plegaria.


Voy a contarles nuestra historia, ya que el amor sólo tiene una, que es siempre la misma. La conocí y viví de su ternura, de sus caricias, de sus palabras, en sus brazos tan absolutamente envuelto, atado y absorbido por todo lo que procedía de ella, que no me importaba ya si era de día o de noche, ni si estaba muerto o vivo, en este nuestro antiguo mundo.

Y luego ella murió. ¿Cómo? No lo sé; hace tiempo que no sé nada. Pero una noche llegó a casa muy mojada, porque estaba lloviendo intensamente, y al día siguiente tosía, y tosió durante una semana, y tuvo que guardar cama. No recuerdo ahora lo que ocurrió, pero los médicos llegaron, escribieron y se marcharon. Se compraron medicinas, y algunas mujeres se las hicieron beber. Sus manos estaban muy calientes, sus sienes ardían y sus ojos estaban brillantes y tristes. Cuando yo le hablaba me contestaba, pero no recuerdo lo que decíamos. ¡Lo he olvidado todo, todo, todo! Ella murió, y recuerdo perfectamente su leve, débil suspiro. La enfermera dijo: "¡Ah!" ¡y yo comprendí!¡Y yo comprendí!

Me consultaron acerca del entierro pero no recuerdo nada de lo que dijeron, aunque sí recuerdo el ataúd y el sonido del martillo cuando clavaban la tapa, encerrándola a ella dentro. ¡Oh! ¡Dios mío!¡Dios mío!

¡Ella estaba enterrada! ¡Enterrada! ¡Ella! ¡En aquel agujero! Vinieron algunas personas... mujeres amigas. Me marché de allí corriendo. Corrí y luego anduve a través de las calles, regresé a casa y al día siguiente emprendí un viaje.


Ayer regresé a París, y cuando vi de nuevo mi habitación -nuestra habitación, nuestra cama, nuestros muebles, todo lo que queda de la vida de un ser humano después de su muerte-, me invadió tal oleada de nostalgia y de pesar, que sentí deseos de abrir la ventana y de arrojarme a la calle. No podía permanecer ya entre aquellas cosas, entre aquellas paredes que la habían encerrado y la habían cobijado, que conservaban un millar de átomos de ella, de su piel y de su aliento, en sus imperceptibles grietas. Cogí mi sombrero para marcharme, y antes de llegar a la puerta pasé junto al gran espejo del vestíbulo, el espejo que ella había colocado allí para poder contemplarse todos los días de la cabeza a los pies, en el momento de salir, para ver si lo que llevaba le caía bien, y era lindo, desde sus pequeños zapatos hasta su sombrero.

Me detuve delante de aquel espejo en el cual se había contemplado ella tantas veces... tantas veces, tantas veces, que el espejo tendría que haber conservado su imagen. Estaba allí de pie, temblando, con los ojos clavados en el cristal -en aquel liso, enorme, vacío cristal- que la había contenido por entero y la había poseído tanto como yo, tanto como mis apasionadas miradas. Sentí como si amara a aquel cristal. Lo toqué; estaba frío. ¡Oh, el recuerdo! ¡Triste espejo, ardiente espejo, horrible espejo, que haces sufrir tales tormentos a los hombres! ¡Dichoso el hombre cuyo corazón olvida todo lo que ha contenido, todo lo que ha pasado delante de él, todo lo que se ha mirado a sí mismo en él o ha sido reflejado en su afecto, en su amor! ¡Cuánto sufro!

Me marché sin saberlo, sin desearlo, hacia el cementerio. Encontré su sencilla tumba, una cruz de mármol blanco, con esta breve inscripción:

«Amó, fue amada y murió.»

¡Ella está ahí debajo, descompuesta! ¡Qué horrible! Sollocé con la frente apoyada en el suelo, y permanecí allí mucho tiempo, mucho tiempo. Luego vi que estaba oscureciendo, y un extraño y loco deseo, el deseo de un amante desesperado, me invadió. Deseé pasar la noche, la última noche, llorando sobre su tumba. Pero podían verme y echarme del cementerio. ¿Qué hacer? Buscando una solución, me puse en pie y empecé a vagabundear por aquella ciudad de la muerte. Anduve y anduve. Qué pequeña es esta ciudad comparada con la otra, la ciudad en la cual vivimos. Y, sin embargo, no son muchos más numerosos los muertos que los vivos. Nosotros necesitamos grandes casas, anchas calles y mucho espacio para las cuatro generaciones que ven la luz del día al mismo tiempo, beber agua del manantial y vino de las vides, y comer pan de las llanuras.

¡Y para todas estas generaciones de los muertos, para todos los muertos que nos han precedido, aquí no hay apenas nada, apenas nada! La tierra se los lleva, y el olvido los borra. ¡Adiós!

Al final del cementerio, me di cuenta repentinamente de que estaba en la parte más antigua, donde los que murieron hace tiempo están mezclados con la tierra, donde las propias cruces están podridas, donde posiblemente enterrarán a los que lleguen mañana. Está llena de rosales que nadie cuida, de altos y oscuros cipreses; un triste y hermoso jardín alimentado con carne humana.

Yo estaba solo, completamente solo. De modo que me acurruqué debajo de un árbol y me escondí entre las frondosas y sombrías ramas. Esperé, agarrándome al tronco como un náufrago se agarra a una tabla.

Cuando la luz diurna desapareció del todo, abandoné el refugio y eché a andar suavemente, lentamente, silenciosamente, hacia aquel terreno lleno de muertos. Anduve de un lado para otro, pero no conseguí encontrar de nuevo la tumba de mi amada. Avancé con los brazos extendidos, chocando contra las tumbas con mis manos, mis pies, mis rodillas, mi pecho, incluso con mi cabeza, sin conseguir encontrarla. Anduve a tientas como un ciego buscando su camino. Toqué las lápidas, las cruces, las verjas de hierro, las coronas de metal y las coronas de flores marchitas. Leí los nombres con mis dedos pasándolos por encima de las letras. ¡Qué noche! ¡Qué noche! ¡Y no pude encontrarla!

No había luna. ¡Qué noche! Estaba asustado, terriblemente asustado, en aquellos angostos senderos entre dos hileras de tumbas. ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Tumbas! ¡Sólo tumbas! A mi derecha, a la izquierda, delante de mí, a mi alrededor, en todas partes había tumbas. Me senté en una de ellas, ya que no podía seguir andando. Mis rodillas empezaron a doblarse. ¡Pude oír los latidos de mi corazón! Y oí algo más. ¿Qué? Un ruido confuso, indefinible. ¿Estaba el ruido en mi cabeza, en la impenetrable noche, o debajo de la misteriosa tierra, la tierra sembrada de cadáveres humanos? Miré a mi alrededor, pero no puedo decir cuánto tiempo permanecí allí. Estaba paralizado de terror, helado de espanto, dispuesto a morir.

Súbitamente, tuve la impresión de que la losa de mármol sobre la cual estaba sentado se estaba moviendo. Se estaba moviendo, desde luego, como si alguien tratara de levantarla. Di un salto que me llevó hasta una tumba vecina, y vi, sí, vi claramente cómo se levantaba la losa sobre la cual estaba sentado. Luego apareció el muerto, un esqueleto desnudo, empujando la losa desde abajo con su encorvada espalda. Lo vi claramente, a pesar de que la noche estaba oscura. En la cruz pude leer:

«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Amó a su familia, fue bueno y honrado y murió en la gracia de Dios.»

El muerto leyó también lo que había escrito en la lápida. Luego cogió una piedra del sendero, una piedra pequeña y puntiaguda, y empezó a rascar las letras con sumo cuidado. Las borró lentamente, y con las cuencas de sus ojos contempló el lugar donde habían estado grabadas. A continuación, con la punta del hueso de lo que había sido su dedo índice, escribió en letras luminosas, como las líneas que los chiquillos trazan en las paredes con una piedra de fósforo:

«Aquí yace Jacques Olivant, que murió a la edad de cincuenta y un años. Mató a su padre a disgustos, porque deseaba heredar su fortuna; torturó a su esposa, atormentó a sus hijos, engañó a sus vecinos, robó todo lo que pudo y murió en pecado mortal.»

Cuando hubo terminado de escribir, el muerto se quedó inmóvil, contemplando su obra. Al mirar a mi alrededor vi que todas las tumbas estaban abiertas, que todos los muertos habían salido de ellas y que todos habían borrado las líneas que sus parientes habían grabado en las lápidas, sustituyéndolas por la verdad. Y vi que todos habían sido atormentadores de sus vecinos, maliciosos, deshonestos, hipócritas, embusteros, ruines, calumniadores, envidiosos; que habían robado, engañado, y habían cometido los peores delitos; aquellos buenos padres, aquellas fieles esposas, aquellos hijos devotos, aquellas hijas castas, aquellos honrados comerciantes, aquellos hombres y mujeres que fueron llamados irreprochables. Todos ellos estaban escribiendo al mismo tiempo la verdad, la terrible y sagrada verdad, la cual todo el mundo ignoraba, o fingía ignorar, mientras estaban vivos.

Pensé que también ella había escrito algo en su tumba. Y ahora, corriendo sin miedo entre los ataúdes medio abiertos, entre los cadáveres y esqueletos, fui hacia ella, convencido de que la encontraría inmediatamente. La reconocí al instante sin ver su rostro, el cual estaba cubierto por un velo negro; y en la cruz de mármol donde poco antes había leído:

«Amó, fue amada y murió.»

Ahora leí:

«Habiendo salido un día de lluvia para engañar a su amante, pilló una pulmonía y murió.»

Parece que me encontraron al romper el día, tendido sobre la tumba, sin conocimiento.


FIN


Guy de Maupassant (1850-1893) forma parte de esa estirpe de escritores de lo oscuro que debido a su prematura muerte resulta más conocido como cuentista que como autor de grandes novelas. En esa tradición de Cuentacuentos emparenta con otros grandes del género como Lovecraft, Poe, M.R. James, o Dahl, por citar algunos.

En sus relatos destaca la sencillez de la prosa, la facilidad para decir mucho con poco, para sugerir paisajes y emociones intensas con la mínima descripción.

Un mago de las palabras, alquimista de pociones tétricas y espeluznantes, la maestría con la que dibuja ese lúgubre cementerio, la naturalidad con la que nos transmite el miedo, el terror ante esas tumbas que se levantan... Convierten este relato de La Muerta en una de la grandes citas del verdadero fan de la literatura de Terror.

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lunes, 9 de febrero de 2009

Monstruos de Papel: Frankenstein


Empiezo una nueva sección de este blog dedicado a la literatura de Terror comentando la figura de un ser monstruoso al que le tengo cierto cariño. Una criatura incomprendida, desgraciada, a la que sólo el cine y el miedo a lo diferente convirtieron en un personaje de Terror. Me refiero al Monstruo de Frankenstein.

Para empezar, ni siquiera nació con nombre. Vió la luz por primera vez en 1818 gracias a la pluma y a la sorprendente imaginación de Mary Shelley, aquella fría tarde en casa de Lord Byron en la que esta mujer, esposa de un famoso poeta y escritora aficionada, regaló al mundo la que es considerada la primera novela de ciencia ficción de la historia y uno de los más hermosos cuentos de terror gótico: Frankenstein o el moderno Prometeo.

La Criatura, como digo, nació sin nombre, producto de la vanidad y del hambre de gloria del joven doctor Victor Frankenstein, quien lo "construyó" a partir de retales de tipos muertos y se afanó en darle la vida gracias a sus ingenios eléctricos.




¡Vive! ¡Vive!
Para colmo, el maldito doctor se asusta al ver el horror que ha creado y huye de su laboratorio, y claro, para cuando se arrepiente y regresa, su Criatura se ha dado el piro. A partir de entonces habrá un ser abominable, de tamaño gigantesco y cerebro en modo reinicio, vagando de un lado a otro sin entender quién es ni para qué existe, ni por qué aquel que lo ha creado reniega de él.
Sentirá el rechazo, el de su propio "padre" y el de los demás, se convertirá en un ser marginado y temido, y así despiertan en él el odio y la ira más profundos hacia su creador. Del tremendo empute decide marcharse a Ginebra, el hogar de Frankenstein, y pedirle explicaciones, pero en lugar de eso lo que hace es cargarse al hermano pequeño del doctor. Hombre, igual se pasa un poco, pero hay que ponerse en su lugar...

Cuando Victor Frankenstein lo descubre, sale en su busca y se encuentran más allá de la conchinchina, en la cumbre del Mont Blanc. La Criatura le explica que anda bastante jodido, por lo de crearle tan feo y que nadie le quiera, y le pide, por su madre, para que deje de estar tan cabreado, que a cambio de marcharse y desparecer del todo le regale una compañera.

Vamos, lo que hubiera pedido cualquiera. El doctor se pone al lío, el problema es que sólo a él se le ocurre arrepentirse antes de hacer la entrega. Aquí es donde la Criatura se convierte en Monstruo de Frankenstein, porque se rebota de mala manera y le da matarile a la prometida del doctor. Entonces éste decide vengarse y acabar con el monstruo de una vez por todas. Le persigue por medio mundo hasta que todo termina como el rosario de la Aurora. De la Aurora Boreal, porque la palman los dos en el Polo Norte.




Ésta es, a grandes rasgos, la historia original del Monstruo de Frankenstein, una criatura que la mayoría conocemos por las películas de cine pero que muy pocos han leído la novela. Una novela, El Moderno Prometeo, que no lo pinta como un personaje malvado por naturaleza, sino un ser convertido al odio por el rechazo al que le somete su creador, su gente, su pueblo. Es un retrato del peligro de los prejuicios, del terrible dolor que se puede causar a alguien sólo por no esforzarse en conocerle, en escucharle.


Tal vez un gesto contra la xenofobia, no sé, o un palo al poderoso que se cree capaz de realizar cualquier atrocidad sin esperar las consecuencias, en especial sobre los demás. Lo que está claro es que Frankenstein es un precioso cuento sobre la relación del hombre con la Naturaleza que sólo el cine y la imaginación han convertido en un personaje inolvidable y fundamental en el imaginario del Terror.

O no de tanto Terror....




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domingo, 8 de febrero de 2009

El Cuervo, de Edgar Allan Poe



El Cuervo (The Raven), 1845

Una vez, al filo de una lúgubre media noche, mientras débil y cansado meditaba sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia, cabeceando, casi dormido, escuché de pronto un leve golpe, como si suavemente tocaran, tocaran a la puerta de mi cuarto.
“Es —dije musitando— un visitante tocando quedo a la puerta de mi cuarto. Eso es todo, y nada más.”


¡Ah! Recuerdo con claridad aquel gélido diciembre; espectros de brasas moribundas reflejadas en el suelo; deseaba con angustia la llegada del nuevo día y en vano me esforcé por buscar en mis libros una tregua a mi dolor. Dolor por la pérdida de Leonora, la preciosa y radiante joven a la que los ángeles llaman Leonora. Y a la que aquí nadie volverá a llamar.


Y el crujir triste, vago, escalofriante de la seda de las cortinas rojas me llenaba de fantásticos terrores jamás antes sentidos. De manera que para acallar el latido de mi corazón, me ponía de pie y repetía:
“Es un visitante a la puerta de mi cuarto que desea entrar. Algún visitante que a deshora a mi cuarto quiere entrar. Eso es todo, y nada más.”

Ahora, mi ánimo cobraba bríos, y ya sin titubeos dije: “Señor, o señora, imploro vuestro perdón, mas como estaba adormilado cuando vinisteis a tocar tan quedo a la puerta de mi cuarto, apenas pude creer que os oía.” Y entonces abrí la puerta de par en par, y ¿qué es lo que vi? Oscuridad y nada más.


Escrutando con atención aquella negrura permanecí largo rato atónito, temeroso, dudando, soñando sueños que ningún mortal se haya atrevido jamás a soñar. Pero el silencio insondable no fue turbado, y la única palabra que pudo escucharse fue el balbuceo de un nombre: “¿Leonora?” Era yo el que susurraba, y a su vez el eco lo devolvió en un murmullo: “¡Leonora!” Sólo esto, y nada más.

Vuelvo a mi cuarto, y sintiendo mi alma toda, toda abrasándose dentro de mí, no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.
“Ciertamente —me dije—, ciertamente algo sucede en la reja de mi ventana. Veamos qué es y exploremos este misterio: ¡Es el viento, y nada más!"

De un golpe empujé la persiana y con un tumultuoso batir de alas, entró majestuoso un cuervo digno de los santos días idos. No efectuó la menor reverencia, ni se paró un instante; y con aires de gran señor o de gran dama fue a posarse en el busto de Palas, sobre el dintel de mi puerta. Posado, inmóvil, y nada más.


Entonces, este pájaro de ébano cambió mis tristes fantasías en una sonrisa, por el grave y severo decoro del aspecto de que se revestía.
“Aun con tu cresta cercenada y mocha —le dije—, no eres cobarde, lúgubre y viejo cuervo, viajero salido de las riberas nocturnas. ¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!"
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”


Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado pudiera entender tan fácilmente mi lenguaje, aunque su respuesta no tuviera gran sentido ni me fuera de gran ayuda. Pues no podemos sino convenir en que ningún ser humano ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro posado sobre el dintel de su puerta, un ave o un animal, posado en el busto esculpido de Palas en el dintel de su puerta y con semejante nombre: “Nunca más.”


Pero el Cuervo, posado solitario sobre el plácido busto, no pronunciaba más que esas palabras, como si en ellas vertiera su alma entera. No dijo nada más; no movió ni una pluma. Y entonces yo comencé a murmurar débilmente:
“Otros amigos ya han volado lejos de mí, mañana él también me dejará, como me abandonaron mis esperanzas.”
Y entonces el pájaro dijo : “Nunca más.”

Sobrecogido al romper el silencio tan con tan idóneas palabras, exclamé:
“Sin duda, sin duda lo que dice es todo lo que sabe, su único repertorio, aprendido de un amo infortunado a quien el desastre persiguió, acosó sin dar tregua hasta que sus canciones tuvieron un único estribillo, hasta que las endechas de su esperanza llevaron sólo esa carga melancólica de ‘Nunca, nunca, nunca más’.”


Pero el Cuervo arrancó todavía de mi alma triste una sonrisa; acerqué un mullido asiento frente al pájaro, el busto y la puerta; y entonces, hundiéndome en el terciopelo, empecé a enlazar una fantasía con otra, pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño, lo que este torvo, desgarbado, hórrido, flaco y ominoso pájaro de antaño quería decir granzando: “Nunca más.”

En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra, frente al ave cuyos ojos, como tizones encendidos, quemaban hasta el fondo de mi pecho. Trataba de adivinar eso y más todavía, sentado con la cabeza reclinada en el terciopelo violeta acariciado por la luz de la lámpara y que su cabeza, la de ella, no oprimiría ya, ¡ay!, nunca más!

Entonces me pareció que el aire se espesaba, perfumado por un invisible incensario mecido por serafines cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado.
“¡Miserable! —exclamé—, tu Dios te ha concedido por sus ángeles una tregua, una tregua para que olvides tus recuerdos de Leonora. ¡Bebe, oh, bebe este dulce caldo y olvida a tu ausente Leonora!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”


“¡Profeta!” —exclamé— ¡Ser de desdicha! ¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio enviado por el Tentador, o arrojado por la tempestad a este refugio desolado e impávido, a esta desértica tierra encantada, a este hogar visitado por el Horror! Profeta, dime, te lo suplico, ¿existe, dime, existe un bálsamo para este dolor? ¿Existe el bálsamo de Galaad? ¡Dime, dime, te lo suplico!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Profeta! —exclamé— ¡Ser de desdicha! ¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio! ¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas, por ese Dios que ambos adoramos, dile a esta alma llena de dolor si en el remoto Edén tendrá entre sus brazos a una santa joven, a quien los ángeles llaman Leonora, tendrá entre sus brazos a una preciosa y radiante joven a quien los ángeles llaman Leonora!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”


“¡Que esta palabra sea nuestra señal de partida pájaro o espíritu maligno! —le grité irguiéndome—. ¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica. No dejes aquí una sola pluma negra como recuerdo de la mentira que tu alma ha proferido! Deja mi soledad intacta. Abandona el busto del dintel de mi puerta. Aparta tu pico de mi corazón y tu figura del dintel de mi puerta."
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

Y el Cuervo, inmutable, nunca emprendió el vuelo. Todavía sigue allí posado, sobre el pálido busto de Palas, en el dintel de la puerta de mi cuarto. Y sus ojos se parecen a los de un demonio que sueña. Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama proyecta en el suelo su sombra. Y mi alma, fuera del círculo de esa sombra que flota sobre el suelo, no podrá volver a liberarse. ¡Nunca más!


EXTRAS:


El Cuervo en audio.









Versión de los Simpsons:


http://www.zappinternet.com/video/yejKxaZtoX/El-Cuervo-Los-Simpson


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sábado, 7 de febrero de 2009

Citas de Terror: Drácula



Cita mágica de la literatura de Terror y mil veces repetida en el cine. Probablemente mi favorita.


Leedla con cariño, amigos, y pensad en todo lo que conlleva.






"-¡Sea bienvenido a mi morada! -repitió- Entre por su propia voluntad, entre sin temor, y deje parte de la felicidad que trae consigo.


- ¿El Conde Drácula?


-Sí, yo soy Drácula."





En 1897, a la edad de 50 años, el irlandés Bram Stoker publicó Drácula, la más grande novela de terror gótico de todos los tiempos y una de las más adaptadas al cine, al teatro, al comic, a la televisión, hasta al papel charol y las figuritas de mazapán. Mil veces copiada, inspiradora de todo un género literario, de cultos, de modas, de leyendas...


Son tantas las frases increíbles que Stoker supo introducir en Drácula que sólo la cena de presentación casi daría para cinco artículos.


Bram Stoker falleció de sífilis en una humilde y pestilente pensión de Londres en 1912, cuentan que en sus últimos minutos de vida no hacía más que señalar hacia un rincón de su cuarto gritando: Strigoi, Strigoi...

Strigoi significa en rumano Vampiro.

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viernes, 6 de febrero de 2009

Las 13 mejores novelas de Terror de todos los tiempos


Encuentro en Nocte, el blog de la Asociación Española de Escritores de Terror, una lista de los 13 mejores libros de Terror jamás escritos.

Como toda lista popular, es subjetiva y relativamente autorizada, pero como indican que se han ordenado por estricto orden de puntuación de los miembros de la Asociación, podemos formarnos una idea bastante clara.

Podemos estar más o menos de acuerdo, ¿a vosotros qué os parece?


Los 13 mejores libros de Terror de Todos los Tiempos:

1. Los Mitos de Cthulhu, de H.P. Lovecraft.
2. Narraciones Extraordinarias, de Edgar A. Poe.
3. Libros de Sangre, de Clive Barker.
4. Soy Leyenda, de Richard Matheson.
5. Cementerio de Animales, de Stephen King.
6. Drácula, de Bram Stoker.
7. El Resplandor, de Stephen King.
8. El Misterio de Salem's Lot, de Stephen King.
9. It, de Stephen King.
10. El Exorcista, de William Peter Blatty.
11. Misery, de Stephen King.
12. La Feria de las Tinieblas, de Ray Bradbury.
13. Carrie, de Stephen King.


Bueno, por mi parte coincido bastante con la lista. Cómo no, contando con títulos tan importantes. De todos modos, aunque no cambiaría ninguno de los cuatro primeros, quizá sí que modificaría el orden de los nueve siguientes.

Por otro lado, aún siendo fanático de S.K., percibo en esta lista de los 13 mejores libros de terror jamás escritos una sobredosis de Stephen King que incluso a mí me da grima. Sin duda me cargaría algunos y añadiría otros.

Por ejemplo, quitaría It, Carrie y El Cementerio de Animales y le subiría la nota a Drácula y a El Exorcista.

Además, aunque la lista sólo sea de trece, me faltan: Frankenstein, El extraño caso del Doctor Jekill y Mr. Hide, Otra Vuelta de Tuerca, La Mansión Infernal de Matheson, e incluiría alguno en castellano, por ejemplo alguna de las leyendas de Bécquer o los libros de Somoza. También me faltan M. R. James, Ramsey Cambell, Koontz o Shirley Jackson pero claro, la lista se me marcharía a veinte.

Es curioso que en otras listas que he encontrado, como ésta de Amazón, aparecen casi los mismos.

¿No estaría genial que nosotros pudiéramos elaborar nuestra propia lista, digamos, de los 10 mejores libros de terror que hemos leído?

Aquí espero vuestros comentarios.

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