El mar estaba quieto y plano como un plato de sopa. De sopa fría, helada, Bea no dejaba de quejarse de que no había podido bañarse. Fernando estaba al timón mientras Paco se sentaba a un lado en la popa consiguiendo por fin contener las náuseas. La brisa empezaba a ser fresca y parecía ayudar, agitaba la escuálida bandera de proa y meneaba el cabello rojizo de Bea.
-No puedo entender que sigas mareado –comentó Fer desde el volante. Paco apenas alzó la mirada, esos ojos cansados que ya de por sí parecían enfermos, y se incorporó para llegar junto a su amigo. Bea le miró divertida mientras casi se caía por la borda en el intento.
-No estoy tan mal –gruñó-. Ha sido al ponernos en marcha. En cuanto mi estómago se estabilice se me quitarán los males.
Fernando miró a Bea de soslayo y ella le dedicó una sonrisa.
-Bien –dijo-. Quédate por aquí y mejórate. Bea se encargará de revisar las cañas y los aparejos.
La muchacha no rechistó. Ése era el trabajo que le habían asignado a Paco, pero en visita de su estado era mejor sacrificar unos minutos de sol y de bronceado. Era la primera vez que lo convencían para sumarse al yate de Fernando y no habían hecho más que salir de puerto. Demasiado temprano para agobiarle y tener que dar la vuelta.
-Siéntate –exigió Fer con vehemencia. Paco andaba por el barquito dando tumbos y tropezando con todo. Alto y espigado, parecía un junco zarandeado por el viento. Fernando, más bajo pero también más fuerte, se aplicaba con el timón como un verdadero experto. El barco de su padre no tenía secretos para él. Mar adentro el vaivén podría ser más fuerte, sólo podía confiar en que Paco lo soportara, así que le mintió-. Siéntate y bebe agua. Pararé en cuanto podamos para echar las cañas y no tendrás que bambolearte más. Pero ahora para o acabaremos todos en el agua.
Paco se dejó caer sobre el borde de la bañera como en una carrera por etapas: del panel a un cabo, del cabo a la barandilla, parada en la mesa para recuperar el equilibrio y caída de bruces buscando dónde agarrarse. Por su parte Bea terminó de preparar los aparejos y se acercó hasta Fer con una cerveza fría. Acarició con un dedo la cicatriz de su ceja izquierda y le dio un beso suave en los labios.
-Me temo que el día de pesca no va a ser como esperábamos –dijo, señalando con la cabeza a donde estaba Paco, más pálido y taciturno de lo que ya era costumbre.
-Es posible –asintió Fernando.
Sus miradas se apartaron de su amigo y se perdieron en la inmensidad del océano. Una vez dejados atrás los muelles y pantalanes, el enorme azul se abría ante ellos como un velo infinito de seda. La redondeada cala se hacía cada vez más pequeña a su izquierda.
Bea besó la nuca de Fernando y se dirigió a la popa guiñando un ojo a Paco al pasar por su lado. Sacó una pequeña radio portátil de uno de los cajones y la puso en marcha sobre la mesa. Kid Rock empezó a cantar Sweet Home Alabama all day long.
-Lo que faltaba –gruñó Paco.
- ¿Demasiado alegre para ti? –le contestó Bea. Se quitó la camiseta de tirantes y empezó a bailar ante él tan sólo con el bikini y el pareo. Ciertamente a Paco se le empezaban a pasar los males- ¿Te vas encontrando mejor?
La chica se echó a reír y le plantó un beso en la boca. Cuando le volvió a dejar respirar el chico tenía mucho mejor color.
-Ey, ey, ey. A ver qué está pasando ahí –dijo Fer desde la proa-. Mira, no vaya a ser que para animarlo termines por causarle un infarto.
Bea subió entre risas el volumen de la música. Verla bailar y una coca-cola hicieron que la sangre de Paco volviera a fluir sin problemas. Minutos después se atrevió a ponerse de pie y regresar al timón junto a Fernando.
- ¿Estás mejor? –le preguntó éste. Paco asintió.
-No tentemos a la suerte. ¿No decías que ibas a parar enseguida?
-Sí, es cierto. Hay bancos de peces un poco más adelante –Fernando miró hacia atrás y perdió el hilo de la conversación observando a Bea contonearse en la bañera. El sol arrancaba destellos naranja de su melena rojiza y el sudor hacía brillar la piel sobre el tatuaje de su cadera. Un rizo golpeaba al bailar contra su nuevo bikini. Sus miradas se cruzaron y Fer la retiró, nervioso. Volvió a dirigirse a Paco-. ¡Por fin aprenderás a pescar!
-Qué emoción –contestó el otro-. Oye, ¿qué es eso?
Fernando guió la mirada hacia donde le apuntaba Paco. Tuvo que entornar un poco los ojos pero enseguida distinguió la sombra alargada recortada contra el horizonte.
-Otro barco. Un pequeño velero.
-Estará pescando, también.
-No lo creo. Es muy pequeño. Además, no lo había visto nunca.
-¿Entonces?
-No sé. Es raro…
Bea dejó de bailar y se acercó hasta ellos.
-¿Qué sucede? ¿Por qué están de repente tan serios?
-Paco ha encontrado un barco –contestó Fernando.
-Sí, y éste se cree que es la Perla Negra.
Bea sacudió la cabeza y les miró a ambos.
-¿Perdón?
Fernando se echó a reír.
-No sé lo que es, pero está muy cerca del banco de peces al que vamos. Lo descubriremos al pasar.
Paco volvió a sentarse y Bea regresó a la mesa junto a la radio. Buscó en el dial de las emisoras hasta que encontró a Beyoncé. Era un éxito viejo pero lo bailó con la pasión del primer día.
-No bebas más –le dijo Paco.
-Todavía no he empezado –replicó ella sugerente.
Continuaron navegando hacia el banco de peces y hacia aquella sombra que flotaba en el agua. Paco observaba subir y bajar las caderas de Bea mientras Fernando tenía clavada la vista en el mástil de vela arriada que iba tomando forma ante ellos. La silueta de un velero de poca eslora que por alguna razón le daba tan mala espina.
Cuando estaban a pocos metros de la misteriosa embarcación Bea desconectó la radio y los tres se asomaron a estribor. El velero era más chico que el yate de Fernando, era todo blanco con una fina línea azul decorando el casco, no tenía nombre, ni enseña, ni bandera. Un único mástil central y una vela caída, un pedazo de tela que incomprensiblemente no era sacudida por el viento. Todo el barco estaba en silencio, no había ropa, ni toallas ni nevera a la vista. El timón se mecía de un lado a otro y no había ancla tampoco, pero sin ningún sentido el velero no estaba a la deriva. Quieto, silencioso, etéreo. Sobre la proa, tumbada al sol con un bikini blanco, parecía dormir una sirena.
-¿Qué carajo..? –murmuró Paco.
Fernando guió el timón hasta rodear la proa del velero y ponerse frente a la joven. No era tal sirena, claro, tenía sus dos pies y sus dos piernas, pero la sensación al mirarla era de que desprendiera algo especial. Estaba allí, pero como si no estuviera, era real, o no.
Levantó la cabeza al oír el motor del barco. Era guapa, preciosa, su pelo, entre castaño y dorado, coronaba con rizos como rayos de sol una piel morena y brillante. Una boca ancha, rosada, una sonrisa limpia bajo unas grandes gafas de sol negras. Su cuerpo era voluptuoso y proporcionado, la fina tela de su bikini se ceñía a sus formas como una extensión de su piel. Les sonrió y se retiró las gafas. Sus ojos de almendra eran grandes y brillantes como el día.
-¿Todo bien? –le gritó Fernando– Parece que tenga algún problema.
La chica se limitó a sonreír.
-Qué tía más rara –murmuró Bea, desconfiada. Fer se rascó la cabeza.
-No parece enterarse de nada. Debe ser guiri o algo.
Paco dio un paso atrás y se sentó en la mesa. Empezaba a marearse de nuevo.
-Déjalo –dijo-. La chica está bien. Vamos a por esos pescados.
-Peces, bruto –le corrigió Bea-. Pero sí, vamos. Deberíamos irnos.
Fernando seguía asomado a la barandilla de estribor. Los ojos de aquella sirena se clavaban en los suyos como si quisieran decirle algo.
-¿Tu barco está bien? –volvió a gritar.
Los otros se llevaron las manos a la cabeza. La chica no dijo nada, se limitó a mirarle y deslizó una mano por su cuello como si se apartara una gota de sudor del pecho.
-Voy a ir a ver –dijo Fernando, y empezó a virar el timón para acercarse más al barco. Bea le miró extrañada.
-¿Qué? ¿Por qué? Déjalo, es un velero. Si tuviera algún problema de motor podría regresar a golpe de viento.
Fer no se giró para mirarla, estaba demasiado concentrado en aproximarse a esa joven.
-Apenas hay viento –dijo-. Si no le echamos una mano podríamos estar abandonándola a la deriva.
-¿Y por qué no dice nada? –añadió Paco.
Cuando el barco de Fer casi tocó el casco del de la joven el chico entrelazó un cabo de barandilla a barandilla. La primera en cambiar de embarcación fue Bea, después subió Paco con la ayuda de Fernando. La misteriosa mujer bajó del mascarón de proa y se dirigió a saludarlos. En la proximidad era mucho más espectacular, su belleza era radiante.
-Hola –le saludó Fernando, le estrechó la mano y le dijo sus nombres-. Pensábamos que quizá necesitases ayuda.
Ella no contestó, les transmitió por señas que no podía hablar, se llevó la mano al pecho indicando que era capaz de emitir sonido. Decoraba su garganta con una gargantilla dorada con unas letras engarzadas, parecía nerviosa, jugaba con ella entre los dedos.
-Lamia –leyó Paco-. ¿Es tu nombre?
La joven asintió. El muchacho estaba convencido de haberlo oído antes en algún sitio, sin embargo… era tan difícil pensar en presencia de esa joven.
Bea no había sido capaz de dejar de mirarla desde que pisara su barco. Le atraía su olor, su forma de moverse, el color de su piel.
-¿Por qué estás sola aquí? ¿Tu barco funciona?
La sirena torció el gesto, indicó con la mano que algo fallaba bajo la cubierta de los motores.
-Si quieres podemos echarle un vistazo –se ofreció Paco-. Bueno, Fernando, yo no sé mucho de barcos, jeje.
El chico bajó la mirada aunque para ello tuviera que apartarla de los labios de Lamia. Sintió el color ruborizar sus mejillas y el calor estremecer sus piercings.
-Sí, claro –intervino Fer-. Podemos mirarlo… Claro.
Estaban embelesados. Los tres, parados en mitad de la bañera del escueto velero, contemplando a ese ser irreal que parecía de otra dimensión. La joven asintió con la cabeza y sonrió.
-¿Cuánto tiempo llevas aquí? –le preguntó Fernando. Ella alzó las cejas y torció los labios en una mueca preciosa. Demasiado, demasiado tiempo. Se apartó el flequillo dorado de la cara y dejó caer los brazos junto a las caderas, apenas acariciadas por los hilos del lazo de su minúsculo bikini.
-Bueno, quizá primero quieras comer algo- apuntó Bea-. Tenemos de todo en nuestro barco.
La muchacha asintió sin palabras, se llevó la mano al pecho en señal de agradecimiento. Los chicos no tardaron en dejarla pasar y Bea la ayudó a cambiar de barco. El tacto de su piel, su suavidad fresca, le estremeció las puntas de los dedos.
Una vez estuvieron los cuatro en el barco de Fernando, Paco y él se esmeraron en preparar la mesa mientras las chicas encontraban buena música en la radio y se ponían a bailar. Había queso, aceitunas, patatas, embutidos y frutos secos, sándwiches de pavo y pollo que había hecho la madre de Fernando y cerveza y refresco para que la fiesta no tuviera que acabar pronto. Hicieron sitio en la bañera del barco y los cuatro bailaron bajo el sol de mediodía. Se habían olvidado del día de pesca.
Llegado un momento, por efecto del alcohol o del deseo, la boca de Bea buscó la de Lamia, sus lenguas se entrelazaron en un beso húmedo y largo sin dejar de moverse. Paco y Fer se empezaron a reír, pero Lamia acalló las risas, se apartó de la chica y besó con fruición a Fernando, sus manos se aferraron al cuerpo del chico mientras apretaba contra él su pecho. A la vez, Paco atrajo hacia sí a Bea y recorrió su cuello con la lengua. Después se cambiaron, Lamia acabó manoseada por Paco, unas caricias torpes pero profundas, mientras Bea subía a horcajadas sobre Fernando y éste devoraba su pecho como la fruta prohibida.
Bea escuchó el alarido de Paco embebida por el éxtasis de la música, y cuando Fer apartó la cabeza de los senos de su amiga encontró al otro chico retorciéndose de dolor, con la mitad de la garganta desgarrada, una mano roja incapaz de contener la hemorragia, y una mujer preciosa pero ensangrentada mordiéndole la mejilla como un perro rabioso. Lamia se apartó de la cara de Paco con un trozo de carne entre los dientes, lo dejó caer al suelo entre burbujas de sangre que estallaban en su boca y se abalanzó sobre la espalda de Bea. Sus uñas afiladas se incrustaron en la piel de la chica y la arrancaron de los brazos de Fernando. Lamia la abrazó con la mano derecha mientras con la zurda le retiraba el cabello rojizo de la nuca, clavo sus dientes en ella con la furia de un lobo, mientras sorbía el fluido caliente y gruñía como una bestia.
Fernando estaba paralizado, la sangre de Bea le salpicaba en la cara manando a borbotones de las heridas. Se estremecía ante él con los ojos en blanco y los músculos agarrotados por el dolor más absoluto. La radio chillaba canciones de moda, pero Fer sólo escuchaba los estertores de Paco a sus pies y los jadeos agónicos de Bea atrapada por las fauces de aquel engendro.
Cuando Lamia se deshizo del cadáver de la chica levantó a Fernando por el cuello de la camiseta, tan ligero como una pluma para ella y le puso de pie. Le miró fijamente, esos ojos almendra inyectados en sangre se clavaron en su mente como lanzas de fuego. Su mandíbula apretada babeaba sangre, seguía sin pronunciar palabra, pero tampoco era necesario. Fer ya había comprendido lo que era una lamia, una sirena, una Lilith disfrazada.
La mujer le arrancó la camisa y le agarró de un mechón de pelo, tiró de su cabeza hacia atrás como si fuera a arrancársela de cuajo y abrió las fauces mostrando esos colmillos sanguinarios. Sus pechos, su bikini blanco, sus manos, todo empapado de la sangre de Paco y Bea. Fer apretó los párpados para no mirar, pero volvió a abrirlos estremecido por el dolor de la garra que desgarró su abdomen y empezó a revolver las entrañas en su interior. Lamia sacó una tras otra partes de su cuerpo que devoró ante sus ojos como si llevara años sin comer, una necesidad de carne y sangre humanas que tres niñatos incoscientes le habían ayudado a saciar.
El cuerpo de Fer cayó como un saco de piel vacío sobre los despojos de Bea y la masa sanguinolenta en que había quedado convertida la cabeza de Paco. La sirena subió un poco más el volumen de la radio, Leona Lewis y su Bleeding Love, sangrando amor, se dejó caer al agua y limpió su cuerpo buceando y chapoteando con las olas. Cuando volvió a subir a bordo era la misma mujer bella de antes: hermosa, radiante, limpia. Preparada para el siguiente marinero, como debía ser, como siempre desde el inicio de los tiempos.
Desató el cabo que unía el yate de Fer al suyo y conectó los motores a toda máquina. Se zambulló de nuevo en el mar y regresó a su modesto velero, tomó los últimos rayos del sol de aquel día mientras veía alejarse sin rumbo el barco de los chicos, mientras se iba convirtiendo en una mota de polvo en el horizonte con su carga de muerte a bordo.